Veinte años después uno es veinte años más viejo. Sí, ya sé que veinte años no es nada, a quien no le sale el espíritu porteño. Pero vamos, que las nieves del tiempo platean las sienes que da gusto, eso si quedan sienes que platear. Por aquí afortunadamente alguna queda, aunque los espesores no sean los que fueron. Y la frente se marchita a ritmo anti-bótox. En resumen, que veinte años es muchísimo, se ponga como se ponga Gardel y su prima la del puerto.
Por aquel entonces llegábamos al final de la residencia con la inconsciente alegría de quien cree que la vida se va a abrir para uno como si fuéramos Alicias cayéndonos tras el espejo hacia el país de las maravillas. Adjuntos, ni más ni menos. No sabíamos si habíamos subido de nivel o simplemente habíamos cambiado de juego. Jóvenes y sobradamente preparados, parecíamos un anuncio de coche. Para muchos de nosotros las perspectivas eran inmejorables. Cuando me detengo un momento a pensar en ello, creo que de haberme fijado mejor entonces, les habría visto camina a un palmo del suelo desde primero de residencia. Eran los afortunados que solo tenían que esperar a tener el resguardo del título registrado para firmar el contrato de permanencia, como si se tratara de un operador de móvil: anestesistas, ginecólogos, cirujanos, cardiólogos...
Un hospital en expansión autonomista y servicios que necesitaban nutrirse de ambiciosos cachorros con ganas de echarse el tercer nivel a sus espaldas. Sangre nueva revitalizadora y dinero a raudales que transformaba residentes en adjuntos a ritmo de pucheros de jefes de servicio a oídos de políticos de relumbrón
Otros iban preparando el hatillo, seguros de que que en la capital encontrarían el cariño que les negaba la hija pequeña con afanes separatistas. Al fin y al cabo, muchos se habían sentido extraños entre los dejes gramaticales incomprensibles, la frialdad de una ciudad a la que le costaba transpirar bajo sus piedras vetustas y el aburrimiento crónico del provincianismo. Así que preparar las maletas y sacudirse el polvo de los zuecos fue, en muchos casos, hasta una terapia saludable para ellos, ansiosos como estaban de dejarse caer por el hueco del árbol y ser recibidos por el señor conejo en el paraíso de los mil y un hospitales.
Los había incapaces de superar la morriña, del norte, sur, este u oeste. Los que habían ido tachando en el calendario de la cocina con rotulador Edim y enormes cruces negras cada uno de los días que les faltaban para volver a sus lluvias eternas, o a sus chiquitos, o a su Mediterráneo, o a su pescado frito y su cerveza helada. Estos eran Papas besando la tierra de sus mayores al regresar, seres felices con que les dijeran buenos días con todo su acento, que pensaban que sus compadres no permitirían que les ocurriera nada malo, que era solo una cuestión de tiempo, que el mundo necesita recolocar sus piezas para que fluya la energía en el sentido correcto. Marchaban con una sonrisa enorme en sus caras, como aquellos jóvenes que iban ilusionados a los campos de batalla al estallar la Primera Guerra Mundial, con sueños de gloria y eternidad.
Y por último, estábamos los parias. Esa casta que era puesta de patitas en la calle con un papel bajo el brazo envolviendo un bocata de chorizo y unos teléfonos apuntados para pelear por unas sustituciones. Eran tiempos en los que las bolsas de trabajo eran del grosor de una guía de teléfonos (de las que existían entonces) y donde una llamada a un conocido podía servirte para trabajar esos tres días del puente que te arreglaban el mes. Eran tiempos de peregrinajes por los Centros de Salud, donde se anotaba tu nombre y tu numero en una agenda de tapas de cuero que guardaba la administrativa en un cajón, en la s de sustitutos, el último de una lista de nombres en rojo, negro y azul. Eran tiempos de palabras gruesas y miradas asesinas si pisabas el terreno de quien llevaba años ganándose las habichuelas en veranos, Semanas Santas y fiestas de guardar.
Los de esa casta nos quitábamos la zozobra a base de kilómetros y de horas de festivos echadas en lugares a los que teníamos que llegar con la Guía Campsa, nuestro Google Maps cutre del pleistoceno. Eso los que decidíamos resistir. Los que no decidieron echarse en brazos de los apuntes de Asturias y regresar a las facultades de Medicina a contestar otras doscientas preguntas para revertir un rumbo que, o se les había quedado corto, o simplemente les había abandonado.
Han pasado veinte años como veinte soles, veinte años capaces de recolocar las piezas de su puzzle al ritmo que se le ha antojado. Y ahora, cuando miro a los ojos de todos esos jóvenes residentes que ven acercarse su quince de mayo, sigo viendo en ellos la misma desesperante, agobiante y absurdamente ilusionante zozobra.
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