Un buen día el mundo se volvió loco con la "consolidación", la gran farsa que toleramos todos sumisos, o quizás con la secreta esperanza de que nos tocase la lotería, e inundamos los departamentos de personal de papeles compulsados y compulsivos.
Y de aquellos polvos vino una chica de Valladolid con apego por mi plaza construida sobre siete años de mis costillas, y en ese intercambio caótico de cromos me vi alrededor de una mesa con otros ocho nerviosos candidatos a algo de paz, y un director médico recitando una lista de plazas y dejándonos quince minutos de cortesía antes de que eligiéramos donde ganarnos las habichuelas.
Yo había echado el ojo a esos dos pequeños pueblos que, por los comentarios que oía alrededor, no eran demasiado apetecibles. Estar sólo no suele ser plato de buen gusto: no tener alguien que te eche una mano, con quien consultar una duda, o que te cubra si tienes que irte de repente no es algo que se acepte con agrado. Y el remate final era tener que cambiar de pueblo a media mañana. En resumen, había presas más codiciadas.
Ya no recuerdo si era el tercero o el cuarto en elegir, pero a pesar de la intranquilidad lógica no se me quitaba la sonrisa de la cara: yo manejaba información privilegiada. Mi mejor amigo había pasado varios años en otro pueblo del mismo centro de salud, y conocía por él los intríngulis de la plaza, las características de los pueblos, de sus gentes, hasta sabía cómo era el ambiente en el centro, cómo eran las guardias.
De qué absurda manera te cambia a veces la vida. Era octubre, otoño. Recuerdo cómo le dije a mi mujer que nuestra suerte había cambiado para siempre.
En menos de un año era el coordinador del centro. Mis compañeros llevaban años en sus plazas, muchos años. Yo les veía como diplodocus: simpáticos y bonachones, pero lentos y anticuados, demodés. Era un gilipollas.
Los dos más antiguos estaban en los últimos seis o siete años de su vida profesional. Me soportaban con la condescendencia de los que han soportado jovencitos gilipollas en muchas ocasiones anteriores, con la media sonrisa de quien quemó hace tiempo esas pasiones.
Mientras organizaba las consultas a mi gusto, se tejían lazos invisibles a mi alrededor, pero aún existía en mi interior una resistencia a abandonarme. Al fin y al cabo sólo estaba ahí temporalmente y ya me había desgastado demasiado los siete años anteriores.
Había tenido conversaciones con compañeros sobre cuándo era conveniente cambiar de cupo. Diez años quizás, antes de que la desidia te invadiera como una lepra, antes de que el culo nos engordara de no moverlo de la misma silla, de que ni siquiera les oyéramos sentados ante nuestras mesas.
Aquellos dos médicos de cabecera de toda la vida tenían serios problemas con sus consultas: sus cupos se habían desbordado, los pacientes, alegremente medicalizados, acudían una y otra vez, hoy por una receta, ya que estoy aquí, por este dolor en el hombro de hace un año, y mi hijo que ha perdido el trabajo y no duermo por la noche, preocupada. Sus consultas se eternizaban, sus listas se llenaban con tres, cuatro días de antelación, algunos pacientes rebosaban a las urgencias de la tarde y yo les sugería la posibilidad de cambiar sus cupos, de terminar sus años afrontando nuevos retos. Ellos volvían a sonreír porque encima eran buena gente y soportaban estoicos mis broncas, mis cambios en sus agendas, mis estupideces, porque yo tenía claro que era un problema de acomodarse en sus puestos, y no me daba cuenta de que en realidad simplemente hacían lo mejor que sabían, desbordados por una sociedad que al mismo tiempo que había provocado un gigantismo infame de sus pueblos, se había entregado a la tarea de convertir en atemorizados enfermos crónicos a sus integrantes.
Y el tiempo pasaba como suele hacerlo, como la famosa tortura de la gota china. Y esa maraña de sentimientos que se generan cada día en las consultas me iban poco a poco envolviendo, y en esas llega una oposición, que tenía que ser la mía, porque me pillaba viejo y harto y hasta aquí podíamos llegar.
Y tras dejarme los sesos estampados en los libros como mosquitos de verano, y derrochar horas de insomnio como un Pocholo ibicenco, pero sin más química que la cafeína, no sólo apruebo, sino que brillo en una posición inmejorable para elegir. Había dos plazas en la ciudad donde vivo y yo era el tercero. Pero durante una semana, por azares del destino me revolví incómodo en la cama porque existía la posibilidad de dejar mis pueblitos y venirme a quince minutos andando de mi casa.
Y las ataduras de la longitudinalidad en mi eran ya tan fuertes que esas noches fui un traidor a esas mil quinientas personas que ya me habían osmolarizado. Y sus caras escupiéndome la traición se me presentaban hasta que caía rendido. Y para poderme mirar al espejo por la mañana y así ser capaz de afeitarme y no transformarme en un hipster involuntario, me decía que algún día no aguantaría tanta carretera, que quizás no tendría otra oportunidad de acercarme a casa, que tengo muchos niños que necesitan a un padre que los recoja en el cole.
Bueno, seré un gilipollas, pero soy un ser humano como el que más, y no es tan fácil no pensar en uno mismo.
