lunes, 8 de abril de 2019

El tipo de ninguna parte

Aquel era un equipo de los que tienen solera, con más arrugas y calvas que pieles tersas y melenas al viento, con más videos de las gracias de los nietos que visitas protocolarias a la maternidad. Era un equipo de movimientos lentos y manos en los riñones cuando hay que enderezarse al final de las consultas, un equipo que dejaba que los días erosionasen sus vidas hasta dejarlas suaves y brillantes como si estuvieran recién pulidas. Hacía mucho tiempo que dejaron de escucharse las risas nerviosas de los residentes que le daban una manita de juventud a la cocina en el café de la mañana. El ímpetu de los tutores se había diluido en el marasmo de la burocracia y la inapetencia, y un buen día se detuvo la transfusión de vida que llegaba cada año en forma de sonrisas tímidas al inicio y energía incontrolable poco después, y los vaqueros ceñidos, las Martens y las camisetas bajo las batas dejaron de verse por los pasillos del centro de salud, y su recuerdo diluyéndose y amarilleando como las fotos de las comidas de convivencia que quedaron colgadas en las paredes del salón de las guardias.


En resumen, al equipo empezaba a salirle el moho de los sesenta y cinco y los viajes del INSERSO en el horizonte, le crujían las articulaciones y se le iban encorvando las dorsales.

Y en ese navegar en el mar de los Sargazos, en esa calma chicha a la que habían sido atraídos hasta los más briosos como si todos fueran argonautas engatusados por las sirenas y Ulises estuviera de baja indefinida, llegó una mañana el nuevo médico, con una gabardina y un maletín de cuero de los que cuesta encontrar hasta en las tiendas más carcas de las ciudades de provincias. Había agotado hasta el último minuto su incorporación, lo que no había sorprendido a nadie. A ciertas alturas, los días en tu casa descansando entre partidos son más valiosos que ser titular en todos los encuentros de la liga. Hacía apenas un año de la jubilación de una de las viejas glorias del equipo, una de aquellas médicas que parecía haber parido el INSALUD y haberle querido como a un hijo díscolo que de vez en cuando se olvidaba de que tenía madre.


Durante unos meses había ocupado su plaza una doctora que había cambiado el Caribe por las cunetas de la Medicina en la madre patria, y que empezaba a sacar los pies del barro, aunque aun le quedaban los bajos de la bata manchados de lodo y bastante desesperanza. Aquel destino había sido la primera vez que había podido arrancar unas cuantas hojas al calendario en la misma consulta, aunque siempre lo había hecho con la añoranza de su trópico y de sus playas. En cualquier caso, la advertencia que le hicieron al darle la sustitución no había tenido suficiente dosis de cruda realidad como para impedir que creciera dentro de ella la esperanza de que nadie reclamara aquel sillón. Así que cuando se confirmó el día que se cumpliría la sentencia, los nubarrones negros volvieron a ocupar su microatmósfera y volvió a soñar de nuevo con el primer avión de vuelta a casa.


El nuevo médico despachó los saludos iniciales con la naturalidad de quien los ha sufrido en muchas ocasiones, con cierta dosis de frialdad y un toque de primera valoración a bote pronto en cada apretón de manos y en cada beso en las mejillas. Quien más y quien menos se había encargado de su propia investigación previa al aterrizaje; la solera de aquel equipo garantizaba una red de contactos propia de un Centro Nacional de Inteligencia, y, para qué negarlo, a quien no le gusta soltar alguna que otra perlita con segundas y terceras intenciones, porque, quien quiera informaciones aburridas que lo busque en LinkedIn: las máquinas de café son de largo mucho más entretenidas como fuente de información que la pantalla de un ordenador.


Así que compartiendo retazos de informaciones se construyó una tela que si hubiera podido meterse en una carpeta marrón con una pegatina roja en la portada de top secret, hubiera firmado la mismísima CIA. El tipo se encuadraba más en el modelo tan actual del renting que en el clásico médico de cabecera. Los destinos se acumulaban en su palmarés como los penales en los de un delincuente habitual: traslado tras traslado, comisiones de servicio, excedencias, liberaciones sindicales y hasta algún cargo público de enjundia municipal, todo un récord de trashumancia sanitaria que era muy difícil de digerir para los rígidos cerebros de unos compañeros que recordaban entre risas y algunos olvidos su llegada al pueblo, cuando aun peinaban flequillos y cambiaban pañales.


Pero como ocurre cuando la vida transcurre tan despacio y su respiración parece tan vieja, aunque de vez en cuando se remueva algo el polvo, enseguida vuelve a depositarse sobre la rutina, como si nunca nada hubiera ocurrido. Los saludos se perdieron detrás de las puertas de cada consulta, y los días fueron espaciando los encuentros hasta hacerlos casi casuales. El runrún de los pacientes escupía de vez en cuando algún reproche hacia el nuevo, que se solucionaba con un cambio de médico que era aceptado con inevitabilidad circadiana, porque ya nadie quería remover el polvo, ni había ganas de duelos al sol a ver quien desenfundaba antes. Aquel tipo salía al acabar la mañana con su cartera de cuero trasnochada despidiéndose educadamente de quienes encontraba a su paso, con la frialdad de quien ya ha puesto el ojo en el siguiente objetivo y no piensa dejar ni el más mínimo rastro de que alguna vez anduvo por allí, ni aunque peinase su consulta el mismísimo jefe del CSI Las Vegas.