lunes, 26 de junio de 2017

Redes

La oncóloga lleva al menos media hora ante la pantalla del ordenador. Relee una y otra vez los tres párrafos. Destilan odio del puro, del que se ha ido mezclando con la bilis y ha salido amargo por los dedos buscando hacer daño, mucho daño. Y lo ha conseguido. Desliza hacia abajo el ratón repasando cada uno de los comentarios, viendo como poco a poco la bola de nieve va tomando vida propia, como la ráfaga de viento va convirtiéndose en un huracán con ella en el centro. Pero en este caso no hay paz y tranquilidad en el ojo del huracán: hay pena, rabia y muchas lágrimas.


No era fácil ser oncóloga. Los fracasos pesan en el alma mucho más que los éxitos, porque nadie te prepara para los fracasos, porque olvidamos que al fin y al cabo, la vida es el eterno fracaso ante la muerte. Pero a ellos se les exige la lucha continua, ser paladines de una causa que amenaza siempre con arrollarles, como si fueran seres mitológicos capaces de vencer al dragón más fiero. Pero no son más que médicos enfrentándose a enfermedades terribles que se enseñorean de las personas, maltratándolas como a galeotes sin futuro. 


Había tratado a aquella mujer durante tres años. La había visto venir a su consulta con su marido y esa joven a quien miraba con orgullo de denominación de origen maternal. Habían digerido como buenamente habían podido la incertidumbre, agarrándose al estereotipo de la lucha, tópicos en la que todo el mundo se siente cómodo al principio porque parecen marcarte un camino, y un camino es lo que te hace falta cuando no sabes siquiera si merece la pena empezar a caminar. 

Y también había visto como el estereotipo la dejaba agotada, arrinconada contra las cuerdas de los venenos que la metían por las venas y que desafiaban los límites de la ciencia y de la resistencia humana. Y como sonreía cuando su marido y su hija insistían en transformarla en una soldado firme en su trinchera peleando contra todo un batallón de caballería. Y ella intentaba sonreír con los labios resecos porque su sonrisa frágil y dolorida proporcionaba algo de calma a los ojos inquietos y violentos de aquella joven a quien quería con toda su alma. 

Había visto esas escenas cientos de veces en su vida. Sabía que conviviría con ellas desde el momento en que decidió que aquel sería su camino, no recuerda muy bien cuándo. Sí podía reconocerse en la joven médica que ansiaba conseguir un éxito tras otros, arrancar de las fauces del gigante a quienes daban ya todo por perdido. Quién no se ha visto a sí mismo alguna vez como un héroe romántico. Y ahora estaba sentada frente al ordenador, notando que las letras se iban volviendo borrosas a medida que los ojos y las mejillas se humedecían. 

Escuchaba en la lejanía a su marido hablar de querellas, de denuncias, y llamadas a la policía, mientras secaba su cara con la manga del pijama y releía una y otra vez. Recordaba cada minuto de aquella noche. La habitación en penumbra, con solo una pequeña luz sobre la cabecera. La mujer harta de ser soldado, con los ojos cerrados, los pómulos sobresalientes hundiendo apenas la almohada, una respiración casi imperceptible anunciando su retirada. La joven sentada junto a la cama cogiendola la mano sin un atisbo de la arrogancia juvenil en su mirada, sino con los ojos transformados en los de la niña aterrorizada que la pedía que no le dejara sola por la noche. Un paso por detrás de ella, el marido, incapaz de soportar el dolor. 

Había asistido visto toda esa pena demasiadas veces. Siempre se sentía como una nota discordante. Despacio, se dirigió a la puerta. Abrió con cuidado y antes de salir, sus ojos se cruzaron con la mirada desconsolada de aquella joven-niña, absolutamente perdida. Le sonrió con toda la calidez de que fue capaz. Fue como una caricia en la distancia. Y ahora leía que se había reído de aquella mujer moribunda. Y la gente lo comentaba y la juzgaba con la dureza de Nuremberg, como a una criminal de la Gestapo. 

