lunes, 26 de noviembre de 2018

Residencias

Los minutos caen sobre los riñones del médico como si se dedicara a la descarga de pianos de cola. El sábado amenaza con no acabarse nunca, y parece absolutamente dispuesto a cumplir su amenaza. La guardia es pastosa, lenta, se consume entre derrumbes agotados sobre el sofá y levantadas precipitadas al son del timbre chicharrero, derrumbe, levantada, derrumbe, levantada, hasta el hastío final.

La comida se queda tres veces fría. La última vez el médico renuncia al microondas y la engulle con más pena que gloria. El sopor convierte los párpados en plomo del bueno y la cabeza busca posturas de ahorcado para abandonarse un minuto o dos, lo que permita el azar y la Medicina de Seven Eleven.

El teléfono es aún más perturbador que el timbre de la puerta, tiene un efecto diarreico de retortijón bajo vientrista que no desaparece ni con las bodas de plata del desempeño profesional. Para el nudo en el estómago que se le pone al médico no pasan los años.

La angustia cede cuando el médico reconoce el número que llama. Es de la residencia de ancianos de su pueblo. A eso se le llama jugar en casa, y siempre se desenvuelve uno mejor en cancha propia. La voz también es conocida, longitudinalidad de la buena campando a sus anchas. Detrás está la experiencia de muchos años, una mano firme para dirigir una nave de casi un centenar de pasajeros; el médico sabe que las cosas funcionan mejor si hay una mano firme al timón, y recuerda los veranos de inexpertas timoneles aterrorizadas por todo en un mundo que aterrorizaría al más pintado.

Hay dos ancianas que han hecho saltar las alarmas de viejastrona gobernanta de la encargada de turno de tarde. Para el médico esas alarmas son sagradas, así que anota nombres, y se escapa del embrujo postprandrial del sofá volviendo a sentir los riñones como si acabara de dejar el Stenwey en el noveno sin ascensor.

Se pone en carretera tras una breve ojeada a la historia clínica de ambas ancianas, una vida encerrada en una sinopsis de diagnósticos y una tortilla de pastillas, que no es ni el más vano de los recuerdos de su vida real. No somos nada. Polvo, cenizas, diagnósticos y nada, va pensando mientras conduce camino de la residencia. La puerta se abre sin que lleguen a llamar al timbre. La encargada les espera e intercambian saludos y un par de esas bromas inocentes con que le gusta sembrar al médico los encuentros.

Los pasillos son largos. De vez en cuando se oye un grito, a veces una frase que no se entiende. Al pasar ante alguna de las puertas abiertas les golpea el olor amoniacal de un pañal empapado. Junto a los vanos hay pequeños retratos enmarcados con el nombre de los ancianos debajo. Hay fotografías alegres y otras que asustan un poco.

En la cama, tumbada de medio lado, está Paca. Es raro verla así, no hay nada que le guste más que ir a tomar un café al bar del pueblo. Se lleva la mano a la cadera, dolorida. Está tan sordaa que el médico casi tiene que tumbarse encima de ella para alcanzar a gritarle en el oído sus palabras. Por fin consigue que se gire y permite que la explore con delicadeza, palpando la cadera, moviéndole la pierna. Ella presume de su agilidad a los noventa y tantos, y recuerda que fue profesora de gimnasia. La encargada explica que tiene rara habilidad de haber sido de todo. El médico lo comprueba antes de irse: a su magisterio en educación física le añadió un trabajo de enfermera durante la guerra y varias relaciones de parentesco cercano con múltiples médicos de la capital. No se ha caído ni se ha golpeado, pero ya tiene a sus espaldas dos fracturas en los dos últimos años, está pagando el precio de la cristalización de esos huesos que fueron tantas cosas. El paracetamol parece haber hecho milagros y aunque sólo le apetece cama, el médico decide jugarse la baza de la incertidumbre, aunque deja encendidas todas las alarmas posibles.

