domingo, 23 de octubre de 2016

Huellas de gaviotas

Todos tenemos una historia detrás cuando empezamos la especialidad. Las hay breves y burguesas, de niña pija de papá as de la oftalmologia de provincias con brillante clínica privada que sale del MIR en su deportivo mirando de soslayo a los pobrecitos que llegaron en Metro. Las hay marcadas y revolucionarias, de hijo de trabajador de la Pegaso y limpiadora de tres escaleras y la casa de doña Manolita desde que era casi niña, que no recuerda lo que es la suavidad en la palma de unas manos porque no la encontró nunca en sus padres y además ha pasado seis veranos currando de peón de albañil para ayudar con la matrícula. Las hay todavía por escribir, las hay que parecen haber llegado a su epílogo, y sin embargo llevan adendum, como los memorandos antiguos. 

Hay quien ha vivido la mitad de las vidas que canta Sabina en su canción del pirata malo, y hay quien parece que solo ha vivido la ñoñería de las canciones de Los Pecos. Hay quien llega a la residencia con una sonrisa de suficiencia que no sabe lo que es una caries, y quien llega con más miedo que un torero rico a punto de jubilarse. 

Nuestro protagonista tiene su propia historia, como todos los demás que se sientan en el salón de actos del Ministerio a escuchar por los altavoces a los niños de San Ildefonso del porvenir de los médicos. Solo que quizás es más consciente de ella que muchos otros. Es lo que tiene, simplemente, haber tenido tiempo para reflexionar. Madrid está muy lejos de Buenos Aires. Y los cuarentena y algo no son los veintitantos con que terminó la carrera allá al borde del río de la Plata. Los años yendo de una residencia de ancianos a otra, o dos o tres o cuatro al mismo tiempo, acá en España, y conduciendo el coche de los avisos domiciliarios de Adeslas dos noches en semana y un sábado cada tres te dejan bastante rato para pensar. 

La madre patria prometía el euro, la Europa sin fronteras y el prestigio profesional, aunque el acento fuera rudo y hubiera que acabar todas las cosas tan rápidamente como las frases. Pero presentarse al MIR era la única opción posible si quería dejar de limpiar la porquería del corralito de la vieja y civilizada España. Así que sin grandes rencores se puso al lío de estudiar un poco, con el único ajuste de eliminar de su vida una novieta que no había podido resistirse a su acento porteño cantando "Volver". 

Y allí estaba, en una butaca de la fila de los mancos del teatro, escuchando nombres y especialidades pregonados de corrido, entre sonrisas nerviosas y un estruendo de cuchicheos. Los jóvenes que le rodeaban le lanzaban miradas de reojo, deduciendo que su pachorra se debía a la diferencia de edad, los años, la experiencia, y él se sonreía porque sabía que en realidad toda aquella tranquilidad era la pura satisfacción del ganador. Porque él había ganado solo con aprobar el examen. No tenía que preocuparse por decidir entre sueños de primerizo universitario ni de estudiante comprometido de la cátedra de ginecología, porque no tenía un objetivo que alcanzar, solo quería cuatro años de contrato y un título firmado por el pez gordo del ministerio que le dijera a todo el mundo que había abandonado la zona del servicio, que ya, por fin, jugaba con los señores de igual a igual. 

Tampoco le importaba lo más mínimo donde haría la especialidad. Según el número que había obtenido en el examen, en su título pondría Especialista en Medicina Familiar y Comunitaria. Bien estaba. Pero el destino le pertenecía al azar. Y en el fondo, él era un buen jugador. 

Cuando llegó su turno, salir de la gran ciudad le pareció una pedrea más que aceptable, por lo que tenía de nueva vida, y porque en el fondo ya estaba más que harto de una ciudad tan fría y enorme que no se parecía en nada a su Buenos Aires. 

Y allí estaba, en el aula de la Unidad Docente, discretamente apartado, rodeado de un buen puñado de chicas y algún chico insultantemente jóvenes, que le miraban como si fuera un veterano de la guerra del Vietnam, escuchando las arengas del comité de bienvenida, sin perder su sonrisa de ganador, disfrutando de la copa que ya tiene en sus vitrinas. Sabe que hay unas normas, unos parámetros. Sabe que hay unos mínimos que tendrá que cumplir, pero no le molesta demasiado. Si alguna vez siente que está madrugando demasiado le bastará con recordarse al volante del coche anuncio a las cinco de una madrugada de invierno por la Castellana. Si cree que la guardia está siendo dura, podrá volver a mirarse en el espejo del baño de la residencia de ancianos al que ha entrado a remojarse las ojeras para poder abrir los ojos.

Sus compañeros prestaban toda su atención a los residentes mayores que habían venido a hablarles de los tutores disponibles, les hacían preguntas, les pedían que fueran un poco más allá en sus descripciones, que revelaran lo censurado. El permanecía en silencio, no necesitaba indagar. De las medias palabras y del lenguaje corporal era capaz de deducir el tutor que le convenía: nada de profetas de la atención primaria, que exigen casi un sacerdocio, tampoco los megatecnologizados de habilidades casi mágicas, reyes de la filigrana buscando aprendices, nada de investigadores que se acuestan con la Chi cuadrado, ni viajeros por el mundo con los gastos pagados que necesitan presentar casos y cosas en todos los congresos con playa.

No. El buscaba un tutor comprometido consigo mismo, alguien fuera y dentro del circuito, que pasara por su vida como un disfraz de carnaval prestado. Estaba seguro de que siempre hay alguien así, y, por supuesto, lo había.

Lo demás fue coser y cantar, fue transitar por todas partes y por ninguna, dejando huellas de gaviotas nerudianas en las playas, sorteando esfuerzos con el mínimo desgaste, en el límite justo entre la reconversión y la invisibilidad. Cuatro años de alguna bronca, cuatro años de alguna charla, cuatro años de futilidad. Un enorme suspiro inaudible exhalado por la gente de su Unidad Docente cuando  le entregaron el diploma, una sonrisa tatuada de ganador y una despedida de conquista de una noche de la que no recordarás ni su nombre y a la que nunca volverás a ver. 








1 comentario:

Catalina C. dijo...

Con la piel erizada tras cada renglón....