sábado, 24 de diciembre de 2016

Un cuento de Navidad. Primera parte

El médico da vueltas intranquilo en la cama. Le molesta la tela tiesa y áspera del pijama blanco, le jode tener que meterse en la cama con calcetines, le fastidian los coches que pasan por la carretera junto al Centro de Salud. Intenta encontrar la postura y recuperar el ritmo cardiaco acelerado tras la última bronca con la mujer del anciano que pretendía hacerle salir en esa noche de perros para ir a su casa, y que al final vino en el coche de un vecino al que se le veía el pantalón del pijama por debajo del vaquero. Si cuando fuerzas un poco la mano terminan por encontrar las maneras. Pues a pasar la nochecita en el hospital, para que aprendan. 

Hay un momento en que no sabe si sueña o está despierto. Pero está convencido de haber oído el timbre. Como suele hacer, espera unos segundos sin moverse, son los que concede a la posibilidad de un error auditivo, o al ensueño. Cuando la chicharra vuelve a sonar desagradable, se levanta cagándose en los muertos del que inventó la atención continuada. 

En la calle hay un tipo abrigado hasta los ojos en medio de la niebla. Le espera sujetando la puerta de cristal con el morro torcido. ¿Qué le pasa? El sujeto, en las distancias cortas, tiene aspecto de pobre de novela de Dickens y huele como si llevara muerto desde entonces. Soy el espíritu de las Navidades pasadas. Lo que faltaba. El graciosillo mamado de cada guardia. Ya. Pase, señor fantasma. No, mejor salga usted aquí un momento conmigo. 

El médico duda pero salta a la legua que el tipejo está solo.  Ha dado dos pasos hacia el exterior y el médico le sigue. La bruma se disipa como por ensalmo y se encuentra en el patio central de un moderno Centro de Salud. Hay pacientes sentados en sillas colocadas junto a varias puertas y en otras alineadas en hileras en el centro. Frente a las puertas hay médicos, todos con sus batas, charlando animadamente con tipos trajeados y mujeres elegantemente vestidas, con sonrisas perfectas Profiden, maletines abiertos a sus pies y hermosos folletos de colorines en sus manos. Algunos de los médicos son muy jóvenes y parecen escuchar muy atentos las conversaciones más formales o más distendidas de los más mayores. 

El médico está exoftálmico, y como en los viejos cuentos, se pellizca el antebrazo confiado en que el sistema, aunque antiguo, siga siendo eficaz. Pero la escena continúa frente a él sin parecer afectada por los moretones que empiezan a aparecerle con tanto pellizco. Se percata que el pordiosero está a su lado, mirándolo desde detrás de su bufanda, con ojos de estar pasándoselo de pajolera madre. Pero ¿qué coño? Ahora ya la risa del hombre es indisimulada. Ya te dije que era el espíritu de las Navidades pasadas. ¿Reconoces a aquel chaval moreno que está junto a aquella puerta? ¿El que asiente con la cabeza mientras ojea la publicidad y se guarda los bolígrafos que le dan en el bolsillo?

El médico no ceja en sus autolesiones, pero cree reconocer al joven médico con la bata remangada, al que palmea en la espalda el representante mientras todos se ríen a carcajadas. Ven, acerquémonos, le dice su acompañante, y ambos cruzan el patio hasta llegar a unos pocos metros de donde se desarrolla el encuentro. Puede escucharse la conversación con total nitidez. Y el médico puede ver los ojos del veinteañero con muy pocas preocupaciones y muchísima ilusión, los que ya muy rara vez consigue adivinar en el espejo por las mañanas. 