Doscientos kilómetros de pasillos más hacia ninguna parte llegan a la habitación de Margarita. Está echa un ovillo contra una de las barras metálicas que delimitan su cama. El camisón cubre un pecho de jilguero que sube y baja al compás de su ochenta y ocho por ciento de saturación y de los gorgoteos que se escuchan sin necesidad de ningún aparato. El médico la sonríe consciente de que abrir los ojos en medio de una ensoñación febril y encontrarse un tipo con un abrigo amarillo fosforito desorientaría al tipo más cabal. Se presenta y le pide permiso para auscultarla. Ella se intenta abrir torpemente el camisón mientras repite una y otra vez el hombre del médico y el gusto que le da el saludarle.

Cuando termina, el médico vuelve a elevar el tono de voz para explicar que esa vomitona de después de la comida cogió en parte un camino equivocado que amenaza con colapsar los pulmones y que habrá que emprender el camino de peregrinación al hospital. Ella asiente con una asombrosa claridad de ideas, y vuelve a agradecer la atención y a reiterar la satisfacción que le ha producido la visita. Coge la mano del médico y se la lleva a la boca para plantarle un beso. El médico la retira azorado y besa a la tierna anciana en la frente, mientras le colocan unas gafas nasales rescatadoras y ella sonríe y se despide pronunciando el nombre del médico dos o tres veces más.


De regreso al centro empieza a oscurecer. Aun queda toda la noche de guardia. Y le duelen los riñones.












lunes, 19 de noviembre de 2018

Fibromialgia et al.

Lo siento pero no me cae bien. Mira que lo intento, pero nada. Se me hace insoportable esa seguridad en si mismo, el manejo que tiene de los espacios, de los chistes, de los silencios. Es todo una representación por y para él, con nosotros de palmeros. Y lo que más me revienta es que estoy segura de que lo sabe, de que para él el cuarto de baño de sus casa por la mañana es un camerino, me imagino el espejo rodeado de bombillas y unos pañuelos de papel sobresaliéndole del cuello de la camisa mientras se maquilla para la función. Ya se que es mucho imaginar, pero no puedo evitarlo.

En la sala de espera acumula auténticos clubs de fans, groupies que le seguirían en peregrinación como si fueran judíos detrás del Mesías. Yo permanezco callada y me limito a escuchar y observar. Aquello da para un estudio de sociología, si no me dolieran tantísimo los hombros y el cuello. Nadie me dirige la palabra. Soy forastera, recién aterrizado en el pueblo al calor de los precios a los que casi regalan los chalets que habían quedado pendientes de liquidar de los tiempos de la crisis.

Fue llegar al pueblo y empezar con los dolores. Es verdad que los cincuenta minutos de coche no me los quita nadie, tragándome enterito el programa del Herrera mientras el tipo que habla del tráfico se refiere a mi como "retenciones de varios kilómetros" en la carretera de Extremadura. Ese verdad que cuando consigo aparcar en el cercanías y me siento en el vagón, mi cuerpo parece autónomo, empeñado en convertirse poco a poco en el muñeco de vudú de un gigante cabronazo capaz de encontrar con sus alfileres cada uno de los tendones de mi cuerpo y hundirlos hasta provocar una descarga eléctrica insoportable.

Pero llevo ya casi seis meses sin ir a trabajar, enviando por fax los papeles de la baja, soportando las consultas mecánicas de la mutua, cada vez con un tono más irónico, cada vez con miradas más desconfiadas. Llevo ya casi seis meses harta de ir a fisioterapeutas, harta de que me soben la espalda, me claven agujas, me den descargas eléctricas, me tuesten con infrarrojos, me estiren, me contraigan, me vapuleen como si fuera un buey de Kobe. Llevo ya casi seis meses entrando y saliendo de aparatos ultramodernos, sentándome en mesas duras y frías, colocando en posturas diversas cada una de mis extremidades mujeres con batas de plomo, viendo como mi sangre rellena tubos y tubos, sintiendo uno tras otro pequeños calambres que se registran en papeles que insisten en decir que no tengo nada.

Que no tengo nada, excepto que me duele hasta la vida.

En realidad el pobre tampoco ha hecho nada para caerme mal. Me tutea como si llevara una vida conociéndome, pero yo creo que si no mirase mi nombre en la lista antes de salir a llamarme, no tendría ni idea de cómo me llamo. Es verdad que se sienta a mi lado, que se lee atentamente los informes que le traigo de todos los especialistas, las pruebas que me van haciendo, es verdad que parece preocuparle el muñeco de pmpampum en que me están convirtiendo.

