lunes, 18 de marzo de 2019

La tormenta perfecta

Un simple vistazo a la agenda de aquel lunes le había bastado al viejo tutor para soltar la frase con aire de exabrupto, dejando sorprendido al joven residente, aun en fase de acostumbramiento a las salidas estentóreas del maestro por las peteneras más insospechadas. ¿La tormenta perfecta? El médico sonríe, consciente del batiburrillo que poco a poco va provocando en el aprendiz con sus salidas de pata de banco.

- Todos los médicos de cabecera del mundo tenemos una serie de pacientes de categoría especial, tres estrellas Michelin ganadas a pulso, labradas en horas y horas de dedicación, paciencia, alegría y desesperanza, con momentos de euforia y momentos de mandarlo todo al carajo. Son relaciones tan intensas como agotadoras, tan satisfactorias como desesperantes, tan tiernas como ásperas, tan plenas como absolutamente vacías. No son muchos, o al menos no deberían serlo, quizás una docena, puede que quince, no muchos más. Pues bien, la presencia (por otro lado bastante habitual) de uno de ellos en la agenda, te asegura una consulta entretenida. Si las casualidades temporales unen a dos de ellos en el mismo día, el desgaste está servido, serán casi inevitables retrasos, murmullos en la sala de espera, y puede que un cansancio plomizo al cerrar la puerta tras ellos. Pero ay del día en que aparecen tres en la misma lista. Ese día, querido padawan, ya puedes ser George Clooney que no te librarás de sucumbir a la tormenta perfecta.

Sin más explicaciones, el médico señala tres nombres en la pantalla del ordenador y escenifica un ahogamiento por inmersión busterkeatoniano mientras se pone de pie para abrir la puerta de la consulta, da los buenos días y suelta un chascarrillo desengrasaste, como ya le ha visto hacer cada día el residente, con la naturalidad de quien maneja los tempos como un maestro de la escena.

El tiempo ha ido pasando por ambos como una apisonadora. En un papel garabateado junto al teclado hay dos nombres agrupados por un círculo con la palabra domicilio junto a ellos. El teléfono ha sido un auténtico infierno, martilleando como una ametralladora sobre la trinchera y la hora y media de retraso con la que entra el último paciente de la lista es la demostración palpable de que la tormenta perfecta ha cumplido las expectativas profetizadas por el tutor, eso y los hombros caídos con los que le acompaña hasta la puerta al terminar, que traslucen un cansancio inmenso de ahogado sin remedio.


Hay tres personas esperando que le miran con expresiones culpables. El médico les dice que apenas quedan quince minutos para cumplir el horario y tiene a dos ancianos esperando en sus casas su visita. Aunque sus expresiones rebosan culpabilidad, ninguno de los tres hace ademán de mover un dedo. El médico despacha a los dos primeros por la vía rápida. Son consultas breves, más producto del miedo que de la realidad, y contra ese miedo, la seguridad con que les trata resulta balsámica. El tercer paciente se mueve con dificultad, arrastrando el lado derecho de su cuerpo, como siempre desde que le conoció hace mas de doce años, pero entorpecido por una buena sarta de kilos que han venido sin invitación y para quedarse. Entra disculpándose con su voz tan torpona como su cuerpo, trastabillante, atropellándose unas palabras a otras.


El médico está intranquilo, mirando el reloj. Inicia un interrogatorio rápido allí mismo, de pie, mientras cierra la puerta. Y empieza a impacientarse con las respuestas titubeantes, las frases contradictorias. Le acompaña hasta la camilla; tumbarse es complicado y el paciente queda descolocado, medio ladeado. Parece cada vez más aturdido por el tableteo de preguntas, como si fuera incapaz de colocarse en la camilla y contestar al mismo tiempo. El residente intenta ayudarle mientras el médico consigue ir aclarando la historia, y con las respuestas inconexas construye un relato que el pobre paciente va aseverando un poco atemorizado de no dar con la respuesta correcta, mientras el residente palpa su hipocondrio derecho, registra sus ruidos hidroaéreos y descarta un peritonismo que hubiera resultado la mar de inoportuno.


