El joven médico está repantingado en el sillón con los pies encima de la mesa. Frente a él hay seis grandes monitores que escupen datos epilepticamente. Tiene cuidado de no taparse la vista de ninguno de ellos con sus zapatillas sin abrochar. Alcanza con facilidad un vaso enorme de café que reposa junto a una tarjeta de credenciales plastificada con su cara reflejando un aburrimiento infinito.
La bata que está olvidada sobre el respaldo del sillón es un signo de rebeldía, tanto o más patente que la camisa por fuera, el pelo enmarañado y la tarjeta con su nombre y apellidos haciéndole burla desde la encimera. Ese año lleva ya al menos cuatro sanciones económicas por incumplir la normativa de vestimenta e identificación de la empresa. Tampoco tiene tantos campos donde poder rebelarse: esas pequeñas inconformidades le hacen sentirse aún como un pequeño verso libre. Su abuelo nunca se puso la bata, y eso que en aquel entonces ellos sí que eran auténticos médicos.
Ha crecido leyendo sus historias, las que convirtieron a su padre en médico de cabecera, y las que le empujaron a él a seguir sus pasos. Sus aventuras como residente, sus andares por tantos pueblos hasta que por fin encontró aquellos en los que se se asentó definitivamente, las personas que conoció en todos esos años, las alegrías y las tristezas, los residentes que se hicieron mayores a su lado. Un libro de Medicina que no se estudia en ninguna facultad, pero que rezumaba Medicina auténtica, de carne y hueso.
La pantalla emite un pitido que le incorpora en su asiento paulovianamente. Con un breve toque del índice en un micro auricular en su oreja derecha se abre una ventana en uno de los monitores centrales más grandes.
- Doctor, ¡cuánto me alegro de verle!. Otra vez han empezado esos molestos ruidos en los oídos. Sí, iguales que los de la vez anterior. No, no me apetece perder la mañana en el otorrinolaringólogo más próximo. Sí, claro que llevo dos o tres noches malas. Mi marido vuelve a estar preocupado por su trabajo, llega a casa de un humor de perros y nos ladramos más que hablarnos.
Sobre la imagen comienza a encenderse una luz roja en destellos agresivos. El médico coloca una mano frente a ella mitigando la molestia.
- Sí, ya se que siempre me dice que si no duermo bien me pasan estas cosas, pero no paro de dar vueltas en la cama porque aunque no lo crea, me preocupa no escucharle roncar, ¡quien me lo iba a decir a mi! porque se lo que eso significa, pero él cerrado en banda.
A la luz se ha añadido una cigarra insoportable que convierte en un intento desagradable cualquier conversación.
- Bueno, que veo que le están regañando por dedicarme tanto tiempo. Haré lo que me dice. Aprovecharé para hacer algo de ejercicio por la tarde y cuando llegue le obligaré a hablar aunque los hagamos en lenguaje perruno. A ver si la próxima vez le llamo para decirle que ronca como un aserradero. Gracias doctor.
La pantalla vuelve a llenarse de datos entrecruzándose vertiginosamente. El joven echa un vistazo al recuadro de los pacientes que no han tomado su medicación del desayuno. No son muchos. Sabe que recibirán un aviso en sus televisores, en sus móviles, en sus relojes. Ve cómo van desapareciendo del listado, salvo un par de ellos, irreductibles que se empeñaba en llevar el control de sus vidas. son ilusiones de independencia, los embargos de la pensión por incumplimiento terminan por convencer a los más anarcas.
El pitido regresa y la conexión le devuelve la cara de un anciano con el ceño fruncido.
- A ver, doctor, por qué leches me están friendo a avisos en la tele conque no me he tomado la píldora del colesterol, si usted me dijo que tampoco era tan importante a mi edad. Ya sabe que estoy hasta las narices de tanta pastilla...
La pantalla contigua descarga datos en tiempo real de su tensión arterial, su glucemia, su colesterol y su ritmo cardiaco. También descubre el aviso chivato de que en la última semana no ha hecho su paseo de tres kilómetros diarios, y que su consumo de grasas había superado el límite establecido.
- Pero qué cojones, que era el cumpleaños de mi nieta y había una tarta casera de nata y chocolate a la que no había quien se resistiese. Sí, vale, le creo, ya se que son los algoritmos del cabronazo ese del ordenador central el que decide la medicación pero digo yo que algo tendrá que decir el que se la toma. Pero vamos, que no estoy yo como para que me peguen un palo a la pensión. Nada, nada, a empastillarse. La madre que me...
Había llegado tan tarde a la Medicina que estudiar la carrera fue casi un empeño romántico, a pesar de que su padre insistió en que apenas quedaba nada de lo que había disfrutado su abuelo. Era curioso; su abuelo empeñado siempre en que su padre y sus tíos fueran médicos de cabecera, y su padre, rendido, derrotado, pelando hasta el final porque él no siguiese su camino, simplemente porque sabía que ya no había camino que seguir. Su abuelo siempre había dicho que seríamos lo que la sociedad quisiera que fuéramos, y la sociedad había querido rendirse a las fantasías de vida eterna, aun quemando sus últimas naves de libertad.
Y los médicos de cabecera como su abuelo habían desaparecido en la generación de su padre, los últimos mohicanos que decidieron quedarse en el barco de sus consultas hasta que la gente hubo de rendirse a la comunicación a través de unas cámaras que jamás podrían cogerles la mano para tomarles el pulso de sus vidas, ni darles un pañuelo para secarse las lágrimas de esa enfermedad con desenlace fatal que es la vida.
Y cuando los últimos mohicanos rindieron sus posiciones y sus gritos desesperados dejaron de oírse porque dejaron de interesar, los médicos pasaron a ser esos seres que te contestaban a través de tu televisor o la pantalla de tu móvil, impecablemente vestidos con sus batas blancas y sus identificaciones en la solapa, que escuchaban atentos tu relato fuese al hora que fuese y te asignaban un número que se te volcaba de inmediato en tu teléfono o en el navegador de tu coche para llevarte a un lugar aséptico donde alguien pronunciaba esa clave en la que te habías convertido y tras una exploración somera, eras sometido a una serie de pruebas cuyo resultado te entregaba una máquina situada al final de un pasillo, que también expedía píldoras y folletos de instrucciones, y que hasta tenía un botón que, si optabas por pulsarlo, te brindaba la cara de un médico sonriente y embatado que te resolvía cualquier duda que se te pudiera haber planteado.
Así que esos cubículos con luz artificial, pantallas enormes y mesas con cercos de los vasos de café tatuados, eran en lo que se había convertido la Medicina de cabecera, eran los vestigios fósiles de aquella antigua Atención Primaria que habían olvidado los nietos de quienes la hicieron desaparecer, y que él conservaba en los relatos largos y cálidos que leía cada noche cuando las caras de las pantallas le concedían un respiro.
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