lunes, 10 de diciembre de 2018

Prestigio

El joven se traga la sopa sin apenas levantar la vista del plato. Escucha a su padre hablar sin parar, contar anécdotas de quirófano que sabe que desagradan a su pareja, que sin embargo está aguantando fenomenal el tipo, aunque, como ha advertido, desde que las peripecias empezaron a ponerse sangrientas, la sopa se va enfriando en el plato de la chica probablemente al mismo ritmo que crece el nudo que se le debe estar formando en el estómago.

Cuando la casquería amenaza con inundar todo el mantel blanco purísima con sangre y vísceras, el joven se atreve a pedir a su padre que detenga la retahíla de sucedidos y deje a la joven terminar en paz la comida. Entonces le mira con esa mirada que siempre le ha resultado tan molesta, una mirada entre el asombro y la decepción, como si fuera incapaz de entender que exista gente que pueda querer escuchar ninguna otra cosa.

Se hace un silencio incómodo que su madre aprovecha para lanzarse de lleno al terreno inquisitorial, iniciando el tercer grado que definitivamente anula cualquier oportunidad de que la comida termine en el estómago de la joven. Estaba seguro de que los servicios secretos soviéticos eran menos minuciosos que su madre, quizás otro gallo les hubiera cantado teniéndola a ella de directora de la KGB. Sonríe en silencio mientras consigue terminar su sopa.

Era la primera comida en la casa familiar desde que estaban juntos. Todo había empezado en cuarto de carrera y ahora, dos años después, a punto de empezar a prepararse el MIR, habían decidido poner las cartas boca arriba y dejarse de medias verdades. Estaban allí para contar que habían decidido irse a vivir juntos, algo que era prácticamente una realidad desde el primer día. El sabía que la noticia no les haría una ilusión brutal, pero la mejora espectacular en sus notas desde que la había conocido era un motivo de peso suficiente como para atemperar reproches casi victorianos y muy provincianos. Así que se habían lanzado a esa primera comida de domingo, después de una semana de entrenamiento repleto de angustia para él y de risas para ella, mucho más dispuesta a relativizar la importancia del acontecimiento, que no le había quitado ni un segundo de sueño.

Pero él llevaba unas ojeras delatoras que, cuando atrajeron los reproches de su madre, enseguida atribuyó al arreón final en los estudios, lo que le valió una reprimenda de esas melosas que suben el azúcar en sangre. Y aunque sentía siempre que estaba con sus padres esa inquietud de los jóvenes enfrentados a las generaciones anteriores, a lo que tenía verdadero miedo era a la reacción de sus padres, a la reacción de su padre, cuando soltara su bomba H, lo que de verdad le había llevado allí esa mañana de domingo.

No le había dicho nada a ella porque no era una decisión que hubiese llegado después de largas conversaciones, después de pros y contras, de análisis fríos o calientes. Era una decisión que, simplemente, había crecido dentro de él haciéndose casi autónoma, tan fuerte que desde que la aceptó en su interior, se hizo dictatorial, se convirtió en el patrón oro con el que juzgaba todo lo demás: quería ser médico de cabecera.

Cuando la comida terminó, todos recogieron los platos de la mesa, despejándola para tomar un café y prolongar la sobremesa. Los jóvenes sin necesidad de hablar, sabían que aquella sobremesa estaba diseñada para sus fines. Él había empezado a armar su bomba atómica, su plan dentro del plan. Su padre volvió con los cafés en una bandeja y le pidió a la joven que le acompañara a ver unas placas que brillaban en la estantería del salón. Estaban colocadas entre fotografías que le retrataban a distintas edades, recogiendo premios, apretando manos, posando ante las cámaras con un pequeño en brazos. La chica permanecía atenta a las explicaciones, hacia preguntas, leía las inscripciones, mientras el chico tomaba su café, viendo a su padre pasar de la hinchazón orgullosa, a la voz quebrada por la emoción recordando a su abuelo, el primero de la generación de cirujanos que se suponía que él tendría que perpetuar. En su cabeza podía oír perfectamente el tic-tac del temporizador de su bomba; casi le hacía gracia, si no fuese porque estaba totalmente acojonado.


Ella no tenía familia de médicos. Era hija de profesores de literatura, a los que les resultó extrañísimo que a la niña le diera por jugar desde pequeña con fonendos de plástico con los que exploraba a todos sus muñecos concienzudamente. Así que se limitaron a apoyar a su hija y a lamentar que la quedara tan poco tiempo para leer alguna otra cosa que no fueran libros de patología médica. Se esperaba la pregunta sobre la especialidad que queráis hacer. Tenía una conciencia feminista muy arraigada que era una de las herencias que atesoraba con más cariño de las mujeres de su familia, y estaba decidida a convertirse en ginecóloga, simplemente porque creía que podría cambiar algunas cosas. El cirujano pareció satisfecho con la elección, aunque discrepaba en los motivos, le rechinaba terriblemente todo aquello de la violencia obstétrica y la verdad, a él el feminismo le sonaba a chino cantonés.

