El pueblo son cuatro casas mal contadas de muros de piedra gruesos como si fueran refugios nucleares. Los terrenos están cercados por muretes bajos y desiguales que también van blanqueándose, igual que los tejados. A las pizarras les van saliendo las canas que ya difícilmente les abandonarán en todo el invierno.
El médico detiene el todoterreno frente a una de las casas. En la puerta le espera un hombretón que le pone el don delante del nombre. El le da la mano y le tutea con familiaridad. Intercambian predicciones meteorológicas y noticias sobre el ganado, mientras rechaza el ademán de llevarle el maletín que había iniciado el dueño de la casa.
Dentro agradece el calor de la chimenea frente a la que está sentada la anciana. Intenta levantarse de su mecedora pero el médico la frena rápidamente y se sienta junto a ella tomándola el pulso mientras trastea con la otra mano en el interior del maletín y saca su fonendoscopio. Las primeras nieves han traído los primeros espasmos de unos bronquios con demasiados años que condenan a la buena mujer a su mecedora junto al hogar, el libro de oraciones y las películas de Marisol en el televisor.
El médico sale con una docena de huevos bajo el brazo, de los pocos que ponen las gallinas cuando empieza a apretar el frío. Da la mano al hombretón y deja que le abra la puerta del coche, mientras coloca en el asiento de atrás el maletín y busca un refugio para los huevos. Son casi las dos de la tarde, pero hoy tiene que conducir hasta el centro de salud. Cabecea pensando en ello, mientras se recrea en el paisaje que ofrecen los pinos apretados recién nevados. Primero tendrán una charla de alguien de la dirección. Luego comerán todos juntos y pasaran las siguientes tres horas tomando clases de informática.
El se lleva bien con sus compañeros. De las viejas glorias ya solo quedan un par, pero la gente joven que fue llegando tenía en sus ojos esas miradas soñadoras que recordaba tan bien. Y volverlas a ver es cómo ver jugar a tus nietos, es inevitable que rejuvenezca. Puede que algunas de las ideas modernistas que pretendían aplicar le cayeran un poco lejos, pero él siempre había sido disciplinado y sobre todo amaba su trabajo hasta el último de los pelos que aún le quedaban enmarcando su venerable y brillante calva. Así que colaboraba en lo que le pedían, y al menos garantizaba la escucha y el sincero intento.
No abominaba de la tecnología, ni mucho menos. No se resistía a ella y era capaz de concebir sus inmensas posibilidades. Tal vez hubiera contribuido a ello su pasión por la ciencia ficción, por la de verdad, la que contemplaba futuros posibles para la humanidad en escenarios que parecían tan increíbles como lo había parecido hacia solo unos años la posibilidad de hablar por teléfono desde cualquier parte con cualquiera.
El chico que les daba el curso era muchísimo más joven que él y estaba muchísimo más calvo. Lo disimulaba con un look Yul Brinner que cuando habían pasado un par de días renegreaba por los bordes y no engañaba a nadie. El se sentaba en la segunda fila, compartiendo ordenador con una de las antiguas, una médica de armas tomar que se había comido al representante de la dirección con patatas en la reunión previa haciéndole sudar hasta que pidió que bajaron un poco la calefacción. A él siempre le había hecho gracia esa pose de mala leche que sabía bien era solo fachada. En la mesa de al lado de ellos, otro ordenador contemplaba a los otros dos veteranos de la cuadrilla, una médica que parecía salida de una fiesta de disfraces de los setenta, y que buscaba en el aparato el lugar donde colocar las barritas de incienso, y un enfermero que se afanaba con el teclado resoplando como si se estuviera presentando a la reválida.
Las continuas interrupciones de la cuadrilla de la presbicia, como se habían autobautizado exasperaban al profesor que sin embargo intentaba conservar la paciencia y tomárselo con humor. Los compañeros más jóvenes les miraban como si compartieran aula en la facultad con niños de primaria, y su intranquilidad incomodaba aún más a los viejastrones, que alternaban la desesperanza más absoluta de aprender algo con el entusiasmo infantil cuando eran capaces mínimamente de que el engendro mecánico les obedeciera.
El médico no pudo contener la carcajada cuando su compañera tuvo un ataque de Krushchev y golpeó con su zapato el teclado, justo cuando el profesor dio por finalizado el curso. Se acercó hasta el, le dio la mano y le pidió disculpas en nombre de todos. No había ninguna animadversión personal, solo la constatación de que se hacían viejos y de que los tiempos circulan a velocidad de AVE, arrollando todo lo que se les pone por delante.
- Pero no se preocupe. Dígales a los jefes que nosotros, como siempre, somos disciplinados, y nos amoldaremos a lo que venga. Ahora es el ordenador, mañana será otra cosa, y pasado mañana otra. Al ritmo que va la vida, probablemente serán muchas las novedades antes de que nos jubilemos, aunque ya nos queden pocos años. Ya, ya sé que me dirá usted que todo ésto nos ayudará a ser mejores, y a que los pacientes se sientan como si los estuviera visitando el doctor Spok, pero yo lo único que pido es que me siga quedando tiempo para subir con mi viejo trasto al pueblo a escuchar el pecho de mi paciente.
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