lunes, 20 de abril de 2015

El camino de Damasco

La primera vez que le invitaron a comer se sintió como un niño con zapatos nuevos. Había visto a sus compañeros con plaza fija presumir de viajes, comidas y regalos. Recordaba perfectamente como uno de los veteranos le contaba la fórmula con la que consiguió amueblar su consulta privada: recetar un antibiótico común pero de una marca desconocida todos los días durante dos semanas. Entonces el representante de esa marca comercial acudió a su pueblo a presentarle sus respetos y sus generosos donativos.

Así son las cosas, le decían unos y otros, y el sonreía e inocentemente, iba asimilando la anormalidad como una parte más de la vida. 

Pero él, al fin y al cabo, con sus contratos de mierda peloteando de un pueblo a otro, era una presa despreciable para los tiburones. 

Así que cuando cambió el estatus y de paria recoge basuras pasó a joven promesa, el colegueo con los amos del calabozo lo transformó en un chaval ávido de consumir su trozo  del pastel. 

Aquella primera comida estuvo hecha de kokotxas de merluza "a las que les vas a poner por encima unas angulitas", y de un vino con sabores afrutados que había que dejar que recorriera en cada sorbo las encías para que no se olvidaran sus matices. Compadreo, risas y una tarjeta de crédito como una esponja capaz de absorber cualquier atisbo de ética sin rechistar. 

Luego se fue a su casa pensando que al fin y al cabo aquellos lujos eran los que le correspondían después de tantos trabajos y tantos años de llevar una petaca y pedir una Coca-Cola eterna en las discotecas visitando la barra para rellenar de hielos el vaso, mientras que los demás chicos habían olvidado mucho tiempo atrás las apreturas.

Así que se entregó feliz a esa suerte de camaradería que parecía guiar a esos muchachitos trajeados y encorbatados que poblaban pasillos y salas de espera, y a ese galanteo tontorrón con esas chicas impecables y de sonrisas perfectas, a pesar de las horas y los kilómetros a sus espaldas.

Sembrar en barbecho es fácil, no requiere tanto esfuerzo, y la tierra prometía a poco que se abonase después, así que una comida aquí, una cena allá y dos o tres viajecitos a visitar las antesalas de los Palacios de Congresos y Exposiciones y las playas y discotecas y todo ello aderezado con asentimientos y guiños cómplices de tutores y co-tutores, con tendencia a unirse a la juerga para no olvidar los años de juventud.  Y así llegó la normalidad y las semillas que crecían escupiendo raíces poderosas, bien asentadas y con un olor a podrido que estaba demasiado enterrado bajo tierra como para que preocupara a nadie.

Luego llegó la estabilidad laboral, aunque en su forma más torpe, pero más que suficiente para que las hechiceras regresarán a reclamar lo que era suyo. Y cuando asomaron los hocicos, se dieron cuenta de que aquello iba a ser pan comido, bastaba arrugar un poco la nariz para ver si olía a ética y sonreír con sonrisa franca de capitán inglés (que decía el Orts Llorca de Anatomía) cuando se percataban de que por allí ni estaba ni se la esperaba.

Entonces los ardides se desplegaban en todo su esplendor y, en un impresionante concierto disonante, se mezclaban el científico con el amiguete, el que estaba a punto de ser despedido y casi provocaba la lástima, con el que era hincha a muerte de tu mismo equipo desde Grifa, la mojigata con la casquivana que ponía ojitos, el renegado con el que escupía las maldades de los jefes. Y en todos los trapos caía el palurdo, seguro de tener controlada la situación, como la tenía el drogata antes de meterse el siguiente pico.

Y en las charlas de barra de bar con sus colegas del paraíso hospitalario, los tours de la vergüenza por el mundo que le contaban le hacían reconcomerse por ser su especialidad menos reconocida por el mercadeo y se reafirmaba en que aquello era una cosa de la que no convenía hablar, pero que al fin y al cabo todo el mundo hacia, como cagar o desear irte a tu cama después de follar.


Así que la vida transcurría plácida excepto el ratito en que había que hacer la declaración de la renta y las molestas colaboraciones hacían imposible confirmar el borrador. Hasta que un día uno de aquellos chavalotes sin malicia se volvió demasiado atrevido y sáltandose los convencionalismos más básicos dejó al desnudo sus intenciones. En un alarde inigualable de hipocresía, aquella desnudez le horrorizó  como si hubiera pasado la vida andando en pelotas por una playa con una venda en los ojos y alguien se la hubiera quitado de repente. Y aunque desde hacía años sentía en sus genitales el frío que le decía que estaba desnudo, fue vérselos lo que le resultó insoportable.