Y sabía que no podría hacer nada. Que ninguna de aquellas personas que conformaban su jurado popular la conocían ni la conocerían nunca, que nunca sabrían con qué dolor cerró aquella puerta, con cuánta tristeza compuso esa sonrisa, con cuantas imágenes de aquellos tres años se iría aquella noche a la cama. Ninguna de aquellas personas que sostenían en sus manos las piedras con las que la apedrearían sabia con cuánta pena leerían aquellas frases sus padres, sus hermanos, sus amigos, ninguna sabrían nunca lo cerca que estaría de abandonar su vocación, de dejar abandonada la terrible mochila que cada día le iba pesando más, hasta sentirse incapaz de soportarla a su espalda. 







domingo, 18 de junio de 2017

La medicina

 La medicina no es una profesión como cualquier otra. 

1/ Se está cerca de la muerte (y se certifica).

La habitación estaba oscura. Los encajes de la cortina apenas dejaban pasar dos o tres rayos de sol que convertían el escenario en fantasmagórico. La cama era alta y bajo las colchas ella apenas movía delicadamente el pecho, con los ojos cerrados y los rasgos afilados que el médico ha visto en tantas ocasiones. 

Huele a colonia Lavanda derramada a mares intentando disimular el olor nauseabundo que se ha empeñado en amargarle sus últimos días desde un abdomen podrido. 

En el aparador reposan ordenadas tres o cuatro jeringuillas sobre una hoja escrita en trazos gruesos de rotulador. 

La vida se lo está tomando con calma pero la muerte no tiene prisa. Ya se enseñorea de todo como la auténtica dueña. 

El médico acerca su oído a la boca de la mujer y percibe aún con mayor claridad la descomposición. Luego acaricia delicadamente la piel de porcelana china. 

Volverá al terminar la consulta. Seguramente ya se habrá ido. 


2/ Se entra dentro del cuerpo

La residente está un tanto incómoda sentada en un taburete que la hace sobrepasar al tutor y a su paciente en una cabeza. No hay mesas entre ellos, están sentados unos junto a otros como si fueran unos amigos en una cafetería. Fue de las cosas que más le sorprendió desde el primer día. 

- Hoy no vengo preparado. 
- No te preocupes. Quedamos en unos días. Pero tendré que mirarte la próstata. 
- Buff, no quisiera. Ya sabes que no me lo han hecho nunca, y es una cochinada. 
- Te prometo que seré muy delicado. Si quieres te canto algo. 

El paciente sonríe con la broma y la residente se pregunta cuántos años tardará en poder hacer esa Medicina. 


3/ Se toca la piel, incluso lugares íntimos

Está tumbada en su cama articulada. Le cuesta mover los kilos, mucho más desde que lleva esos clavos de acero en las piernas. Cuando el médico y su residente llegan a verla, intercambian las bromas de rigor que se han convertido en válvulas de escape del dolor de la vida. Y ambos lo aceptan tal cual. 

Pero ahora, al intentar colocarse, la cara escupe un rictus que no puede pasar inadvertido para nadie. Con cuidado, se remanga el camisón y separa las piernas.  Una úlcera tremenda enmarca sus genitales. El médico se coloca un guante azul y con delicadeza palpa la úlcera. El grito de dolor le pilla desprevenido y retira el dedo. 


4/ Se penetran todos los orificios

- ¿Qué, vienes ya preparado?
- Joder

El paciente se levanta cabeceando y se coloca junto a la camilla. Empieza a desabrocharse torpemente el cinturón. El médico le pone una mano en el hombro y le explica despacio como colocarse. Él se baja los calzoncillos sin apartar la mirada de la pared. 



5/ Se indaga en la mente, lo íntimo y lo oculto

El paciente entrecorta sus frases con nudos en la garganta que parecen avergonzarle y le hacen bajar la vista. Se quita las gafas y saca un pañuelo de tela de los de toda la vida. 

Acaba de explicar al médico por qué quiere quitarse la vida cada lunes por la mañana, cuando regresa a su casa junto a su mujer y su hija tras haber estado trabajando todo el fin de semana en un restaurante en la capital. Le ha contado por fin que está profundamente enamorado del jefe de cocina, un mocetón moreno de rizos agitanados que le quitan la respiración. Y que no soporta volver a una vida que le pesa como un muerto. 

Dice que no lo volverá a hacer, pero no es eso lo que el médico lee en sus ojos. 


6/ Se cambian causas de muerte

- Lo siento, no tengo ni idea de por qué ha muerto su madre. Según me dicen en la residencia esta mañana están bien, hablando y comiendo con normalidad. Y esta madrugada, cuando han hecho la ronda los auxiliares de noche, se han asombrado de encontrarla fallecida y me han llamado. 