Finalmente recupera la deficiente verticalidad y también las retahíla de excusas, descargando en su callada acompañante las culpas por las molestias tardías. El médico detiene el discurso, perfectamente consciente de que se ha comportado como el policía villano de una mala serie, y se intenta disculpar por las prisas y por la brusquedad del interrogatorio. El reloj ha pasado tanto de la hora que ha dejado de incordiarle, y después de explicarle despacio sus conclusiones y proponerle un plan para los próximos días, le acompaña a la calle a su ritmo, irregular y cojeante, mientras el residente recoge sus cosas y va apagando el ordenador, El hombre se marcha calle abajo mientras el médico espera al joven junto a su coche, con la sensación amarga de haberse ahogado en la tormenta perfecta, de haberse caído al mar con un bloque de granito en los pies que lleva grabado la ley de cuidados inversos de principio a fin, y haber sido un cobarde incapaz de dar las últimas brazadas desesperadas para permanecer a flote tan solo unos minutos más.


Arranca el coche para visitar a esas dos personas que aun le esperan, callado, pensando en cómo va a explicárselo al joven residente.



















martes, 5 de marzo de 2019

Guardias y demás

Hay que llevar años en esto de irse a la cama con un cansancio de corredor de maratón, sintiendo el sollozo de la sangre deslizándose por los tobillos hinchados, suplicando por el decúbito como si fuera la última voluntad del condenado a muerte. Hay que llevar años comprobando que la puerta de la calle quede bien cerrada, que el teléfono funcione, pasando revista a los bajos de la cama para descubrir algún. huésped no deseado. Hay que llevar años acostándose vestido y encabronándote por ser incapaz de cerrar los ojos y dejarte llevar, taquicardizándote a medida que se acerca el ruido del motor, e intentando recobrar el ritmo sinusal cuando sientes que se aleja carretera adelante. Hay que llevar años sabiéndote el último mono de la cadena, con los civiles en algún lugar en cuarenta kilómetros a la redonda, perdidos en la humedad oscura de cualquier sembrado, dispuestos a echar una mano intimidatoria, con la retórica de sus uniformes verdes y sus cartucheras, a los que ves como a los ángeles de los cuadros de Murillo, aunque hayas sido el amigo más ácrata de Bakunin.

Hay que llevar años en esto de la soledad de las guardias rurales para desear cumplir cincuenta y cinco y que algún alma caritativa crea que esas taquicardias nocturnas pueden convertirse en locas fibrilaciones irreversibles, y decida que igual ya está bien de tragarse esas noches insoportables. El médico de esta historia lleva años en esto, sintiéndo como se le agria el carácter cuando se acercan esas noches, noches con la misma soledad y el mismo miedo que el primer día.

 El timbre a las dos y media suena en la nebulosa de la primera cabezada, como suele ser su costumbre. Cuesta encontrar los zuecos, se pone a prueba el equilibrio y la orientación, que parecen trabajar más por inercia que por consciencia. Cuando el médico alcanza el portón de cristal, las luces de una ambulancia empiezan a moverse y se largan con viento fresco calle arriba. Hay una silueta junto a la cancela, esperando la apertura automática. No es habitual que la ambulancia actúe como una furgoneta de reparto con prisas, los búhos nocturnos suelen intercambiar palabras de consuelo y buenos deseos. Resultan extrañas tantas prisas.

El individuo viene bien abrigado, vestido de un oscuro que no puede ocultar la suciedad acumulada. Lleva una gorra de lana que intenta sujetar unas rastas rubias con escaso éxito. Da las buenas noches educadamente y en la misma puerta inicia un despliegue verborreico que tiene la virtud de aturdir al médico y de hacerle saltar hasta la última alarma en el cerebro embotado y adormecido. El discurso contiene conspiraciones, denuncias, cuadro de síntomas con diagnósticos diferenciales, recriminaciones a la sociedad y al statu quo, quejas por abandono y un remate final sobre estancias en prisión y huidas al norte para perderse en el horizonte del mar, antes de ser envuelto de nuevo en una bruma conspiranoica, todo rematado por la petición final de ser trasladado a la capital en una ambulancia que le permita encontrar allí un hostal donde pasar la noche.