- A mi no me has preguntado-. La frase eran los últimos sesenta segundos del detonador de la bomba. 
- ¿Cómo que no te he preguntado? 
- No, nunca me has preguntado qué especialidad voy a hacer

Las sonrisas en las caras de todos traducían lo que pensaban de esas frases: que se trataba de un juego  inocente, ganas de enredar del chaval. Cinco segundos, cuatro, tres...

- Quiero hacer Medicina de Familia. Quiero ser médico de cabecera. Es la Medicina que he querido hacer siempre, es donde podré ser la clase de médico que quiero ser. No quiero estar en un hospital, no quiero ser cirujano, quiero ir a ver a los ancianos a sus casas, quiero que cada paciente me sorprenda, que podamos reír y llorar en la misma consulta, que pueda resolverles la mayor parte de las cosas que les ocurran, quiero verles en sus ambientes, entre sus amigos, con sus familias...

La joven se sentó y empezó a tomarse su café sin apartar sus ojos de él, como si estuviera atrapada por la determinación que expresaban. Su padre se quedó de pie junto a la estantería, con la mano sobre uno de sus premios.

- Pero, pero... la tradición familiar, los premios, la gente, el prestigio...
- La tradición familiar es que seamos médicos, yo ya la he cumplido. La gente, los premios, el prestigio: sabes que soy el hijo más orgulloso del mundo, pero no necesito nada de eso. Quise ser médico porque entendí desde niño que era nuestra forma de ayudar, de hacer crecer esta sociedad. Eso es algo que tu me enseñaste, así que gracias por ayudarme a convertirme en médico y en cierto modo, por ayudarme a encontrar el camino para ser la clase de médico que quiero ser.

El café se había enfriado. La bomba H había arrasado la sobremesa dejando tras la onda expansiva el silencio que dejan todas las bombas, solo que en esta ocasión, tras la desolación se adivinaba un principio.

















lunes, 3 de diciembre de 2018

Huelga en Primaria

La médica está en la puerta del centro de salud con la bata puesta, sujetando un cartulina por encima de su cabeza, que estuvo preparando la tarde anterior con la inestimable ayuda de su pequeña de cuatro años, que acabó con las manos como el muestrario de una tienda de pinturas. A ambas les pareció el mejor momento del fin de semana, y a la médica le despejó los nubarrones grises que se habían hecho fuertes en su cabeza y que amenazaban con volverse del negro más pesimista.

Así había sido el fin de semana; un par de noches pasadas en la cama en constantes rotaciones derecha-izquierda, izquierda-derecha, en una absoluta incapacidad para dejar la mente en blanco ni un minuto, el que hubiera necesitado para enganchar el sueño que debería encargarse de alejar cansancios y malos rollos. Un par de madrugones dándole caña a la Nespresso, luciendo ojeras de segunda imaginaria. Un par de paseos con la niña por el parque con la mirada distraída en los montones de hojas amarillentas, mojadas, medio podridas, que la pequeña pisoteaba encantada de haber conocido al otoño, y que no terminaban de arrancar en ella las sonrisas con las que siempre acompañaba cada uno de los instantes que pasaba con la pequeña princesa. Un par de charlas con su pareja abortadas por las respuestas monosilábicas y las palpable ausencia de su mente de las conversaciones.

Había sido sin duda un fin de semana raro.

Y ahora está allí gritando con el resto de sus compañeras, algunas de ellas con silbatos que zumban en los oídos como aguijones, otras dejándose las cuerdas vocales en unos eslóganes pegadizos con rimas facilonas que a fuerza de repetirlos parecen tener su propio ritmo.


Es la primera vez que se pone en huelga. Ella se había calificado siempre como la estudiante invisible. Estaba segura que a sus profesores les costaría ponerle cara. Y puede que incluso hasta a sus compañeros de clase. Había caminado siempre por el lado correcto de la calle, o al menos esa había sido siempre su impresión, desarrollando una rara habilidad para esquivar los conflictos, que seguramente muchos etiquetarían de cobardía, y ella prefería considerar un instinto de conservación.

Desde pequeña se había considerado frágil, sin tener una razón objetiva. Simplemente, se había adjudicado ese papel. Y una vez leído el libreto de su vida y siendo consciente del reparto de papeles, incluidos los personajes principales, pues se había entregado a su personaje, evitando todas las posibles amenazas a su presunta fragilidad. Así que ni movimientos estudiantiles, ni reuniones políticas, ni amigos alternativos, vamos, ni un grupo pastoral de la parroquia siquiera. Nada. Una cómoda atonía, una sinfonía de grises con una prima de riesgo en valores negativos. Tan a gusto.