Y anduvo desorientado y sin dormir buscando la forma de taparse las vergüenzas, mientras como si de una conspiración se tratase, de todas partes le escupían a la cara con iniciativas libres de humos, médicos sin marca, no gracias, farmacriticks y etcétera etcétera. Y entonces ella, desde su infinita candidez le preguntó: ¿por qué le prescribimos esa medicación? Y el no supo qué contestar pero si hubiera estado sólo, hubiera llorado todas y cada una de sus vergüenzas hasta que se hubiera empapado el teclado, y hasta el poto de encima del archivador.


Todos tenemos nuestro camino hacia Damasco. Todos montamos un caballo blanco brioso y somos prestos con la espada, orgullosos ciudadanos de esa Roma moderna que es la Medicina. Pero, desgraciadamente, no todos nos caemos de un caballo asustado ni oímos una potente voz que nos pregunta por qué le perseguimos. Porque somos prepotentes, estamos hechos para vencer a la enfermedad y la muerte, a semejanza de los dioses. Pero somos polvo, y en polvo nos convertiremos (cinus, pulbis et nihil, reza una tumba en la Catedral de Toledo). Lo único que tenemos son nuestros principios y nuestra dignidad. Enhorabuena a todos los espíritus nobles que en su día decidieron ir andando hacia Damasco aunque las sandalias se les llenaran de polvo. A los otros pobres, los que se subieron al caballo por sí solos o porque les ayudaron a montar,  les deseo una caída lo más temprana y lo menos dolorosa posible, antes de que consumamos ante nuestra población el escaso prestigio que nos queda.  Al fin y al cabo, como dijo el gran Quevedo, seremos polvo, pero al menos polvo enamorado.


Un texto básico para entender la falla moral que subyace bajo nuestra profesión es Los conflictos de intereses en la salud, de Juan Gérvas , y las fenomenales entradas de Médico crítico y Javier Padilla sobre el riesgo que nuestra relación con la Industria Farmacéutica supone para la salud de nuestros pacientes  o la banalización con la que afrontamos los conflictos de interés.

En próximas entradas prometo tratar el compromiso para la ética que supone aceptar incentivaciones de nuestras empresas (servicios públicos de salud) por prescribir de una manera determinada y la hipocresía con que por un lado se rechaza una relación por inmoral mientras se abren las sábanas a otra concubina por el otro.

Mientras el largo y tortuoso camino, del genial Paul















lunes, 13 de abril de 2015

La medicina de familia también tiene su día

Era una mañana tibia de las primeras del verano. El pueblo estaba situado en una hondonada, y engañaba un tanto cuando se le veía de lejos, parecía pequeño, apenas unas pocas casas y el campanario de la iglesia. Se reservaba la sorpresa de sus auténticas dimensiones hasta que  encarabas la última curva de la carretera y aparecían las casitas derramandose por la ladera hasta la plaza mayor, cerrada en una esquina por el Ayuntamiento y por la iglesia.

El coche renqueaba con las ventanillas bajadas, una antigualla de estudiante sin posibles que tendría que servir hasta que empezaran a verse los frutos de tantos años de universidad. No eran tiempos de aires acondicionados de serie, así que el fresquete matutino despertaba al más adormilado, y los nervios hacían el resto.

El chaval preguntó por el consultorio local a una mujer que barría su acera en guatiné y rulos. Le señaló la plaza, que se veía casi desde cualquier punto del pueblo. Aquel joven no cabía duda de que aún tenía capacidad de asombro, o al menos eso parecía dada su tendencia a mantener los ojos muy abiertos. Reunió el valor suficiente para atravesar una barrera humana apelotonada frente a la puerta del consultorio, y con varias miradas asesinas clavadas en la espalda, tras un cortés golpeo, asomó la cabeza en la consulta.

- Buenos días. Soy el médico que va a sustituirle.

Había un tipo enorme de espaldas, trasteando en un archivador que se volvió sonriente y le atizó un manotazo en la espalda de los que desencuadernan al más pintado.