A esas alturas, las alarmas del médico vienen a ser algo parecido a las de Chernobil dos minutos antes de joderse el reactor. Intenta la salida del profesionalismo distante y supremacista, y muy en su papel, le pide que se descubra de cintura para arriba, iniciando todo el ritual auscultatorio, la búsqueda de pulsos radiales y yugulares y el constanteo de saturaciones, tensiones sistólicas y diastólicas y frecuencias cardiacas, intentando utilizar el bálsamo de la normalidad que transmiten los datos para serenar al sujeto y a sí mismo. El individuo insiste en un dolor torácico molesto, así que el médico aprovecha la aparición de la enfermera, alertada por el ruido de las conversaciones y el cacharreo, y le pide un electro. Después se entrega con fruición a la redacción de un informe tecnicista que va verbalizando al mismo tiempo, anticipando una resolución que al individuo no le satisface lo más mínimo.

- Pero yo quiero que me mande al  hospital a que me hagan más pruebas
- Lo siento pero lo veo innecesario. No son necesarias más pruebas que las que le he realizado.
- ¿Qué debo hacer entonces para que me mande al hospital, salir ahí fuera y abrirme la cabeza, ahorcarme? Al menos si me manda al hospital, cuando me den de alta estaré en la capital, y allí hay hostales donde pasar la noche.
- Entonces lo que me pide es transporte a la ciudad.
- Allí es donde pensaba que me iban a llevar cuando llamé al 112.

La conversación se va haciendo densa, tensa. Suena el timbre. Es raro que ese sonido a aquellas horas provoque alivio, pero alguna vez tenía que ser la primera. Un dolor de muelas nocturno es la oportunidad para rebajar la tensión. El médico le pide con toda la amabilidad del mundo que le permita atender al nuevo paciente, pero antes le ofrece llamar a la Guardia Civil por si ellos pudieran ayudarlo. El sujeto acepta y el médico pega un resoplido interior que está seguro de que ha debido ser perfectamente audible. El doliente nocturno no supone un gran reto, y reconfortado con su calmante, deja al médico colgado del auricular al habla con el cuartel de los civiles. El nombre y los apellidos son reconocidos al instante por el interlocutor que recomienda no intentar hacer nada hasta que llegue el séptimo de caballería, advirtiendo al médico de que esos añitos entre rejas fueron por un apuñalamiento, una noticia que tiene efectos hipotensores, vasovagales y casi laxantes.


El médico vuelve a llamar al individuo y le avisa de que en breve llegará la patrulla. Aunque está convencido que hablar con él es la mejor manera de dejar pasar esos minutos, no es fácil mantener una conversación porque el hilo argumental está trufado de rencores familiares, reproches que no dejan títere con cabeza, legalismos farragosos con articulados y apartados, juramentos de vida sana entremezclados con recriminaciones a todo lo que se menea, un diálogo de frenopático. Mientras estimula ese torrente discursivo, no puede evitar verse a sí mismo y a la enfermera tan pequeños y frágiles, él con su pijama blanco, ella verde, con los escasos sesenta o setenta centímetros de mesa parapetándoles.

Se escuchan los inconfundibles sonidos metálicos de las voces en los walkie-talkies. La enfermera dejó la puerta abierta cuando salió el paciente del dolor de muelas, y hacen su entrada cuatro mocetones de verde y fluorescente con las manos apoyadas en los correajes y ese tono de voz seguro e intimidatorio a partes iguales, poniendo fin al sainete como terminan las buenas obras de teatro, con un mutis por el foro, los pasos cansados devolviendo al médico y a la enfermera a una cama en la que dar vueltas a babor y a estribor como si así fuera diluyéndose poco a poco la adrenalina.

Hay que llevar años en esto, sin duda, hay que llevar años.