Ella también lleva un silbato al cuello. De vez en cuando se lo lleva a la boca y se deja tres cuartos de pulmón en una espiración forzada revienta-tímpanos. Lleva el fonendo al cuello y la bata recién lavada porque hay fotógrafos de la prensa sacando fotos y es consciente de que cada profesión tiene su liturgia, así que cuando ve que la enchufan con los objetivos, vuelve a subir la pancarta y a desgañitarse con los eslóganes como si fuera una profesional de los piquetes del mayo francés.


Durante la residencia descubrió que llevaba una vida representado el papel equivocado. Nadie puede ser frágil cuando lleva veinticuatro horas encerrada en un zulo sin ventanas viendo enfermo tras enfermo con un bocata comido a toda prisa y una hora y media derrumbada en una cama con las sábanas sudadas. Así que fue como si poco a poco su invisibilidad fuera cediendo el paso a una conciencia palpable, corpórea, que le hacía percibir la realidad a su alrededor sin ese miedo a hacerse daño, convirtiéndolo todo en una vida mucho más real, pero también mucho más dolorosa. Lógico.


Sí, vivió cosas que hubiera deseado cambiar, sintió en su pellejo injusticias que antes la esquivaban y que hasta entonces pensaba que la quebrarían, pero que tuvo que afrontar, aprendiendo a convivir con las cicatrices. Pero estaba rodeada de conformismo, de un conformismo que llevaba dentro ropa interior de miedo, y ella no sabía cómo se podía luchar contra aquel monstruo. Así que tragó quina y tiró para delante, aunque guardó dentro una semilla de rabia y mala leche que estaba segura despertaría algún día.


Su pareja trabaja para una gran empresa. Se le ocurrió la brillante idea de cumplir su sueño de ser arquitecto. Ahora tiene que darse de alta de autónomo para que le contraten. Trabaja ocho horas diarias aunque le pagan solo cuatro. Es una mierda de contrato, pero es lo único que ha podido encontrar en un mercado que ha devorado promociones y promociones de tipos imaginativos, genios del dibujo, auténticos artistas. Ella le ve sobre su mesa dejándose las pestañas y le envuelve una ternura que debe reprimir para no levantarse y abrazarle. La huelga les va a apretar las clavijas a base de bien. Cuando ella sacó el tema, el se limitó a sonreír y a apretarse una agujero más el cinturón, una  pequeña broma que quería zanjar la cuestión y arrastrar cualquier duda que ella tuviera.


Así que mientras vuelve a ponerse el silbato en la boca, le viene a la cabeza que la nómina siguiente traerá un mordisco del calibre de un tiburón blanco, y que los reyes magos ese año van a venir con unos camellos muy aliviados de peso.

Lleva dos años en el centro de salud que tiene a su espalda. Llegó después de tres años firmando más contratos que Julio Iglesias en sus buenos tiempos. Cuando pasó de los cincuenta dejó de ordenarlos y simplemente los almacenaba en el trastero con toda la desgana del mundo. Una baja maternal le dio la alternativa y la conversión en una excelencia temporal le ofreció saborear las mieles de la longitudinalidad y adquirir conciencia de pertenencia a un sitio, algo que pensaba que no le ocurriría jamás.

Y aquella semilla de descontento, esa rabia contra la injusticia que había conservado en el invernadero de su pecho, empezó a echar brotes alimentándose de consultas repletas, de días de ir a trabajar después de una noche de vomitona, temblándole las piernas, de atender pacientes que nunca había visto, cinco de una compañera, otros cinco de otra, cinco más de una tercera, de contestar al teléfono para descubrir que en la puerta le esperan dos pacientes que no podían esperar ni un segundo más y que revolucionan al resto de los sufridos esperantes. Esa semilla fue creciendo a base de circulares de los jefes pidiéndoles poner en marcha tal o cual plan que queda precioso en las noticias de las tres, fue transformándose en un árbol a costa de irse a buscar a su niña a las cuatro de la tarde, comiéndose un bocadillo a toda prisa en el coche, mientras recordaba que no había tenido tiempo para ir a casa a esa anciana que lleva queriendo ir a ver una semana sin encontrar el momento.

Así que allí, en la puerta del centro de salud, con la bata y el fonendo identificatorios, el silbato amenazando colgado al cuello y la pancarta de colores hacia el cielo, allí está ella dispuesta a dejarse la piel en su primera huelga, aprendiendo a pelear, y feliz de poder hacerlo.

Dedicado a todas y todos los compañeros en huelga en Cataluña, en Andalucía, y a los y las residentes del 12 de Octubre de Madrid, gente capaz de pelear por lo que es justo, capaces de cambiar las cosas porque son lo suficientemente valientes como para intentarlo.