lunes, 15 de octubre de 2018

Desgraciado

El adolescente tiene los ojos abiertos como platos, clavados en el pedazo de cielo negro moteado de chispazos estelares que enmarca la ventana de su buhardilla. Sabe que debería dormir, que tendría que descansar para mañana estar al cien por cien, para darlo todo en esa carrera de locos que termina en una puerta enormemente estrecha por donde todo el mundo quiere entrar, sin saber si será capaz de correr lo suficientemente rápido.

Sabe que una planta más abajo, sus padres estarán exactamente igual de despiertos que él, que girarán a un lado y a otro sin hablarse, sabiéndose impotentes, seguramente sin atreverse en poner voz a los miedos que les hacen que no les lleguen los pijamas al cuerpo.

Y piensa en su padre. Intenta recordar aquellos años en que no se bajaba de sus brazos, en que le parecía el ser más imponente del universo, pero la memoria de la adolescencia es frágil como el papel de seda, e igual de inútil para toda la fuerza vital que encierran esas jóvenes vidas, así que se imponen los recuerdos más inmediatos, los de antes de ayer, los del mes pasado. O se mezclan en un batiburrillo muy apropiado para unas cabezas a las que se les queda corta la realidad, y que no pueden oír hablar de inmadurez sin componer una medio sonrisa despreciativa.

Siempre ha considerado a su padre un buen hombre. Como todos sus hermanos, ha crecido oyendo historias de sus consultas, de sus guardias. Ha comido la fruta y la verdura que le regalaban sus pacientes, y que parecía crecer en las huertas con sus nombres y apellidos. Ha mojado pan en las yemas naranjísimas de los huevos fritos de unas gallinas que ponían solo para ellos, se ha atiborrado a dulces en Navidad, y todas y cada una de las veces, aquellos maravillosos detalles tenían detrás un nombre y una historia que su padre les contaba mientras les servía la cena.

Le ha visto esforzase por sonreír al volver de una guardia, con unas ojeras que no era capaz de disimular y una tendencia no reconocida para cabrearse que todos los hermanos aprendían a reconocer y a evitar, con esa astucia tan manipuladora de los niños. Le ha visto sujetar el teléfono en equilibrio inestable entre la oreja y el hombro sobre el puchero donde se prepara la comida del día siguiente, haciendo malabarismos entre las aguas bravas de compañeros, jefes y pacientes que le dejaban cuando por fin se desprendía del cacharro y la columna cervical recuperaba la verticalidad, un rictus de hastío y de cansancio infinito.

Le ha escuchado desahogarse en el hombro comprensivo y enfermero de su madre, ha notado como algunas palabras se le atascaban en el gaznate cuando pensaba que ninguno de ellos podía verlo. Le ha visto escribir mensajes a hurtadillas sentado bajo la sombrilla, pasaportándose a cientos de kilómetros, a las cabeceras de algunas camas donde la vida se iba sin tener la más mínima consideración hacia su ausencia. Y cuando al hacerse mayor la inocencia ha ido marchitándose a su alrededor, ha podido percibir como eran otros quienes se llevaban el brillo y los aplausos, sin que a nadie pareciera importarle mucho que sus pacientes fueran allí a dejarse parte de sus vidas, como si fuera una nimiedad que él estuviera ahí para tratar de recomponer las piezas del puzzle. Nunca le ha visto competir por los oropeles, no es su estilo, y a él aquello siempre le había gustado.


Ha crecido, como cada uno de sus hermanos, sin haber escuchado ni un sólo día de sus vidas una palabra en contra de la Medicina, sin haber visto ni una sola vez un mal gesto, una pérdida de papeles, un improperio descolocado. Y como todos ellos, se ha hecho mayor en la burbuja disneylandianda de convertirse en una familia repleta de médicos.

Pero ahora ha llegado el momento de la verdad, y el adolescente, sin perder la referencia en el titilar de su pequeña parcela de estrellas, tiene miedo, una extraña sensación de sentirse desvalido que rechaza con la agresividad propia de su edad. Y ese niño que ha empezado a rendirse al paso del tiempo y gasta hechuras de adulto, piensa si será en realidad ese su destino, piensa en si vivirá su vida o si vivirá la vida de su padre. Piensa aterrorizado en qué pasará si falla, qué ocurrirá si da un traspiés tan cerca del final. Había llegado hasta allí siempre con la confianza ciega de quien hubiera leído ya el libro de su destino, y de repente, se sentía al borde de un abismo tan negro como si al cielo que contemplaba le hubieran robado las estrellas.

Y mientras el adolescente tiembla en su noche en vela, un piso más abajo el médico no se perdona haber sembrado y regado en ese campo fértil y ha renunciado al sueño no porque tema que su hijo no sea capaz de conseguirlo, sino porque le aterroriza el pensar que haya podido convertirle para siempre en un desgraciado.










1 comentario:

Anónimo dijo...

Bonito relato que sugiere adivinar sentimientos autobiograficos, Uno apostaria por confiar en un futuro mejor en general y para nuestra profesión en particular. Las enfermedades sociales tambien pasan - amenudo no sin dolor, sin profundo dolor- pero el médico-a que tiene vocación siempre estará en las mejores condiciones para ser feliz y sentirse pleno.