viernes, 30 de diciembre de 2016

Un cuento de Navidad. Segunda parte.

Suena el timbre tres veces seguidas. En la memoria subconsciente, la que se cría y engorda al calor de los recuerdos y las experiencias más aterradoras, saltan todas las alarmas. El médico abre los ojos sin ver, sin recordar a ciencia cierta cuando los cerró, aún masticando el realismo del último ensueño, el que le llevó a una juventud tan remota que ya casi había olvidado. Bueno, eso y también masticando los huevos fritos con pimientos que se había cenado antes de acostarse. Cenas ligeras en las guardias, se reprocha como al niño pillado en falta.

Otros tres timbrazos, sin apenas pausa entre ellos. El médico realiza un cambio postural antiescaras, seguido de un arrebujamiento, esperando oír el trasteo de la puerta de la residente. Es su turno. Es el turno de las batas que pesan por  el efecto cargante de los manuales y la indecisiones. Ley de vida, hay que pasar por ello, como lo hemos hecho todos, si no, nunca se aprende. 

Pero el trasteo se hace esperar y el timbre contrataca con tres nuevos estallidos. Los jóvenes no son como en mis tiempos, piensa mientras reacomoda la cabeza en la almohada. Antes saltábamos de la cama a la primera. Otra triada impaciente. Doce o quince timbrazos no atendidos ya pueden considerarse negligencia, y los jueces no entienden de turnicidades ni de  adjuntocidades. 

Se levanta y sale al pasillo con cara de adjunto al que se le llama por la noche. No hay metáfora que pueda con la realidad. Está oscuro y desierto. Golpea la puerta de la residente una octava más bajo que un ariete medieval. Nada. Luego arremete contra la puerta de la enfermera, con el mismo desesperante fracaso. Los intentos de asaltar los picaportes son frenados por los pestillos. El colmo. 

Otros tres timbrazos le hacen definitivamente perder su flema de perro viejo y suelta una blasfemia que asusta al silencio. Se asoma a la puerta. La niebla es más espesa, y en la verja exterior, un perroflauta con rastas y pendiente de corsario parece a punto de volver a apretar el timbre. Pero salvo por el aspecto de atentado contra la salud pública del abrigo que lleva puesto, por lo demás no tiene ninguna pinta de estar a un paso de la REA. Está haciéndole señas con el brazo para que salga. El médico busca algún coche, un acompañante desmayado en la acera. Nada. 

Con el primer paso hacia el exterior, se encuentra en el salón de una casa, mirando junto al joven a una mujer que intenta teclear en un portátil que le queda un poco lejos, pues entre ella y la mesa hay un bebé agarrado a su pecho con esa expresión de inconsciente y plena felicidad tan difícil de volver a experimentar nunca. A su derecha una niña garabatea en una hoja de papel mientras reclama la atención de su madre continuamente. Así que el tecleteo se va volviendo cada vez más lento e improductivo. 

En la casa huele a lentejas cocinándose y al cansancio de no haber tenido tiempo ni para una ducha. 

"¿No habías estado nunca en la casa de tu  residente, después de estos años? Anteayer estuvo de guardia en el hospital. En casa la esperaba una guardia de madre de bebé con fiebre. No es que lleve muchas horas de sueño en la mochila en estos días la pobre. Pero claro, quien la mandó meterse en el lío de ser madre durante la residencia, ¿no? Ya le advertiste tú. Hoy no tenía que haber hecho guardia, pero se lo pediste porque es lo mejor para su formación, por supuesto. Ha estado hasta las dos terminando esas recetas que tenías que renovar de la residencia. Docencia pura, ¿verdad?

El médico ve a la madre dibujar una flor sobre el garabato de la niña, ve a la médica intentando leer lo tecleado en el ordenador, ve a la mujer ponerse la mano en la frente como queriendo evitar que le explote la cabeza del dolor. El médico parece que es capaz de ver por primera vez. 

"Sígueme". El perroflauta da la espalda a la escena del salón y al girar, ambos quedan enfrentados a una anciana sentada en una silla de plástico en la sala de espera de urgencias del hospital. Hay otras muchas sillas ocupadas por gente que susurra, o cabecea, o trastea con el móvil. Ella también tiene un móvil en la mano. Pero con las prisas ha olvidado las gafas en casa y no distingue los números que lleva apuntados en la cartera junto al nombre de sus hijos. Da igual. Tampoco iba a molestarlos hasta que la digan algo, y sabe  por experiencia que la noche será larga. Vuelve a sentir esa sensación amarga de culpabilidad por haber llamado al médico, sabiendo que tenía muchas posibilidades de acabar justo donde estaba. Pero otras veces han ido a casa y han solucionado la papeleta con  un par de inyecciones o algo por la vena, vaya usted a saber, y ella le veía tan fastidiado, le aterraba lo largas que se hacen las horas de la noche cuando uno se encuentra tan mal. Ya no vale de nada lamentarse, solo esperar y acomodarse lo mejor que se pueda en esas sillas de estación de autobuses. 

El joven andrajoso se introduce en el pasillo de la urgencia. Hay camillas pegadas a una de las paredes con personas conectadas a tubos, pies de gotero, sabanas ocultando cuerpos huesudos, incómodos y cansados. 


Hay pijamas blancos sobre cuerpos de médicos jóvenes, pero con caras viejas, agotadas, ojerosas y despeinadas. Mira, hablan de ti y de los que son cómo tú. Los residentes de familia intentan justificarte, pero en realidad están avergonzados, avergonzados y hartos de soportar los comentarios de sus compañeros. Y se sienten en obligación de tapar tus vergüenzas demostrando a todos que son máquinas de diagnóstico, a cualquier precio, incluso al de la salud del propio paciente. Una labor docente espectacular, una vez más enhorabuena. 

El anciano está incorporado en la camilla. Disfruta temporalmente de un cuchitril minúsculo y frío, pero al menos está solo, o casi. Cada vez que se corre la cortina se estremece. Hasta ahora han sido varios pinchazos, pegatinas en el pecho, una sonda de goma por el pito que le ha hecho ver las estrellas.  También se le han llevado a hacer una radiografía. Todos han sido amables con el, aunque no le dicen gran cosa y nadie le da razón de su mujer, que estará dejándose los huesos en la sala de espera.  
La máscara le molesta pero el oxígeno y la meada continua hacen que poco a poco su respiración vuelva a ser la de un hombre anciano, no la de una ballena varada en la playa. 

El médico mira al anciano, mira el trasiego desatado a su alrededor, mira al hombre y lo ve por primera vez, como vio por primera vez a su residente, como vio por primera vez a la mujer de la sala de espera. El médico mira al joven pero el joven se ha esfumado en el puré de guisantes de la calle, que está vacía, húmeda, con ese reflejo mortecino de las luces de las farolas en la niebla. Se toca la boca del estómago, porque los huevos y los pimientos insisten en hacerse presentes. 

Es la segunda vez en la misma noche. Definitivamente, cuanto antes llegue a los cincuenta y cinco años, mejor.  


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