Forrest Gump habría sido sin duda un gran médico de familia. Éste es el pensamiento con el que el médico se retira a sus cuarteles de invierno después de cerrar la jornada laboral. Sí, Forrest podría haber explicado, mientras esperaba al autobús para volver a su casa en el arcén de cualquier carretera comarcal, que la consulta de un médico de cabecera es como una gran caja de bombones. Lo que ocurre es que todos los médicos de cabecera somos glotones insaciables para el buen chocolate belga, pero aborrecemos los bombones de licor. Y cada día, cuando abrimos la caja, cuando nos disponemos a saborear el primer bocatto di cardinale, tenemos la certeza absoluta de que bajo la forma más apetitosa, tarde o temprano, aparecerá el amargo licor que nos deja mal sabor en la boca, y a veces hasta dos o tres vueltas incómodas e insomnes en la cama antes de cazar al vuelo el tren del cansancio absoluto.
Para el médico que gestionaba tales disquisiciones de vuelta a casa, el bombón de licor había esperado casi hasta el final, pero era de los agrios agrios, de los de bocanada de jugos gástricos, una delicia que conocía desde hacía años.
Identificarla en la primera ojeada a la lista de nombres provocaba en él esa ansiedad anticipatoria tan reconocible como temible. Durante un tiempo, el no verla cuando se levantaba a llamar al siguiente paciente le generaba la infantil ilusión del no presentado, una ilusión breve como el chispazo de un fósforo, porque finalmente cuando su nombre empezaba a ganar posiciones, apareció sentada con la espalda rígida, tensa, la carpeta amenazando desde el regazo, con el aire de un felino con todos sus sentidos preparados para el ataque final. El médico pronunció su nombre en un tono indistinguible del de los anteriores para cualquiera que no portara un polígrafo mental. Le cedió el paso al tiempo que le daba la bienvenida, mientras ella, prescindiendo de los trámites corteses, ocupaba la silla más alejada del médico, y comenzaba a sacar y a apilar hojas impresas de la carpeta de plástico sobre la esquina de la mesa.
- Empecemos con mi padre. - Los preámbulos no estaban hechos para una persona tan tremendamente ocupada. Por supuesto, el buen hombre no aparecía por ningún lado en la lista del día. Lo habitual de esta costumbre entre los parroquianos hacía tiempo que había dejado de molestar al médico, que se limitaba a añadir a todo aquel que fuera necesario, y a tantos otros innecesarios. El caballero era un anciano plácido y encantador, dedicado a sus huertos donde distraía sus ochenta y pico de años y hacía hambre, mientras se mantenía todo lo alejado que le dejaba su hija de la marabunta de médicos empeñados en alargarle la vida a costa de severas prohibiciones que, a su recto entender, podían meterse por donde amargan los pepinos.
- Estuvo el otro día en el cardiólogo. Le ha dicho que todo está igual, que no ha habido ningún cambio en los últimos años. Quería darle el alta pero yo le he dicho que ni hablar, que si no quería verle cada seis meses, que al menos le viera una vez al año, ¿no le parece a usted?
Pues no, al médico no le parecía. Hacía años que la visita a la capital previo electrocardiograma y análisis era un absurdo que sólo contentaba a quien le gestionaba las citas y no estaba dispuesto a darle a su padre la condicional revisable. Casi podía sentir la presión que habría experimentado el pobre cardiólogo que sugirió la osadía del adiós muy buenas. Le daba hasta pena. Así que intentó con más mano izquierda que Curro Romero aprovechar la corriente para nadar hacia la libertad con trabajos forzados en el huerto del anciano, pero como ya había ocurrido tantas veces anteriormente, se encontró con esa expresión hosca que frunce los labios al tiempo que se incomodan las gafas presbícicas sobre la punta de la nariz, y las cosas recuperaban su statu quo a golpe de no sé, pero yo creo que verle una vez al año tampoco pasa nada, y fin de la controversia.
Zanjado el asunto del progenitor, comenzaba el chaparrón propio, unos monzones como es debido, con multiplicación de síntomas cuyo único hilo conductor era que todos ellos ocurrían en el mismo ser humano y alcanzaban un siete en la escala de Richter de lo que un ser vivo es capaz de soportar. Los pobres intentos de quitar hierro por parte del médico al menos a alguna parte de ellos eran despreciados con el gesto benevolente de quien se está dirigiendo a una molestia colocada allí con el oscuro propósito de que no accediera a quienes podrían suministrar de verdad el repertorio de etiquetas que convenía a tamaños males. Las explicaciones eran desechadas por demasiado simples, las soluciones eran impropias del calado de los problemas, cualquier referencia aunque tangencial a los estragos del tiempo eran recibidas con sonrisas de desprecio y displicencia.
El bombón estaba resultando de nuevo demasiado amargo, y su sabor le reflejaba al médico el mismo fracaso que siente el mar golpeando contra las rocas del espigón, aunque solo sea con el afán del suavizar sus aristas. Al final, como le ocurre al mar cuando encuentra una pequeña grieta y se empeña en moldearla, las mínimas victorias enjugan el verbo fracaso y con eso todo el mundo se siente satisfecho. Esos doscientos cuarenta que el reconocimiento de la empresa habían puesto junto a la palabra colesterol puede que no fueran para tanto, pero ella lo traía por si había que tenerlo presente a futuro. Mientras recogía los frutos de su dominio en forma de derivación a ese reumatólogo que le había dicho que ahora no pero que quizás mañana sí, y que si ella creía que sí, que por favor volviera, aceptó perder la chica y esperar al próximo reconocimiento de empresa antes de volver a hacer ningún análisis que pusiera las grasas de su sangre al descubierto.
No abandonó su silla ni relajó la espalda hasta que obtuvo el premio de consolación para su marido, que no recordaba para cuando tenía que revisar su maltrecho tiroides pero que debía ser a no tardar, y con aquello se cerraba la feria, si es que el médico había terminado de masticar el famoso bombón con trampa de la caja de Forrest Gump, si es que había dejado de considerarse como un simple cero a la izquierda.
Y la vida continuó, como la consulta.
4 comentarios:
Gracias por estas historias, me encanta leerlas. Un beso.
Gracias a ti Myriam.
Es que me entra angustia solo de leerlo..
Con algunos bombones de la caja, es tal cual lo cuentas!! Enhorabuena por la paciencia y por contarlo tan bien!!
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