lunes, 9 de octubre de 2017

Prácticas

La guardia transcurría relativamente plácida, todo lo plácida que puede transcurrir una guardia en un servicio de urgencias durante un fin de semana. El reducto de pediatría resistía a las hordas invasoras desde sus salas de esperas repletas de mocos, llantos y papás rapartiendo a partes iguales las caras de sueño, de preocupación y de aburrimiento.

Asomarse a los pasillos daba un vértigo que la joven residente prefería evitarse, después de cuatro meses de recorrerlos con más pena que gloria, como corresponde a una recién llegada a la que se lanza al ruedo a torear directamente un mihura con picadores. 

Pero ahora se sentía bien en esa Invernalia pediátrica donde las horas pasaban al ritmo de termómetros remetidos debajo de los bodies y jeringuillas de suero oral naranja con las que ir probando tolerancias intolerantes. 

Llevaba apenas una semana pasando allí las mañanas, añorando la consulta de su pueblo mientras separaba el trigo d las urgencias de las injentísimas cantidades de paja de las banalidades sin fin. Pero no se desesperaba porque era una optimista nata, cualidad que le auguraba un amable futuro, sin duda, y porque se había comprometido consigo misma a disfrutar de ese trigo de urgencias que, estaba segura, iban a hacer que aquella rotación mereciese la pena. 

Pero aquellos buenos deseos eran los de lunes a viernes de ocho a tres. Y hoy era sábado a las diez de la noche y el día pesaba en ambas venas safenas como si fueran dos trombos anti-sintrones, así que los mocos y las fiebres de diez minutos de evolución para ser francos empezaban a adelgazar su optimismo y a tocarla mucho las gónadas. 


La enfermera entra con toda la autoridad de su triaje de perro viejo que ha renunciado a dos concursos de traslados porque le va la marcha. 

- Hay dos lactantes de tres meses que llevan desde ayer con fiebre alta y se les ve malitos, y una niña de dos años que ha empezado a llorar hace tres horas según los padres y que no se le pasa con nada. 

Los bebes no tienen el detalle de venir al médico con poca ropa. Son el alter ego del abuelo con refajo. La joven residente es de naturaleza sistemática y repite germánicamente su guión para evitar olvidos, mientras anota las respuestas en el teclado con esos dedos juveniles que consideran una rareza los BIC. La enfermera apremia a la madre para que deje a la criaturita cono un querubín de Miguel Ángel. La adjunta llega mientras la residente está traduciendo la anodina exploración al ordenata y se pone en situación con un par de preguntas y un arrebolar de su bata que manda a los padres a esperar en la sala de ídem a que los Apiretales refresquen los calorines del rorro. 

El otro lactante se queda enganchado a una mascarilla de piloto de las US Air Force, demostrando que en los pulmones caben varios decibelios de llanto aunque los bronquios se empeñen en estrecharse. 


El pequeño reducto pediátrico sigue recibiendo visitantes al ritmo de la Pietá en el Vaticano, aproximadamente, pero los triajes salvajes e inmisericordes de la enfermera alférez no detectan motivos para retrasar por más tiempo la entrada de los pobres padres que acumulaban tres horas de llanto soportado con su nenita de R2 de humana (y que entretenida con el trasiego de enrededor, había concedido esa tregua que se da siempre que uno va al médico)

El saludo inicial de la doctora abrió las compuertas de la indignacion de los desesperados padres. Que los lactantes aquellos hubieran adelantado por la derecha y por la izquierda a su pequeña era una afrenta imperdonable. De nada sirvieron las pacientes explicaciones de la joven residente acerca de las prioridades, los triajes y demás zarandajas. Las quejas persistían y se retroalimentaban  mientras la niña era izada sobre la camilla y se descubría el enrojecimiento de un tímpano como presunto causante del inexplicable llanto. 

- ¿No han ido ustedes a urgencias al Centro de Salud?

Aquella pregunta fue la afrenta definitiva, la declaración unilateral de guerra, la quema de la bandera. ¡Cómo se atrevía! Aquello era Urgencias, allí es donde están los pediatras de guardia y lo de su pequeña era una urgencia. Y su niña tenía que ser vista por un pediatra. Faltaría más. 

- Pues esperen un momento, porque yo soy residente, y además de medicina de familia. Ahora mismo aviso a la pediatra para que vea a su hija. 

Sí, la residente asumía que acababa se abandonar su aureola de santidad, percibía claramente que había tirado por el retrete toda la paciencia que recomendaban los manuales del buen aprendiz, pero es que la pesadez de las piernas parecía haberse cuadriplicado y, a esas alturas, no había ninguna parte de su cuerpo que estuviese ya para farolillos. 

La adjunta volvió de sus quehaceres adjuntiles y fuer rápidamente informada de la escalada del conflicto, así que entró en la sala torciendo los labios al estilo Trump y aquello hubo momentos en que pareció una reunion campestre con Kim Jong-un. Mientras la madre abandonaba la sala con la niña en brazos a medio vestir, el indignado padre, casi arrancando el informe de manos de la adjunta, dejó su última perla:

-"Es una vergüenza que utilicen a nuestros hijos para hacer prácticas" 

Y lanzando una mirada de misil norcoreano, se fue con viento fresco. Y la vida siguió en aquella noche de sábado, el reducto de pediatria seguía a punto de rendirse, los pasillos de interna y trauma se poblaban como las playas de Benidorm en verano, y a la noche siguió la madrugada y a ésta el amanecer, en el inacabable y kafkiano karma de los servicios de urgencias. 












1 comentario:

Catalina Coral Coral dijo...

Retos de todos los días, de nunca acabar