- Pasa, chaval, pasa. No te preocupes, que esperen un poco, que no tienen otra cosa que hacer. 

La consulta hacia esquina y había un buen ventanal en cada una de las paredes que daban, una a la mismísima plaza del pueblo, la otra a una calle adyacente.  El joven buscó tímido un sitio donde sentarse, pero allí la única silla presente era el sillón donde se repantingó el gigante. 

- Ni se te ocurra poner sillas, o se sentarán y tardarás un mundo en pasar la consulta-. Si se abrían un poco más los párpados del chaval, los ojos terminarían por quedar colgando como los de los zombies de las películas.

- Allí tienes el archivador con las historias clínicas, pero no vas encontrar gran cosa. Sólo escribo cuando la gerencia va a venir a hacernos la valoración anual para los incentivos. Mira, muchacho, yo te aconsejo que no escribas nada. Así siempre será tu palabra contra la del paciente. Ahora, como escribas y te equivoques...

Aquella tarde las horas se fueron volando entre libros de repaso, vademécum y tazas de café. Una libreta de anillas convertida en chuletario se iba llenando poco a poco desde la certeza terrible de las más profunda ignorancia. Fue una noche de pesadillas y sudor, y un despertar de palpitaciones, prisas y ojeras. Cuando la plaza del pueblo se reveló, las manos le sudaban en el viejo volante de imitación a cuero. Había mucha gente ante la puerta del consultorio, pero mucha de verdad. El se sentía pequeñito, casi ridículo, hasta tuvo que tentarse la ropa para alejar la duda de haber salido de casa en pijama.

Entró en la consulta con un buenos días traicionado por un gallo en la voz, respondido desde la desconfianza o la lástima, no tenía muy claro cual de los dos tonos había podido identificar, probablemente ambos. Lo primero que hizo fue rebuscar en las demás consultas a la caza de un par de sillas, que colocó frente a la mesa. Estaba terminando la redecoración cuando se abrió la puerta de la consulta.

- ¿Hoy no está el doctor?- le soltó de bienvenida el primer paciente, a quién el ruido de muebles le había parecido suficiente señal como para empezar el día por su cuenta.
- No. Está de vacaciones. 
- Bueno pues hágame usted las recetas, entonces. Tengo un problema pero iré esta tarde a contárselo a su casa. 
- Pero hombre, cómo va a ir usted a molestarle estando de vacaciones. 
- No, no, si nos tiene a todos los del pueblo igualaos

Fue aquel un primer día de recetas, volantes, partes de confirmación y miradas recelosas. La muñeca le dolía de tanto firmar a media mañana, y el alma de médico se la iba dejando con la tinta del boli BIC. El fonendo acumulaba polvo encima de la mesa, y miradas tristes. Aún así, el suplicio se alargó hasta que el sol apretó de firme por el ventanal. A última hora, llegó una madre con su hijo, un niño de unos cinco años que le miraba con gesto hosco.

- Al niño le duele mucho el oído-. El chaval agarró el otoscopio con una alegría infantil y se lanzó a por la oreja del niño. A la madre casi la da un patatús cuando vió encenderse el aparato. -¡Ah! ¿Pero funciona? Como el médico siempre nos dice que está roto y no le mandan otro para sustituirlo. 
- ¿Y como les mira los oídos cuando les duele?
- No, nos manda al hospital directamente o al ambulatorio. 

El regreso a casa en el horno en el que se convertía el cacharro de coche, entre el estruendo del aire entrando por la ventanilla, fue de una tristeza y unas ganas de llorar como pocas veces había sentido hasta entonces. Aquel desvirgamiento doloroso y sin miramientos a que le había sometido la medicina le dolía y amargaba la boca.

Pero en aquel viaje a cincuenta grados de asco y decepción decidió dedicar su vida a la Atencion Primaria, a demostrar a las personas que le tuvieran al lado como médico de cabecera, que tenían derecho a que les cuidara alguien dispuesto a dar el máximo de sí mismo en el empeño. Que estaba dispuesto a luchar por borrar el recuerdo de esos viejos sheriff que habían hecho de su medicina un sayo. Que, algún día, sus pacientes le querrían, le respetarían, quizás hasta colocarán su opinión por delante de la de las eminencias del hospital.

Aquel fue su primer, su único y definitivo Día de la Atención Primaria.


