lunes, 18 de febrero de 2019

Quemado

El día está siendo duro. Avanza pastoso, lento. El médico siente la ralentización neuronal como si estuviera mirando a través de un microscopio electrónico achicharrarse las dendritas y los axones en una quema incontrolada de rastrojos. Han pasado de nuevo las mismas caras que lleva viendo una y otra vez desde hace más de cinco años. Un lustro; siempre le había gustado la palabra lustro. Vuelve a asaltarle esa sensación de secuestro de su vida, ese sentirse atrapado en un continuo deja vù que le provoca al final un hastío difícilmente controlable, y una andanada de acidez ardiente en la boca del estómago. Se permite una mueca, muy lejos de la categoría de sonrisa: quizás por ésto lo llamen síndrome del quemado, cerebros y estómagos en llamas.


¿Cuándo perdió la ilusión?¿Cuando dejó de sonreír mientras conducía de vuelta a casa? no lo recuerda, a veces le cuesta recordar si realmente el espejo retrovisor le devolvió alguna vez esas sonrisas.


Se toma su tiempo antes de levantarse a llamar a la siguiente paciente. Se desespera recordando que estuvo en la consulta la semana pasada, y que, por más que se esfuerza, no consigue recordar el motivo. En realidad, el motivo se ha fundido con sus quejas, su insatisfacción que la envuelve como un tatuaje permanente, su dolor que le deja el alma negra y de plomo. Todo ello forma una amalgama en la que ya no consigue identificar ese rostro que hacía pequeñas arrugas alrededor de los ojos cuando al poco de llegar de nuevas a la consulta, él la decía que parecía mucho más joven de la edad que le chivaba el ordenador.


La sala de espera está a rebosar. Así la encontró cuando se incorporó a la plaza. Era su sueño dorado, fue su rápido e inconsciente sí a la llamada de alguien que tan sólo le dijo que se abría un turno de tarde que por fin solucionaría los problemas de sobrecarga de las dos médicas de la mañana. Cuando llevas unos años trotando por todas partes, estás deseando abandonar el carromato de buhonero y aposentar tus reales donde sea, siempre que te aseguren que al menos podrás celebrar tu cumpleaños con los compañeros un par o tres de veces.


No había pasado ni un año cuando suplicaba a quien quisiera oírle por un compañero que arrastrara la mitad de aquella marea humana lejos de su puerta, un dique de contención que le permitiera recuperar tiempo, conversaciones, recuperar la Medicina que se había dejado en alguna parte. Pasó un par de años más hasta que el político de turno apretó lo suficiente las teclas que resultaron imprescindibles para que aterrizara otro incauto en la puerta de al lado, que menos de un año después, tampoco era capaz de encontrar ni las sonrisas ni la Medicina con las que había llegado y que en su momento sirvieron para que el médico tuviera un ataque de añoranza furioso rematado con presagios agoreros y desilusionantes que, para íntima e infame satisfacción del quemado adivino, se habían terminado cumpliendo.


Así que mientras se acerca a la puerta lista en mano y asoma temeroso la cabeza, solo es capaz de pensar en esas oposiciones que prometieron hace años y que parecen cocinarse a fuego lentísimo. Debería ponerse a estudiar, apuntarse a una academia, como el resto de sus compañeros, pero ya lleva unos cuantos palos en el lomo como para no ser el perro más resabiado de las calles. Pocas plazas, exámenes o tan fáciles que los aprobaría un chaval del bachillerato o tan difíciles que ni Ramón y Cajal pasaría del cinco, según tengan el día los sindicatos o las direcciones de recursos humanos o el susum corda. El caso es que, como buen pagador, abonará sus tasas a la causa y al menos soñará con unas migajas de suerte en la recolocación de los interinos tras el concurso de traslados, esa asignación de destinos tipo mili franquista que encierra oportunidades de empezar de nuevo.

Y mientras pronuncia en alto el nombre de la mujer que ha olvidado sus arrugas coquetas alrededor de los ojos porque él ya nunca le dice que no aparenta los años que le chiva su historia, mientras contesta distraído a las dos o tres preguntas de quienes esperaban verle como agua de mayo, porque sus problemas no pueden esperar, ya sabe usted lo mío, doctor, mientras repite que sigue rigurosamente el orden del listado y que nadie se ponga nervioso, mientras acepta con resignación que un par de pacientes a los que ha pedido que vuelvan mañana prefieren esperar sine die al final de la consulta, un final que se va alejando como en los terrores nocturnos, mientras toda esa marea vuelve a golpear su gastado dique, piensa si en alguno de aquellos nuevos principios empezar de nuevo no significará empezar de viejo, si aun le quedarán fuerzas para cambiar las cosas, incluso las que se resisten a ser cambiadas, si aun le quedará resistencia como para nadar en medio de aquella marea sin volver a ahogarse, sin tener que volver a esperar el salvavidas de perdedor de un nuevo traslado.