- Ya, ya sé que ustedes no quieren líos, que no quieren ni oír hable de autopsias o de retrasar el entierro

El médico cuelga el teléfono, y mientras rellena el certificado de defunción, alejándolo un poco para que las letras no se emborronen, piensa en lo triste que debe ser morirse a cien kilómetros de tus seres queridos, en una habitación con olor a orina y a sudor. 

Causa inmediata de la muerte: Infarto de miocardio.  


 7/ Se elimina/alivia el dolor patológico

El anciano necesita sus rodillas para pasear por la playa de Gandía, para mirar a las alemanas ponerse del color de los cangrejos mientras se come un helado de cucurucho de esos que le tienen prohibido todos los médicos menos el suyo de cabecera. 

Se tumba en la camilla esperando, aunque sin miedo. No es la primera vez que ve al médico trastear con las agujas y las jeringuillas. Bromea con la vidorra que le espera en la playa mientras siente entrar la aguja y una quemazón intensa. Ya se ve con las olas golpeándole en los tobillos. Sonríe. 


 8/ Se contribuye a la paz/bienestar social

Ella viene a última hora, sin cita, como casi siempre. Llega contenta, con una carpeta de papeles bajo el brazo. Por fin le han concedido esa pequeña pensión que había solicitado. Viene a darle las gracias por haberle rellenado los papeles y haber hablado con la trabajadora social. El médico le quita importancia pero ella intenta darle un beso en la mano. El siente que apenas ha hecho nada, piensa en todo el tiempo que no puede dedicar a ese hombretón que siempre que le ve en el sillón de su casa, sonríe bobaliconamente desde su cerebro medio deshecho. 


Historias basadas en la primera parte de un texto de Juan Gérvas publicado en una serie de tweets en Twitter el 24 de mayo de 2017. 




domingo, 11 de junio de 2017

Pasaba por aquí

Son las dos de la mañana y estoy agotado. Arrastro una semana de trabajo y ese pequeño festín de los sentidos que es despertarse por el canto de los pájaros en lugar de por el arpa del iPhone el sábado tendrá que esperar a mejor oportunidad.

No está siendo una guardia excesivamente dura. Todos los bichos del mundo parecen empeñados en picotear las extremidades de los lugareños, que han olvidado las enseñanzas de sus abuelos porque quedan antiguas en la moderna era tecnológica del pinchazo de Urbason y hoja de urgencias. Las fiebres se ceban en los infantes sintiéndose en su salsa en los cuarenta grados a la sombra de la estepa castellana y se ríen juntas de Apiretales y Dalsys rojos y naranjas. 

La vida sigue igual. El termómetro se lleva por delante a los antihipertensivos que provocan más borracheras que el anís de El Mono, y a los ancianos demenciados a los que se les secan las faringes y se olvidan de tragar, o si lo hacen están abocados al terrible castigo de la aspiración bronquial.  

Pasan las horas como si tuvieran ciento veinte minutos. Ya ni se respeta la canicula de las cinco de la tarde, reposar la cabeza y cerrar los ojos es una utopía que la chicharra del timbre se encarga de asesinar antes de que nazca. 

Casi todos los compañeros que conozco en similares circunstancias alargan las últimas horas de la madrugada esperando el timbrazo final como quien espera el "podéis ir en paz" de la Misa. Y suele llegar inevitablemente, como la lluvia que se hace de rogar en otoño. 

Luego arrastrando los pies nos metemos en la cama con un cansancio extremo que no quiere dejarse sin repasar ni un solo músculo, y que, tarde o temprano, nos arrastra a una inconsciencia superficial y miedosa. 

A las dos vuelve a sonar el timbre. Hay malos sueños tan reales que son la realidad. Los zuecos están en algún lugar de las profundidades oscuras de la habitación y los pies pesan como si por error nos hubiéramos puesto las botas de plomo de un buzo. 

Cuesta enfocar, pero en la puerta esperan padre, madre y preadolescente, bien vestidos y peinados, en contraste rabioso y vergonzante con el pijama arrugado y el pelo desordenado de enfermera y médico. 