Han pasado casi veinticinco años de esta historia. En aquellos tiempos, había personajes enormes que habían entregado su vida a hacer una Medicina más que digna en pueblos, en aldeas y ciudades, pariendo una Atención Primaria en un parto largo y doloroso, lleno de buenas palabras pero, como en los partos reales, en los que siempre empuja la misma protagonista. Pero también había sujetos como el de la historia, dueños de cortijos sanitarios, empobrecidos en sus miserias, dedicados en cuerpo y alma a desprestigiar la profesión más bella.

No me gustan los días de nada, a pesar del rollo de la visibilidad y demás pamplinas. Pero sí creo firmemente que cada uno de nosotros tiene SU día. Y creo que la regeneración que ha vivido la Atención Primaria, nutriéndose de médicos bien preparados, con un ligero (a veces más que ligero) deje de valentía y de abnegación, ha servido para plantar unos cimientos sobre los que cualquier cabeza razonable decidirá algún día hacer crecer el edificio de la Sanidad de este país.

O al menos, quiero creerlo. Porque los cimientos también pueden olvidarse y dejar que los cubra la madreselva.

La foto es de la chapa que lucirá durante todo el 13 de abril en su bata mi amigo Luis Tobajas.






























lunes, 6 de abril de 2015

Los renglones torcidos (del caballero Tudor)

Juan era un tipo fornido. Vivía en un pueblo de Córdoba con  sus padres, dedicado a la aceituna, y a echar requiebros a las chavalas en las fiestas. Las distancias no eran muy largas, al menos a ciertas edades, y el clima clemente de las noches de primavera permitía volver a casa por las cunetas de las carreteras comarcales mientras se construían fantasías inconmensurables sobre sucedidos mucho más prosaicos.

De aquella noche sólo le queda el recuerdo de unos ojazos negros que le habían encandilado bajo las farolas de la plaza del pueblo de al lado, y un chirrido atronador que se le llevó por delante sin darle tiempo a girar la cabeza. Tuvo más suerte que otros dos de sus compañeros de viaje y despertó en la UCI del hospital de Córdoba un mes y medio después con la mitad de su cuerpo hecho un guiñapo y una especie de zapatilla en la boca que no le dejaba enhebrar unos pensamientos que parecían encasquillados.

Habían pasado casi veinticinco años de aquello. Los pensamientos seguían igual de enlentencidos. La lengua había recuperado sus dominios, pero las palabras se articulaban unas veces atropelladas, otras titubeantes. El brazo izquierdo era un trapo colgante y la pierna una mala muleta. Se había ido a vivir con su hermana mayor, recluida en una silla de ruedas por una polio de postguerra, se supone que a echarla una mano, aunque el cuadro resultaba patético.

Cuando le conocí me costó enormemente entenderle. Entró en la consulta con un pantalón azul con tiras fluorescentes en las perneras, y un chaquetón amarillo brillante. Trabajaba en una subcontrata del Ayuntamiento de la capital, pasando una máquina limpiadora que manejaba con el brazo derecho y con la que renqueaba por la ciudad de las cuestas. Acababa el día molido con contracturas por todas partes, al llegar a casa se daba un lilimento que espantaba a las moscas y se derrumbaba en la cama. Aquella primera vez entró casi al final de la mañana. Sus balbuceos y ese saltar inconcreto de unos razonamientos a otros me irritaron como si Murphy hubiera venido a meterme un dedo en el ojo. Le despaché recomendándole unos estiramientos, calorcito y si acaso, algún flojo analgésico, mientras me hacia cruces al ver su historial blanco como si fuera un recién nacido.

Entonces, cuando se marchaba, el gran Tudor Hart me abofeteó en ambas mejillas y retrató con la puntera de su bota en mis nalgas su ley de cuidados inversos, consiguiendo que le parara en la puerta y le citara en quince días, lo que agradeció con su exquisita educación y una sonrisa el bueno de Juan.

En aquella segunda visita fui capaz, al fin, de leer aquellos renglones torcidos conque la vida se empeña a veces en redactar su bitácora. La crisis le dejó malviviendo de su pensión de incapacidad parcial (con medio cuerpo de goma y sin estudios, los trabajos no se amontonan en su puerta) y sacándose unas perrillas de estranjis ejerciendo de taxista sin papeles para vecinos aún más solitarios que él. Se quedó sólo cuando su hermana ya muy deteriorada decidió trasladarse a morir a su pueblo natal. Yo le veía algún día en la puerta de la consulta, ejerciendo de chófer, le preguntaba por su vida y él me contaba, agradecido, que cada vez tenía más dolores que apenas podía salir a caminar y que desde que se encargaba él de la cocina, su barriga se había empeñado en crecer sin mesura.

