lunes, 6 de junio de 2016

El novato

Ahora que se reabren debates, ahora que se reflexiona a mano alzada desde potentes tribunas que dejan tus vergüenzas al aire, ahora que se cuestionan modelos con la misma ferocidad que se defienden, embarrándonos en trincheras, en las que nos hemos sentido tan cómodos desde Viriato, no puedo evitar repasar algunos recuerdos de abuelo cebolleta, recuerdos seguramente endulzados, como si los hubiera recubierto de una bonita capa de fondant ocultando miserias que ya no escuecen o ya no importan.

Terminé la carrera con un título precioso bajo el brazo con el autógrafo del rey, en plan rock star, y una foto con la beca amarilla que mi madre adoraba y yo aborrecía con el mismo nivel de intensidad. Eran tiempos de cambio de modelo, tiempos de bolsas históricas de médicos en paro recorriendo las carreteras secundarias y tratando de mantenerse en sus servicios hospitalarios utilizando los codos ante la imparable avalancha de los engolados mires. Eran tiempos donde lo moderno devoraba a lo antiguo escupiéndolo después con asco, pues su sola presencia contaminaba y avergonzaba a una sociedad que quería estar a la última, significase aquello lo que significase, y se llevase por delante lo que se llevase. 

Tiempos peligrosos. Me pusieron en el mercado con una vergonzosa dosis de audacia y tiempo por delante, el que me concedían deudas militares pendientes de saldar para poder enfrentarme por fin al futuro. Así que me eché a la carretera, rebuscando en las oportunidades de fin de temporada un pequeño resquicio por donde meter el pie antes de que se cerrara la puerta. 

Era un pueblo grande, de los abandonados en medio de la estepa, seis u ocho mil habitantes, dos o tres pueblitos satélites a su alrededor, que le aportaban aceitunas a sus cooperativas de aceite y uvas a las de vino. La mancha manchega. Los tiempos modernos se esforzaban por rematar las obras del Centro de Salud, construido en el camino del desarrollo, en medio de calles urbanizadas delimitando parcelas áridas de matorrales resecos por donde llegaría a no tardar la esencia de la modernidad en forma de adosados y monovolúmenes. 

Y los tiempos pasados se esforzaban en igual medida en torcer el hocico cuando se les nombraba la bicha, en refunfuñar mascullando algún que otro juramento mientras se apuraba la copa de coñac en el casino o se cantaban las cuarenta en bastos. Y aún sabiendo perdida de antemano la partida, sonreían mientras seguían yendo a ver a sus médicos en las consultas encima del hogar del jubilado, y pagaban religiosamente las igualas a don Félix y doña Pilar, el matrimonio de médicos del pueblo de toda la vida. 

Pues allí llegué con mi cara imberbe y más miedo que vergüenza en el maletín de cuero que me habían regalado mis padres al terminar, que ya le hubiera parecido vintage a la doctora Quinn. Apenas cabía algo más que el miedo, el fonendo, un bolígrafo y un sello de caucho con el número de colegiado que me había apresurado a encargar en una papelería de las de toda la vida. Había un ajetreo de mil demonios en las consultas, gente atropellandose en la sala de espera común, y el ruido de cristales y conversaciones del bar del hogar sobre el que se sostenía todo el invento. No consigo recordar haber hecho otra cosa que rellenar montañas y montañas de recetas. Supongo que haría alguna cosa más, pero, como he dicho, los recuerdos recubiertos de fondant son más benévolos, y no me dejan ver más allá de jarabes, Frenadoles y Clamoxyles. Mejor así. 

Pero sí recuerdo bien aquella primera guardia. Un compañero, otro sustituto más bregado en las cloacas de la Medicina, apiadándose de mi cara de miedo me enseñó una cama mueble que había en una de las consultas. En toda la planta donde estábamos había un único teléfono, un primo hermano del construido por Bell, que reposaba sobre un pupitre de escuela en la otra punta del local. Yo miraba la cama imaginándome una noche de insomnio sentado junto al teléfono y viendo las condiciones mazmórricas del lecho, tampoco me importaba demasiado. 

La tarde resultó más o menos amena, pasada casi toda entre cafés en el bar de los viejos, junto al enfermero del pueblo, que vivía dos calles más abajo. Tardé un par de horas en enterarme de que era mi pareja de guardia. Recuerdo vagamente muy pocas visitas, apenas cuatro o cinco, algo que veinte años después me parece un error de mi memoria. El bar se cerró con horarios europeos, los madrugones en el campo no respetan la edad de jubilación. Mi compañero de guardia se despidió de mí con una palmada en la espalda y apuntándome su número de teléfono por si le necesitaba para alguna cosa. Yo lo cogí como si me estuviera dando un rollo de papel higiénico, que era lo que realmente necesitaba. 


Que la noche es silenciosa no puede decirlo nadie que haya intentado dormir en un local enorme encima de un bar. Mi cabeza registraba sonidos a ritmo de murciélago e imaginaba escenas terroríficas para hacer siete entregas completas de Scream. A las dos o tres horas de sillón de médico, hasta una cama mueble en una consulta te parece una cama de suite del Ritz. Escrúpulos entomológicos aparte, los huesos reposan mejor en decúbito supino. El ring del teléfono no tuvo que despertarme. Agradecí salir al fresco de la noche de julio. Encontré la casa malamente, con el viejo truco de hacer esperar a algún familiar en la encrucijada más cercana. Parecían molestos, pero lo atribuí a la extrañeza de ver a tan joven e inexperto (y seguramente despeinado) chavalillo con el maletín de salvaje oeste en la mano. 

Había una mujer mayor en camisón, quejándose en un sillón de orejas. Me miró raro, pero me dejó explorarla mientras contestaba a mis preguntas. No consigo recordar de qué se trataba, pero algo banal, aunque doloroso. Preparé la jeringuilla. No haría ni un mes que había aprendido a poner inyecciones en el trasero, y en mi supina ignorancia, detectaba el alivio que experimentaban las gentes en los pueblos con la parafernalia del pinchazo, así que era uno de mis recursos prínceps. 

Cuando me estaban buscando el socorrido algodón, apareció maletín en ristre, pero maletín de verdad, de los caros con compartimentos y cuero reluciente, el médico del pueblo. Al verme, se disculpó aduciendo que le habían ido a buscar a su casa por la costumbre, pero que, por descontado, él se marchaba por donde había venido. Los familiares de la señora le consultaron los síntomas, mientras ella le lanzaba dos o tres ayes doloridos, pero él, elegantemente, respaldó mi diagnóstico y tratamiento llamándome colega, como en las facultades de Medicina decimonónicas. Luego se despidió disculpándose de nuevo y se marchó por donde había venido. 


No olvidaré nunca aquella noche de miedos. Ni otras similares. Los nuevos tiempos atropellaron a los viejos con los mismos miramientos que a un arbusto rodante en medio de una autopista. Desde entonces hemos peleado en mil batallas. La cuestión es si estaremos perdiendo la guerra. Y entonces, ¿qué será de nosotros?




1 comentario:

Juan Francisco Jiménez Borreguero dijo...

Gracias por mostrarnos este bello autoretrato de nuestra profesion, con la distancia justa para poder contemplarlo con la emocion y la razon, y por ello tambien con toda su grandeza.
Retrato con el que por cierto, al igual que otros compañeros, me siento literalmente identificado y dibujado con trazos milimetricos