La llamada viene, como siempre, cuando es más bienvenida... por las narices. La sala de espera del servicio de urgencias del centro de salud a esa hora de la mañana del domingo es el mercado de la cebada con cuatro autobuses de japoneses recién desembarcados, un jodido gallinero. Los niños se acumulan como si fuera una fiesta de Navidad, con padres y abuelos intercambiando sus temores por esos mocos persistentes y esas fiebres que se ríen de los paracetamoles y los ibuprofenos con sabores a frutas.
Hay unos cuantos dolores musculares empeñados en fastidiar el domingo de descanso de honrados trabajadores, preocupados además porque sus jefes no les busquen las cosquillas al inicio de la semana, y algún que otro anciano que se pelea obstinado con los agujeros que le van apareciendo bajo su línea de flotación mientras el viejo barco sigue navegando a duras penas.
Un día más en el reino de la atención continuada. Un día cualquiera. Un médico, una residente y una enfermera. Nada del otro mundo. Gente de eso tan manido que llaman la Atención Primaria. Gente de la que pasa la consulta a la cabecera, pero transmutados con camisas amarillas vistosas de las que destacan a lo lejos y de las que presuponen habilidades. Simbología.
La voz al otro lado rezuma angustia, mucha. Reclama ayuda con esa desesperanza de quien ha gastado ya casi todas sus balas. El perro viejo del médico detecta la necesidad con esa lucecita interior que se le enciende en la zona del cerebro donde guarda la intuición. Así que se pone las pilas y como un Cristo entrando en el templo, desenfunda el látigo y pone en fuga virus y penas a ritmo frenético pero no despiadado, mientras la enfermera va preparando el hatillo extra y calentando motores con escaso sentido metafórico.
Son tiempos de Google Maps en los móviles, nada que ver con esos avisos con los que había que quedar en la puerta de la iglesia del pueblo, como si fuera una novia. El chalet tiene buena pinta exterior, lo cual es mucho decir si se comparan con esos otros que tiene las ventanas tapiadas y los goznes de las puertas arrancados.
La angustia ha llevado a madre e hija al rellano. Una noche sin dormir, gritos y amenazas. Un buen hombre en un muy mal momento.
El médico entra el primero. Ellas se apartan atemorizadas pero le siguen sin detener ni un segundo las explicaciones, los detalles puntillosos hasta el extremo.
En la cocina hay un anciano sentado junto una mesa. Sobre ella hay una soga enrollada que el hombre manipula con unas tijeras de pescado. A su lado, un cuchillo de dos palmos reposando con ese silencio elocuente de las cosas que dan mucho miedo.
El médico entra decidido. Ha visto el cuchillo y ha dudado sólo una milésima de segundo, lo coge sin titubeos y lo deja sobre la encimera, bien alejado. Las tijeras siguen en la mano del anciano, que al ver la sonrisa del médico, empieza a escupir todo el hartazgo que tiene hacia una vida empeñada en golpearle con su diabetes, con una sordera que le convierte en el ser más solitario del mundo, con la burla de no poder soportar unos aparatos que le han costado un riñón y que tiene guardados en un armario casi desde que se los hizo, con unas piernas que se revientan en úlceras una y otra vez, que le han hecho visitar todas las camillas de urgencias, y tantas camas del hospital como si llevara toda su vida veraneando en Benidorm.
Esta hasta las narices porque sólo quiere que le compren una silla de ruedas, porque cree que así al menos podrá pasear calle arriba y calle abajo de su urbanización de okupas, pero nadie quiere hacerle caso, porque todos creen saber lo que es mejor para él, le parlotean en las narices dandole razones de peso irrefutables, al menos para quien pudiera entenderlas, porque él no oye una mierda, solo ve el movimiento de los labios y los gestos inconfundibles de la negativa. Y está tan harto.
Así que está haciendo un nudo en la soga aunque sabe que no tendría fuerzas para colgarla de ningún sitio, y el médico éste parece simpático e intenta gritarle en el oído para convencerle de que todo es una tontería, la incomprensión de quienes creían que hacían lo mejor para él sin contar con él. Así que le da la soga y le reconoce que es mas sencillo tomarse una caja de aspirinas para forzarle la mano a la puta suerte. Pero sabe que tampoco lo hará, y se tumba dócilmente para que la enfermera le levante las vendas y le cure las llagas de su tortura.
El médico le pide a las mujeres que le compren la dichosa silla de ruedas. Ellas asienten aun con el susto en el cuerpo, con le cansancio de toda la noche sin dormir, con la angustia de cómo irán las cosas cuando toda esa gente de amarillo se marche con sus bártulos a las consultas de fin de semana.
El viaje de vuelta es relajado, aunque como si de un Cluedo se tratara, la imagen del cuchillo y la soga lo llenan todo. Y la sonrisa del médico, que convence a la residente de lo entretenida que es la Atención Primaria.
2 comentarios:
Falta la katana en el cluedo!!!!
Es verdad, Isa!!
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