De ella no sé su nombre. Acompaña a su madre cuando viene a mi consulta, cada dos o tres viernes, siempre a última hora. Permanece callada con una expresión bobalicona, de la que he intentado rescatarla alguna vez con preguntas sobre el comportamiento de su padre. Apenas llevan un año en el pueblo, en un piso de alquiler junto a mi consulta. Lo he visitado varias veces y ella se mantiene en un segundo plano. Su madre es una mujer muy delgada que se levanta antes del amanecer para recorrer andando por la carretera los kilómetros que nos separan del pueblo más importante, donde limpia en una casa. Su padre tiene la mirada perdida de los enfermos sin memoria, pero en sus gestos subyacen agresividades que han dejado una marca indeleble.

Aquella noche hacia un frío de perros. Llovía despacio empapando los huesos y la enfermera que compartía conmigo la guardia y yo rezábamos porque tuviéramos un final tranquilo, al menos, sin salidas.  Las horas pesan y ninguno de los dos éramos especialmente jóvenes. Perros viejos, diría yo, o al menos maduritos. Cuando sonó el timbre soltamos una maldición poco considerada. En la puerta esperaban calándose, Juan y ella.
Pensé que la había traído al Centro en sus funciones de chófer y les recibí con lo más cálido que tenía a mano, que no era nada más que una sonrisa. Ella se mantenía un paso por detrás, como si no fuese capaz de encontrarse cómoda en ningún otro sitio, y Juan, deshaciéndose en  disculpas tartamudas, me contó que llegaban del entierro de su hermana en su pueblo de Córdoba, y que el autobús desde Toledo no había parado en nuestro pueblo, sino en el pueblo cabecera. Aquello suponía cuatro kilómetros de caminar por la cuneta (otra vez), en la noche y bajo el calabobos inmisericorde.

- He visto su coche y me he atrevido a llamar por sí ustedes nos podrían ayudar, pero ya me figuro que será imposible. No se preocupe, vamos despacio por la carretera y llegamos enseguida.

- Hombre, Juan. Aquí estamos los dos solos. Abandonar el Centro sería una irresponsabilidad.

- No se preocupe, de verdad, si lo entiendo.

Apenas cerraron nos quedamos mirándonos en silencio la enfermera y yo. La Nightandale debió darla un sopapo y a mi, sir Tudor Hart, directamente una patada en la genitalidad.

- Antiguamente, los hubiéramos subido a la furgoneta en un momento y ya está-, me dijo la enfermera.

- ¿Te importa quedarte sola dos minutos? No tardaré mucho más.

Los recogí apenas a cincuenta metros y no pude dejar de sonreír en todo el trayecto de ida y de vuelta. Nunca he podido resistirme a las historias de amor en las que se entremezclan renglones torcidos.

Si tuviera veinte años menos, hubiera peregrinado al castillo del caballero Tudor, como antes lo hicieran el Mozart de la Medicina de Familia, Roberto, escoltado por el enfànt terrible, Julio. Me hubiera arrodillado delante de él para que golpeara los hombros de mi jersey de renos y me calzara las espuelas de caballero. Pero como tengo esos veinte años de más, doy gracias a aquellos que me han inculcado su espíritu, y a la enfermera que revivió conmigo a Florence aquella noche de invierno.

Y termino lanzando una reflexión, que más bien será un grito en el desierto: ¿a espaldas de cuántos de estos renglones torcidos pasamos nuestras consultas tras nuestras mesas de marfil? ¿Quiénes son los que nos necesitan de verdad? ¿Nos sentimos cómodos en nuestras rutinas preventivas y nuestro paternalismo feroz y nos incomodan los auténticamente necesitados?

¿Queremos ser héroes de brillante armadura, o no nos va tan mal en el papel de villanos?

Para los legos en esto de la Atención Primaria y menos suelto en el inglés, esta referencia de la Wikipedia sobre sir Julian Tudor Hart

La foto es compartida con el permiso de mi amigo Roberto Sánchez y la mala educación de no haber dicho nada a Julio Bonis (espero que sepa perdonarme)