-Al niño le duele mucho la garganta desde esta tarde. Estuvo tomando antibiótico hasta hace tres días pero hoy le ha vuelto a doler y como no se le pasaba con el Espidifen que le hemos dado, le hemos traído por si el antibiótico no ha sido efectivo. 

-¿Te dolía tanto que te ha despertado y te has levantado de la cama para venir?

Me gusta hacer esta pregunta en verano, porque aunque se la respuesta, no puedo evitar el placer malsano que me da escucharla. Masoquismo será.
El padre sonríe con sonrisa franca, como si estuviera a punto de invitarme a un cubata. 

-No, -responde. - Estábamos cerca en una terraza y como pasábamos por aquí...

Entonces me vuelve todo el cansancio de golpe, como si me hubiera puesto un abrigo de tedio, y recuerdo una guardia hace dos mil años, las fiestas de un pueblo, un descanso brevísimo estirando las piernas y el cerebro sobre el camastro, interrumpido aún en el limbo de la consciencia por un sujeto sonriente que sujetaba en la mano un vaso de tubo con los hielos medio desechos tintineando al moverse, y que me cuenta arrastrando un poco las palabras cómo lleva más de dos semanas con un terrible picor en el comprometido orificio de desagüe posterior, y que, aprovechando las horas y puesto que pasaba por la puerta, le había parecido la gran idea del siglo venir a mostrármelo a mi. 

Solvento la papeleta actual con la profesionalidad que me faltó en aquella ocasión más juvenil y sanguínea, y despacho a los paseantes con la muletilla del paracetamol y el agua después de haber gastado un depresor y media neurona, cuando suena el teléfono y nos marchamos a tratar de remediar lo que pocas veces tiene remedio. 

¡Qué cansadas se hacen a veces (siempre) las guardias!





lunes, 5 de junio de 2017

Diagnostiquitis

Las primeras veces tienen siempre un deje de ternura que les da la distancia, ese toque ligeramente triste del paso del tiempo, de la juventud perdida, ese reconocer el corazón aún maleable, capaz de recibir improntas perdurables. Eso cuando las recuerdas con el tiempo, claro. Porque en el momento de recibir la impronta a veces te sienta como una patada en las entretelas, de esas que te dejan tocado y durmiendo poco, como si todas las noches fueran de verano tórrido y sabanas sudorosas.


Yo andaba intentando mantener la cabeza fuera del agua, o al menos las coanas, porque mi primera experiencia como capitán de navío de mi propia consulta tenía en la proa un agujero por el que cabía el Titanic de lado y la orquesta se empeñaba en tocar mientras yo rellenaba mil y un papeles, repetía consulta tras consulta insustancial sin el más mínimo valor, me enfangaba en medicalizaciones de todos los colores y protocolizaba lo protocolizable en una orgía de horas frustrantes sin fin sentado detrás de una mesa medio escondido detrás de la pantalla del ordenador, en el que, por cierto, había cargado ciento una canción para poner una melodía de fondo a tantísimo desastre. 

En semejante panorama, las visitas a domicilio descuadraban la fantasía de orden, empujando mi vida hacia un caos que me sentaba como un tiro. Salía en el coche inquieto por el retraso que acumularía, las malas caras que soportaría y convencido de que ese día casi me daría tiempo a escuchar El Larguero en la carretera de vuelta a casa. Pero el malestar me duraba lo que tardaba en llegar al domicilio, y quedaba, de forma asombrosa para mí, enterrado en una extraña sensación de alegría, un sentirse a gusto uno dentro de su piel que, sin yo saberlo en aquel entonces, eran todos los sentidos de mi cuerpo gritándome que esa era realmente mi Medicina. 

La casa era una de esas construcciones de pueblo hecha a golpe de capricho de albañil, con recovecos y poca luz. Olía a agrio desde la puerta de entrada, un olor a pobreza que impregnaba las paredes y que no quitaría ni una inundación de KH-7. Era la primera vez que iba. Ella había sido una de mis mejores clientes desde que aterricé en el pueblo; acumulaba entre sesenta y setenta capítulos del Harrison ella solita. Tenía bien asimilado el concepto tan político de usuaria, y desde luego, le daba uso y disfrute a todo lo que la sanidad podía ofrecerla. Yo, joven y pagado de mí mismo, había intentado reconducirla asegurándola que tenía entre mis manos la respuesta a casi todos sus males, pero sí a Hércules le hubieran encargado ese trabajo, hubiera acabado repartiendo en Telepizza y no en el Olimpo. 