Pero no puedo evitarlo. Le trato de usted porque noto que le incomoda, como concediéndome a mi misma esa pequeña infamia. Luego, cuando me pregunta cómo me encuentro, tengo la sensación que de verdad le importa, que detrás de esa pregunta hay algo más que el formalismo de imprimirme un nuevo parte de confirmación. Y me deja hablar. Me da vergüenza contarle que cada día estoy peor, porque cuando lo digo por ahí, ya siempre veo incredulidad, desconfianza, hartazgo. Así que cuando le cuento que apenas puedo girarme en la cama por la noche, que ducharme es todo un esfuerzo, escudriño sus ojos absolutamente segura de que, aunque sea solo por un segundo, también él se revelará como un desconfiado y un gilipollas.

Lo que pasa es que el tipo se calla y me deja soltar todo lo que me duele, que es un océano, y por más que le miro y le remiro, que me falta biopsiarle ambos globos oculares, no termino de ver la desconfianza y me parece que me la quiero inventar más que otra cosa. Así que me callo para ver cómo reacciona, a ver con qué me salta, ahí callado sin dejar de mirarme, con el pelito entrecano, los vaqueros y las botas de moderno que no le pegan ni con cola.

Se toma un minuto y cuando habla, me mira a los ojos, y empieza a contarme un rollo sobre una enfermedad un tanto especial, difícil de definir, que si no tiene pruebas para diagnosticarla, que si no se sabe la causa, que si esto, que si lo otro. Y entre medias escucho la palabra crónica y ya no he escuchado nada más. Le interrumpo cuando estaba en plan médico de la tele, gustándose. Me parece que le ha molestado un poco, o a lo mejor es sólo otra de mis pequeñas infamias. Que se joda.

- "¿Pero es que voy a estar yo con este dolor toda la vida?"

Noto como le sube y le baja la nuez. Está tragando saliva, buscando las palabras justas. Mala señal. La palabra justa para mi era un NO rotundo, pero no es esa la que oigo, y ya no me interesa oír ninguna más. Desconecto. Cuando vuelvo del tercer anillo de Saturno, el cuello me duele como si la cabeza me pesara dos toneladas. El está callado de nuevo. Ha imprimido mi parte de confirmación y está esperando que reaccione. Cojo los papeles y mientras me pongo de pie le rebato sus argumentos: yo no puedo tener eso, yo tengo que tener algo que se cure de un modo u otro y todos estos meses sean un mal recuerdo.

Se levanta para despedirme. Me ha dado otra cita en un par de semanas. Me pide que piense en ello, me escribe una dirección de internet para que busque información. Soy muy fría al despedirme. Lo siento, pero es que no me cae nada bien.


Dedicado a todas esas mujeres (y algún hombre) que padecen fibromialgia, a la soledad en la que se encuentran con su dolor, a la desesperanza a la que se enfrentan cuando buscan hasta la saciedad alguna otra respuesta y no la encuentran. Se merecen nuestra ayuda. Aunque les caigan mal sus médicos de cabecera.
Y dedicado al Dr. Vicente Palop, a quien he conocido en el Seminario de Innovación en AP de Zaragoza, por su trabajo para abrirnos los ojos en cómo tratar a estas enfermas. 
La imagen es de la Sociedad Valenciana de Fibromialgia 









lunes, 5 de noviembre de 2018

El interino

El médico está preparando mentalmente su maleta. Como siempre, como las anteriores ocasiones, aunque nunca pretende llenarla, termina haciéndolo inevitablemente. El problema es ordenar todos esos recuerdos, los lugares, las gentes, los compañeros, las calles, las risas, los nervios, el miedo, los llantos. Ordenarlo y conseguir cerrar la maleta, llevársela a casa y vaciarla en las estanterías donde almacena los de los otros lugares, los cuatro o cinco que ha conocido ya, los que ha abandonado como abandonará pronto éste, recuerdos que a fuerza de almacenarse se van diluyendo como si estuvieran escritos en tinta invisible, y poco a poco fueran adelgazándose hasta quedar reducidos a tres o cuatro caras, a un par de sucedidos de los que se cuentan las noches de guardia o en las comidas con los amigos.

