lunes, 18 de diciembre de 2017

No me conoces

Sobrevive.

Sobrevive y basta.

Al menos eso es lo que le parece a su médico cada vez que la ve sentada en la sala de espera. Delgada hasta el extremo, con una mirada nerviosa incapaz de reposar en ningún punto más de unas décimas de segundo, como si tuviera miedo de rebelar algún secreto.

Sobrevive milagrosamente.

La conoce hace años. La ha visto otras mil veces sentada en esas mismas sillas, la misma delgadez caquética desafiando los parámetros de viabilidad de la especie humana. La misma ansiedad en los ojos. La conoce parlanchina y explícita, y taciturna y entregada a los silencios largos.

La ha visto allí con una enorme bufanda de lana como una pitón enroscada a un palo, un gorro calado hasta la sesera, perdido el esqueleto dentro de un jersey de abuela, frotándose las manos tratando de que no se rompieran como carámbanos sus partes acras. Y la ha visto con una camiseta de Los Ramones sin mangas transpirando los sudores del verano, caricatura cadavérica de una rockera que se desencuadernaría con los primeros compases de Blitzkrieg Bop.

Sobrevive.

La recuerda sentada junto a su madre, rezumando el fastidio inmenso de tenerla cerca, responsable primera de dejarla sobre este mundo. Mientras, la mujer oculta tras una sonrisa enmarcada en sus arrugas de campo un deje de vergüenza por la desalmada retoña, que no se puede pasar por alto a poco que uno observe.

La recuerda sentada junto a su hermana, que se llevó la parte del león en el reparto de la vitalidad y el empuje, y que mezcla hábilmente en su perfume el aroma de la culpa por no haber sabido cambiar a su hermana, con el del fastidio eterno de tener que cargar con una primogenitura de las de antes, que vendería con gusto por un plato de lentejas a cualquier postor, pero que nadie quiere comprar.

Y la recuerda, sobre todo, de verla una y mil veces sentada junto al tipo calllado,  desaliñado y de expresión bobalicona que sin embargo tiene el efecto gravitacional para ella de un planeta gigante, a pesar de parecer apenas algo más que polvo galáctico.


Sobrevive, lo cual no deja de asombrar a su médico cada vez que la ve en la sala de espera.

El médico es capaz de reproducir sus estados de ánimo con ella. Se ve en largas charlas con afanes comprensivos, de las que te dejan sólo interrogantes y una hora de retraso en la consulta. Se ve agotado de proponer salidas rechazadas por inviables, irrealizables, inausimbles, y un largo etcétera de prefijos negativos. Se ve suspirando de alivio cuando cree que serán los psicólogos y psiquiatras que reclaman la madre y la hermana los que se estrellarán contra ese rompeolas de treinta y cinco kilos de empeño en la autodestrucción. Y se ve, por último, soltando blasfemias audibles sólo para su córtex cerebral cuando vuelve a verla sentada allá afuera, porque sabía que volvería con la astronómica perfección de una órbita celeste.


Sobrevive, sí, sobrevive.

Y allí está, de nuevo. Y han pasado suficientes días como para que el médico ponga su contador a cero y tire de humanismo para tratar de dejar  los apriorismos esperando con los otros diez o doce pacientes que, está seguro, acumularán un retraso de sanidad low-cost. Un momento, se le coló un apriorismo. Y sin apenas notarlo. Pues por donde cabe uno caben todos.

Y efectivamente, con la desesperante rutina de una gota malaya, vuelven a repetirse todos los clichés, y las ideas preconcebidas se descojonan en la cara del médico, señalándole y gritándole te lo dije en un tono lo suficientemente alto como para hacerse oír por encima de las blasfemias que ya campan por sus respetos en el interior de su cabeza.

Aquella vez toca su versión explicativa, una perorata que mezcla rollo culpabilizador versión ventilador-difusor universal de culpables, con aceptación resignada de un sino bastante cabrón.  Y en medio de aquel batiburrillo ilusorio, con el médico depositando todas sus armas a sus pies en gesto de absoluta y total rendición, ella introduce una apostilla en su discurso.

- Es que tú no me conoces.

Y entonces el médico sonríe con cuidado para que no se mal interprete el gesto y contesta:

- No, claro, no te conozco.













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