Resumidas cuentas: una lucha sin cuartel sostenida a lo largo de los años en batallas semanales, a veces dos o tres por semana, con armisticios ocasionales firmados en partes de interconsultas y en más de una ocasión, un deseo irrefrenable de romper mi espada y rendirme incondicionalmente. Ahora que golpeaba en el cristal de la puerta de su casa, caía en la cuenta de que llevaba un tiempo sin verla, y toda la extrañeza que mi subconsciente debía llevar acumulada explotó de pronto. 

Ella estaba tumbada en un camastro colocado en el cuarto de estar. Se tapaba con dos o tres mantas de las que Napoleón dio a sus muchachos cuando vinieron por aquí. En el suelo había unas bragas abandonadas junto a un orinal. Estaba despeinada, vestida con una bata, con la mirada perdida. 


Su marido me entregó unos papeles del hospital que empecé a leer mientras la saludaba. Me contestó con una retahíla ininteligible. Tampoco la preste mucha atención, porque lo que leía me iba absorbiendo. Había pasado más de un mes ingresada, un mes de pruebas y más pruebas que habían sacado a la luz unas manchas en el hígado y en un par de vértebras que no presagiaban nada bueno. Aquella fue la primera de muchas visitas, aunque, curiosamente, prácticamente desaparecieron esas nimiedades que le hacían buscar antes mis diagnósticos, y fueron sustituidas por apariciones esporádicas en la consulta en las que me hablaba de sus visitas a los médicos del hospital y en las que entre ambos repensábamos los tratamientos y las pruebas que una y otra vez le solicitaban, aunque después su hijo, el que aún le quedaba soltero y transitaba por el mundo con una maleta repleta de hipocondria, deshacía nuestras conciábulos imponiendo la lógica racionalidad del peso de la ciencia hospitalaria. 


Fui una y mil veces al pie de aquel camastro de la guerra de la independencia. Siempre que su marido venía a la consulta a contarme que tosía, o le dolía la tropa o cualquier cosa, buscaba el hueco para ir a verla. Allí me encontraba el papel que dejaba la gente de paliativos, que cada cierto tiempo me enviaba un fax para contarme lo que ya sabía. Yo me limitaba a ajustar los calmantes porque ella no soportaba que se le fuera la cabeza. Pasaba cada vez más tiempo en la cama. Se quejaba de dolores en los brazos y las piernas, que tratábamos lo mejor que podíamos aún a costa de que algunas veces dijera alguna tontería y confundiera a su marido con su hijo. Yo sabía que detrás de esos dolores podía  haber células creciendo salvajemente y devorando sus huesos, pero no veía necesario añadir más etiquetas que las que ya nos acompañaban. 

Un día se presentó su hijo en la consulta. No tenía cita, pero le deje pasar temiéndome cualquier cosa. Se sentó frente a mí y me lanzó un sobre grande marrón sobre la mesa. Contenía unas radiografías de una columna lumbar con dos vértebras hechas puré. Mientras las miraba, soporté estoicamente un discurso muy bien elaborado sobre mi incompetencia. Cuando terminó le pregunté cual había sido la decisión tomada a la luz de ese diagnóstico. Me contestó que por supuesto reposo y calmantes, pero que al menos ahora sabían lo que tenía su madre. De postre, me pidió una radiografía del hombro para valorar el dolor que arrastraba en los últimos meses, no fuera a ser otra fractura sin diagnosticar. 


Se marchó con el volante para hacer a su madre otra radiografía, sin querer escuchar los torpes intentos de explicarle mis por qués. Cuando terminé la consulta, ya de noche cerrada, volví a su casa. Asomaba apenas la cara bajo sus mantas de campaña. Hablamos de los calmantes que le habían mandado, pero me explicó que tampoco tenía tanto dolor y que se apañaba con los míos, para que así no se le trastocaran las ideas. Su hijo ya le había contado que tendría que hacerse otra radiografía del hombro, y ella estaba tan contenta, no fuera a ser que lo tuviera roto. Me fui a mi casa jodido, porque, como ya he dicho, las primeras veces ganan mucho con el tiempo.