Finalmente la propia vida, en uno de sus giros de cachonda irredenta, eliminó para mi esa posibilidad y me ofreció en bandeja la de convertirme en un héroe para mis pacientes, alguien que decide quedarse con ellos pudiendo irse a cualquiera de los pueblos más cercanos a la capital.
Y mientras esa famosa gota seguía horadando el contador de nuestros días, yo me abandonaba definitivamente, eliminaba los diques que creía me protegían y por fin entendía a mis viejos compañeros, a todos aquellos que desprecié por conformistas y a los que sólo puedo pedir el más humilde y arrastrado perdón, que encima estoy seguro que me concederán porque son tan buena gente como siempre se mostraron conmigo y con sus pacientes.
Hoy ya no contemplo ninguna opción que no sea la de jubilarme en esta misma plaza, como finalmente hicieron mis dos compañeros, dejando una pena inmensa en sus pueblos y un hueco difícil de llenar, y que, sin embargo, se acabará llenando, porque la vida es un continuum que termina llenando cualquier hueco, aunque sea más grande que un océano desecado. Algún día aparecerá un jovencito gilipollas que me mire con ojos modernos, con ideas tan nuevas que ya eran antiguas antes de Alma Ata, y cuchicheará a mis espaldas teniéndome por viejo acomodado, al que le gusta tomarse un café con sus parroquianos antes de empezar la consulta y visitar a sus viejitas a la cabecera de su cama, solo para sacarlas una sonrisa. Y espero reírme condescendiente recordando en mi interior que el que fue una vez gilipollas, en el fondo no deja de serlo nunca.
Este es el antepenúltimo post del año. Como el anterior, quizás se están haciendo más personales, quizás me estoy quedando demasiado en pelotas, a mis años y con este tiempo. Pero hoy quería explicaros como fui parido a la longitudinalidad, a raíz del debate generado tras los excelentes post de mis amigos Sergio Minué y Maxi Gutiérrez.
Y además, quién sabe, el año se acaba...
5 comentarios:
Eres excelente, brillante (ya lo hiciste en la oposición)...
Yo sólo quiero ser como tu, tener la claridad que escribes y comulgar con lo que tan bien nos cuentas... Y tengo relatores externos que me corroboran que en el día a día hay verdad... y coherencia. Lo se.
Yo no me atrevo a contemplar la posibilidad de jubilarme donde estoy. No por falta de compromiso (lo he repetido estos días hasta la saciedad hablando de longitudinalidad,, "no seas pesao, ya lo sabemos!!!") sino porque no quiero cerrarme a nada. Quiero aprovechar oportunidades que me ofrezcan la capacidad de vibrar y de afinar otras cuerdas de mi vida que aún tengo oxidadas...
Te admiro, te admiro en serio pero, no me resisto a ver el cambio como oportunidad y como crecimiento.
Y quiero seguir creciendo... quizás para ser como tu.
O mejor, crezcamos juntos!!!
Estupendo relato Raul. Enhorabuena!
La longitudinalidad tiene poderoso fundamento científico, que se resume en:
El buen ejercicio de un médico general, con una longitudinalidad plasmada debidamente en la historia clínica, permite valorar a muy bajo costo probabilidades previas (conocimiento de factores de riesgo por ejemplo) y aumenta la probabilidad pretest. La labor de filtro aumenta la probabilidad de las enfermedades en el grupo de pacientes derivados y por ello mejora y justifica los métodos de diagnóstico y terapéutica de los especialistas. Supongamos, por ejemplo, que los médicos generales aumentan la probabilidad de la enfermedad en los pacientes derivados a los especialistas del 1 al 10%. Y aceptemos que éstos emplean pruebas de sensibilidad 95% y especificidad 90%. El valor predictivo positivo pasa del 8,7 al 51,3%.
http://equipocesca.org/fundamentos-y-eficiencia-de-la-atencion-medica-primaria/
No obstante, hay compañeros que precisan otra organización, y pacientes que quieren ese tipo de organización, de forma que lo lógico sería tener flexibilidad, del estilo de la que propusimos Juan Simó y yo:
los contratos tipo A y B (con longitudinalidad de menor importancia; también hay pacientes que la valoran menos), para médicos asalariados, con menor compromiso personal-profesional que los médicos de contrato tipo C y D (con extrema longitudinalidad, pago por capitación, también para pacientes que la estima en más); se puede leer en el texto citado en
http://saluddineroy.blogspot.com.es/2015/04/la-atencion-primaria-en-2015-los-diez.html#more
Y sí, serás un héroe para tus pacientes, como lo fue el padre de Albert Jovell para él mismo y para sus pacientes. Escribimos contra "el descrédito del héroe", Bárbara Starfield, Sergio Minué, Concha Violán, los participants en el Seminario de Innovación de 2007 y yo mismo
http://equipocesca.org/algunas-causas-y-soluciones-de-la-perdida-de-prestigio-de-la-medicina-generalde-familia-contra-el-descredito-del-heroe/
Hay otros mundos y otras formas de vivir este mundo.
Un abrazo Juan Gérvas
Yo sobreviví a pasar consulta en tus pueblos y .... Me enamoraron
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