Bueno, a ver si puede ser que mi residente pruebe ese restaurante tan bueno que tú y yo sabemos, sobre todo ahora que estamos en temporada alta de bronquíticos reagudizados, ¿no? Todos se ríen como si fuera la primera vez que escuchan el chiste, pero el lenguaje no verbal es igual de expresivo y claro que las palabras. Pues venga, si os animáis, hoy mismo. Llamo y voy reservando. La puerta se cierra y el médico y su acompañante están en una esquina de la consulta, viendo cómo el tutor y el residente comienzan a recoger cosas de la mesa. Suena el teléfono. El tutor deja que escupa dos o tres llamadas antes de cogerle con el mismo gesto con el que el Conde Drácula empalaba a sus enemigos 

¿Qué pasa? contesta. No, yo no voy a ningún sitio a estas horas, se lo pasas a los que entren de guardia. Me da igual que te haya dicho que quiere hablar conmigo y que sea paciente mía de toda la vida. He dicho que no estoy para nadie. Cuelga el teléfono y se quita la bata, mientras el residente termina de recoger fonendo, libreta, bolígrafos y dos graciosos pisapapeles con forma de cápsula que pondrá encima del escritorio de su pisito de soltero. La gente es que es la leche, ya te iras dando cuenta. Menudo abuso, alucinante. 

El médico que contempla la escena tiene fijos los ojos en el joven.  Le parece ver la vocación  escapándosele a chorros por los costados. Pero observa como levanta la cabeza y sonríe, como si quisiera recuperarse de un buen uppercut sin que se le notase. Es verdad, hay que joderse con la peña. 

Ven conmigo, le dice el pordiosero al médico. Éste se deja arrastrar otra vez hacia el patio, pero ahora es el salón de una casa. La televisión está encendida con el sonido a niveles de hipoacusia severa. En un sillón de orejas, un anciano enorme, sonrosado, resopla como si le fuera la vida en cada bufido. Tiene un tubo de plástico bajo las narices conectado a una máquina que remata el estruendo de la habitación. Sobre la mesa camilla se desparraman un cerro de cajas con pastillas e inhaladores de varios colores. Una anciana con delantal trastea con el teléfono, mientras le grita a pleno pulmón: No ha podido venir, el hombre. Debe estar liadísimo con las fechas que son. Me han dicho que dentro de un rato mandaran a alguien. No, no protestes, hombre. Ya sabes lo bueno que es este médico, seguro que está pendiente de lo que pase y mañana sin falta hablará con el que venga para interesarse. 


El anciano sigue pegando bocanadas como si quisiera morder el oxígeno del aire que le rodea, mientras la mujer se sienta junto a él y empieza a leer los avisos escritos en las cajas de las medicinas con letra infantil y todas las faltas de ortografía del mundo. 

Nunca preguntasteis qué paciente era el que necesitaba que fuerais a verle. El hombre y su mujer pasaron las Navidades ingresados en el geriátrico. El falleció poco después de reyes. Os enterasteis dos o tres meses después, cuando la mujer le pidió a sus hijos volver a su casa y las nueras aceptaron encantadas. Volvió a vuestra consulta a recoger sus pastillas de la tensión y os contó que su marido no había superado su último catarro. Le dijisteis que era muy mayor y estaba muy delicado de los bronquios, porque toda su vida había fumado mucho, y claro, eso al final se paga. La mujer asintió y se marchó a su casa con la receta en el bolso. 

El médico ha escuchado cada una de las palabras de aquel tipo sin perder la cara de imbécil anonadado en ningún momento. La habitación se ha difuminado en la niebla y él está otra vez sujetando la puerta del Centro. Pero ya no hay nadie. Mira alrededor, dentro de la consulta. Nada. La enfermera se levanta con los ojos medio cerrados. ¿Es que ha sonado el timbre? pregunta. El médico se toma unos segundos para responder. No, me había parecido. Vuelve a meterse en la cama y vuelve a molestarle el pijama blanco, vuelen a joderle los calcetines, vuelve a intentar calmar las palpitaciones que le ha provocado ese mal sueño. 








1 comentario:

Juan Antonio García Pastor dijo...

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Soy un fanático de Cuento de Navidad en todas sus versiones.
Este Ebenezer Scrooge está genial.
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Es bueno sentir las posibles consecuencias de lo que nos transmite nuestro tutor, tanto en sentido positivo, como negativo.
Es un genial elemento de aprendizaje de reflexión de los comportamientos que modelamos.
Seamos nuestros propios fantasmas de Ebenezer Scrooge.
Si no corremos el riesgo que aparezcan.
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Por cierto, espero ansioso el del presente y el del futuro.
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