En fin, que aquello se había convertido en una rutina de las que nadie desea. Un nuevo concurso de traslado se le volvía a llevar por delante como si hubiera construido su casa en un torrente seco que se  inunda cada pocos años, arrasándolo todo, obligándole a empezar de nuevo, después de limpiar de barro los restos casi irreconocibles de su vida.

Así son las cosas. Desde que había terminado la residencia había contribuido a la riqueza regional abonando religiosamente las cuotas de inscripción a todas las OPEs, conservaba cuadernillos de varias academias, había probado estrategias diferentes, y había sido constante en el fracaso, lamentablemente, demasiado constante.

Nunca le había gustado ponerse excusas, pero la tentación era tan apetecible en este caso, que mientras conducía hacia su centro de salud, a paso de tortuga, como a él le gustaba hacerlo, saboreando esos minutos sólo suyos, se dijo que quién más que su conciencia iba a oírle, así que dejó salir la retahíla de zancadillas que la vida se había empeñado en ponerle antes de cada examen, la boda, los bebés, la necesidad irremediable de ganar dinero, las guardias en el hospital privado, los recibos de la guardería, luego los colegios, más trabajo, más guardias, logopedas, extraescolares, hipoteca... Seguramente se dejaba alguno, pero había que adelantar a ese tractor y la neblina de la madrugada es traicionera para las distancias.

De momento el bachiller en el colegio privado del mayor, el coche nuevo que hubo que comprar y los líos adolescentes en el colegio con la segunda eran los protagonistas de haber mantenido su constancia en el último examen. En realidad, cuarenta y tantas plazas no provocaban ilusiones desaforadas ni deseos de jugárselo todo, detener el tiempo y lanzar el as de bastos. Así que el uno por el otro, la casa opositeril sin aprobar ni barrer. ¡Qué se le va a hacer!

En dos o tres semanas cerrará la maleta, que empieza a parecer un baúl de corista antigua, lleno de pegatinas de lugares donde estuviste pero a los que no perteneciste, y a cruzar los dedos y seguramente también a cruzar el mapa de la provincia. Alguna ventaja tiene ser perro viejo, no todo van a ser las canas, la calva y la barriga. Ya no extrañan las consultas de cupos horrorosos, ya no se hace tan raro el servir de tapa huecos para cubrir ausencias, ya no parece tan inusual el entrar en las ruedas de festivos y puentes como si la rueda fuera la de un camión de tres ejes atropellándote un juanete. Cuando las has visto de todos los colores, hay pocas cosas que puedan sorprender la visión cromática de un interino.

A lo lejos alcanza a ver el centro de salud. Es el primer edificio del pueblo. Han sido unos buenos años, aunque él casi no recuerda ya años malos, cosas de las corazas que sin querer uno va echando, como al que le crece una seborreica, de puro viejo. Y es que siempre ha intentado hacerlo lo mejor posible. Ha visto a su alrededor compañeros hartos de dar tumbos, que iban poco a poco dejándose llevar, a los que no les quedaba ni rastro de impulso alguno, compañeros a los que la rabia les había enfangado en una especie de hedonismo acomodaticio y hasta crematístico siempre que podían, compañeros que sabía dejarse querer por quien siempre estaba dispuesto a querer a cambio de algo.

Pero él no era así. Aunque a veces le costaba muchísimo, sobre todo los días de cansancio después de una guardia en el privado, los días en que se acercaba la fecha de la retirada, los días en que se sentía un apátrida, los días en que le dolían los riñones porque ya no era un chaval y entonces pensaba en mandarles a todos a la mierda y vivir para cobrar la nómina a fin de mes haciendo equilibrios entre lo imprescindible y lo necesario, entregado sin rubor a colaboraciones productivas arrugando levemente la nariz si llegaba algún olorcillo incómodo. Pero eran tentaciones a las que sólo concedía el instante de un cabreo, para mandarlas después a freír puñetas, lo más lejos posible de su integridad, porque él seguramente sería el interino eterno, si no lo evitaba la lotería de Navidad, pero al menos aquellas mañanas de conducir tranquilo, podía sentirse a gusto consigo mismo. Algo es algo, aunque no sirva para aprobar una oposición.