En la habitación se distinguía el olor inconfundible de la muerte. No hay un olor igual y no se le escapa a un perro viejo acostumbrado a olerlo desde hace años. Costaba advertir que aún había una persona jadeando en medio de aquella cama. Se había encogido hasta el infinito. Las costillas se clavaban en los costados agotándose en cada estertor.
La enfermera empezó a prepar una palomilla y a sacar las jeringuillas con morfina que llevábamos cargadas, listas para usarse. Yo pedí a la mujer del chandal que me acompañara fuera de la habitación mientras tanto. Tenía un folio en la mano cuadriculado un tanto burdamente con rotuladores azules y rojos, nombres y números, instrucciones sencillas para horas muy complicadas.
-¿Es usted su mujer, supongo?
- En realidad ya no. Lo fui. Su mujer lo abandonó cuando empeoró. Tenían un hijo que no quiso saber nada de su padre, así que me llamó a mi. Estuvimos casados durante quince años, hasta que se largó un buen día sin avisar y sin decir esta boca es mía. No teníamos hijos y la casa estaba a mi nombre, así que hice borrón y cuenta nueva, hasta que me llamó hace un par de meses. Yo soy viuda. Tengo una hija y dos nietos. Mi hija me dijo que estaba loca viniéndome a cuidarle, pero no podía dejarle morir como un perro.
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El pesa el doble que ella y le saca por lo menos dos cabezas. No me hago una idea de cómo podrá manejarle para meterle en el baño, para acostarle. La veo muchas mañanas andando por la cuneta de la carretera para llegar al pueblo donde limpia durante media mañana por cuatro perras en dinero negro. Le deja desayunado sentado en el sillón frente a la tele con las ventanas bien cerradas y cruza los dedos para que pase la mañana dormitando.
Pero algún día ha llegado y le ha encontrado caído junto al sillón, con el pantalón del pijama apestando a orina. Entonces se remanga y como si fuera una hormiga capaz de levantar mil veces su peso, consigue incorporarle, se le cuelga al cuello y deja caer a ese oso de cerebro de niño en la cama. Le quita los pantalones, le lava con una esponja y una palangana e intenta ponerle un pañal. El se lo arranca con sus manazas enormes y ella cabecea impotente y resignada. Le pone otro pantalón de pijama y le deja adormilado sobre las sabanas deshechas, mientras ella va a recolocar el salón y pasarle la fregona al suelo.
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El se marchó una mañana. Le dijo que no se veía toda la vida cuidando de niños, que no era así como se había imaginado, que se ahogaba. Ella le escuchaba estupefacta, sin poder creer lo que escuchaba. Era demasiado parecido al argumento de una mala serie de televisión. Esas cosas no pasan en la realidad. Pero vaya si pasaban. No solo pasaban sino que antes de que fuera capaz de componer una frase, el tipo salía por la puerta con una maleta y la bolsa de raquetas de paddle. Ella se quedó sentada en el sofá del salón. Pensaba que tendría que ponerse a llorar, o gritar, pero se levantó y se fue a la
cocina a rebozar unas pechugas de pollo para que comieran esa mañana las niñas cuando las recogiera del colegio.
cocina a rebozar unas pechugas de pollo para que comieran esa mañana las niñas cuando las recogiera del colegio.
Cuando terminó, planchó los chandals del uniforme para mañana y preparó la mochila con los patines para las clases de la tarde.
Luego se sentó otra vez en el sofá del salón con la vista fija en la televisión apagada. Podía verse reflejada, aún despeinada con la chaqueta que se ponía por las mañanas para hacer las cosas de la casa. Cogió el teléfono y marcó el número de su antigua oficina. Hacía unos meses se había encontrado a su jefa en el Mercadona y había estado charlando casi media hora con ella, sobre cuánto la echaban de menos, lo brillante que había sido siempre y cómo sintieron en la empresa que les dejara de lado para criar a sus hijas. Se había sentido halagada pero la familia era lo primero para ella, le había dicho sin poder evitar una pequeña sonrisa de suficiencia de la que se arrepintió en el ascensor del supermercado al recordar que su jefa estaba divorciada y apenas veía a su hijo de cinco años.
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Ella estaba sentada en un sillón de orejas en el salón. El médico rellenaba sobre la mesa camilla el certificado de defunción que habían llevado los de la funeraria. Llevaban días esperando y al final había ocurrido poco antes de que el médico se marchara para su casa. Noventa y tantos años son una larga vida. Los últimos dos habían sido mucho más complicados, con infecciones de orina que le ponían el azúcar por las nubes, bajones que la dejaban groggy como si se hubiera metido en el ring a pelear con Mike Tyson, y dos ictus que habían terminado por hacerle doblar la rodilla, convirtiéndola en la sombra de la mujer luchadora que había sido.
Y a su lado en los últimos años siempre había estado ella. Ella, que estaba sentada inmóvil en el sillón de orejas junto al médico, con la vista perdida, mientras él se afanaba en hacer buena letra aunque no se había llevado sus gafas de cerca y no veía una mierda.
-¿Sabe usted que llevo los últimos veinte años cuidando a unos y a otros? Primero mi suegro, que cayó malo con un cáncer de pulmón y estuvo cinco años bien malito. Mi marido era el único que vivía en el pueblo. Sus hermanas venían a verle los fines de semana pero la que le atendía a todas horas era una servidora. Casi al mismo tiempo que él empezó mi suegra con el Alzheimer y mi marido se trajo a los dos a casa. Mis cuñadas estaban encantadas y ni se las ocurría mentar una residencia, así que a mí mucho menos. La mujer vivió diez años más que su marido aunque los últimos dos años fueron un infierno. Yo la cuidé como si fuera mi madre, por mi marido, que es tan bueno. Y luego mis padres. Se acuerda que mi padre murió al poco de llegar usted al pueblo. Y ahora mi madre. Lo que habré peleado con ella. ¡Veinte años cuidando viejos! Y ahora soy yo la vieja. ¡Veinte años!
2 comentarios:
Conmovedor y real relato. lo he vivido muy de cerca. Mi madre con mi abuela. y una amiga con su marido.
En verdad es una historia muy humana, es plausible que haya testimonios así sobre está profesión, te felicito por el blog. Saludos
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