Marcos lleva casi dos noches sin dormir. Ha intentado meterse en la cama, pero las sábanas le queman como si fueran de plomo derretido, así que termina apartándolas de una patada y regresa a la cocina. Es la única habitación de la casa en la que su mujer le permite fumar, y la atmósfera ha ido adquiriendo tintes londinenses que no terminan de airearse, por mucho que se empeñe en dejar entrar el frescor nocturno.
Menos mal que ella no tiene que soportar estos insomnios salvajes. Si tiene suerte, estará sentada echando una cabezada rápida en una de las modernas máquinas de tortura que colocaron en el estar de enfermería de su planta del hospital llamándolos sillones con toda la desfachatez. Pues seguro que esas noches serán más confortables allí que si las hubiera compartido con Marcos.
Por la tarde, tras la primera noche de ojeras eternas, llamó a su tutor para comunicarle su decisión de abandonar la residencia. Fue una llamada breve, mucho más de lo que se esperaba, porque el tutor primero le había soltado un exabrupto, con esa llaneza con la que se había acostumbrado a hablar después de casi treinta años de médico en el pueblo. Y luego le había emplazado a comer juntos al día siguiente, según le dijo, para plantarle una par de hostias bien dadas.
Así que allí estaba, sentado en el reino de formica de su cocina, llenado ceniceros de colillas y cenizas, pensando en cómo explicarle a su tutor el follón que tenía en la cabeza.
Había llegado tarde a la residencia; era un lunar en un mundo de jóvenes entusiastas recién paridos de sus facultades, con la tinta todavía fresca de la firma del nuevo rey en el título de Medicina. A él el suyo se lo había firmado el emérito cuando aun eran originales todos los huesos de su cuerpo. Había sabido baquetearse en la dura vida del médico atitulado, en ese limbo suburbial de residencias de ancianos, centros de reconocimiento de conductores y mutuas laborales, un mundo sin piedad donde uno considera estar en buenas condiciones laborales si el látigo del capataz tiene solo tres puntas en vez de siete y los grilletes no te quedan demasiado apretados. Pero la necesidad apremiaba, las suplencias que iba consiguiendo su mujer como auxiliar en el hospital sólo tapaban algunos parches pero no cerraban la boca voraz de sus dos hijos ni del banco dueño de su hipoteca.
Y para que negarlo, tampoco había sido nunca de naturaleza brillante, digamos que había sido un peleón con suerte y constancia, una combinación capaz de llevarle al final de la carrera un par de años más tarde que sus compañeros de promoción, pero claramente insuficiente para mayores aspiraciones.
Y luego estaba el tema de su autoestima, esa señora que dicen los libros de psicología que debía estar escondida en alguna parte, pero que él no conseguía encontrar, y ya hasta había abandonado el esfuerzo de hacerlo. Si alguna vez creyó ver su reflejo de lejos, quizás al recoger el diploma con su nombre en letra de fraile copista muy cerca de la palabra Medicina, enseguida se dio cuenta de que era sólo un espejismo.
Los años pasaron a la velocidad que acostumbran, dándonos esas bofetadas de realidad que tanto le gustan a la vida, cuando vamos a coger en brazos a nuestro hijo pequeño y nos atiza el lumbago porque pesa lo que el guarro de San Martín, o cuando vamos a dar un beso al mayor y nos mira con cara de avisar a la ambulancia psiquiátrica. Y también es verdad que hay un límite para la insatisfacción. Así que cuando llegó a ese límite, se lió la manta a la cabeza y recuperó la constancia perdida, y asombrosamente, hasta la suerte, pues aquel año los hados tuvieron a bien ser benevolentes con las preguntas y no es que se abriera la mano, es que se le cayeron cuatro de los cinco dedos.
Su mujer y él habían asumido lo que significaba la residencia, pero los niños eran más mayores, ella había abandonado la trashumancia por una placita de interina eterna en planta y la merma inicial de vida familiar e ingresos era perfectamente asumible. Cuando se vio en medio de aquellos jóvenes aunque sobradamente acojonados, con sus risas, sus iPhones pegados a la mano, sus Nikes sin calcetines y sus mom jeans, se dio cuenta de que a lo mejor las cosas no iban a ser tan fáciles como podría haber supuesto.
Los principios no fueron buenos, como dicen que les gusta a los gitanos. El problema es que las continuaciones tampoco fueron muy allá: el bombardeo de información era comparable al blitz de la Luftwaffe, con la diferencia de que su cerebro amenazaba con la rendición total desde el primer día. Pero en casa encontró en su mujer a su Churchill particular y frente a los apuntes, los libros, los artículos, el ordenador, recuperó la constancia al mismo tiempo que las ojeras que había desterrado con los pañales de los niños, y que se le habían amoldado a la cara como si nunca se hubieran marchado de allí.
Cuando pisó por primera vez los pasillos de la Urgencia, supo que aquel era su particular páramo hostil. En ese ambiente los zuecos se convertían en plomo, los sesos se alzheimizaban como si los hubiera frito una silla eléctrica. Cada uno de sus músculos, de sus huesos y articulaciones le gritaban exactamente los años que tenía, sin dejarle quitarse ni un par de meses. Sí, es cierto que todos sufrían el estrés, las prisas, el cansancio acumulado, que todos en algún momento se sentían solos, abandonados o superados. Pero él era un muerto viviente empapado en el pánico más atroz y limitante, un viejo inútil y babeante que no se cagaba encima porque en el último momento recordaba que no llevaba puesto el Incontinence Pack.
Así que después de dos años de terrores nocturnos preguardia, de refundar el estoicismo como un nuevo Zenón cada vez que le gritaba algún adjunto, cada vez que escuchaba el comentario despreciativo o insultante de residentes que se hacían llamar compañeros porque iban al mismo wáter durante las guardias, cada vez que se tatuaba en el rabillo retiniano el suspiro o el resoplido de quien le veía entrar por la puerta del pasillo de urgencias, después de dos años esforzándose por perder esos miedos, por ser capaz de razonar con un mínimo de lógica aristotélica, de dejar de responder a las preguntas como un novio quinceañero ante el padre de la novia, había decidido dejarlo, volver a los suburbios del sistema, incapaz de afrontar ni un minuto más.
Y a la mañana siguiente, estaba seguro que su tutor intentaría convencerle de que diera marcha atrás, estaba seguro de que le contaría casos aún peores que el suyo, casos irrecuperables que terminaban en antidepresivos y otras drogas algo más ilegales. Estaba seguro que le diría que no necesita ser un buen urgenciólogo para ser un buen médico de cabecera, y que él encerraba los ingredientes de un buen médico, o al menos un médico capaz de haber felices a sus pacientes, algo que sólo podría hacer un buen médico. Estaba seguro de todo ello. Pero no estaba dispuesto a quemar ni un minuto más de su vida. La decisión era irrevocable aunque saliera del restaurante con el par de hostias puesto. Así que aplastó la colilla contra el cenicero y, bostezando, se fue al fin a la cama.
2 comentarios:
Joder puta mierda de sistema, se perfectamente lo que barras, muchos adjuntos de urgencias son para denunciarles ante el Tribunal de La Haya por deshumanización absoluta, ojalá no haya renunciado, y no lo piense más. Solo le quedan dos años y probablemente en menos ya no tenga que volver a urgencias. Ojalá!
Pues no sé qué decir...me ha conmovido tanto que no encuentro palabras.
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