De siempre le habían llamado la Negra. Derley de la Concepción es un nombre demasiado difícil de entender en este país de personas tan serias y taciturnas. A ella, que le dieran la alegría de su Caribe, aunque las calles de su pueblo no conocieran el asfalto y hubiera que meter los pies en ríos de charcos durante la época de las lluvias. En este país a la gente parece costarle un disgusto tener que sonreír. A ella le gusta que le duela la cara al acabar el día de haber reído tanto. Definitivamente, este era un país de mierda.
Pero era al menos una mierda que le había proporcionado trabajo y lana que poder enviar a su familia, a su preciosa hija que por fin había podido entrar en la Universidad y ahora vivía en la capital, en un piso que pagaba con el dinero que le llegaba con Money Gram cada mes. No, no es que fuera una desagradecida, era sólo que echaba tanto de menos su pueblo, a su madre, los charcos de la calle y la lluvia ecuatorial mojándola su cara de Negra sonriente.
Felisa había muerto hacía ya más de un año. Sus últimos seis meses sus hijos decidieron que sería mejor que la cuidaran en la residencia del pueblo. Ella lloró hasta quedarse seca. Iba cada tarde a darle la mano junto al ventanal donde Felisa dormitaba, pendiente de secarle la baba que se le escapa de la boca inerte, de contarle algún cotilleo del pueblo en sus breves ratos de lucidez.
Ahora cuidaba a un matrimonio de ancianos. Ella era una mujerona de carácter que habría podido echarse a los hombros la revolución mejicana si hubiera querido. Sólo era una sombra de lo que fue, pero aun así era una sombra imponente. Llevó mal que sus hijas le impusieran a aquella extraña de la que casi no era capaz de recordar el nombre.
- Llámeme Negra si lo prefiere, - le dijo cuando la vio sufrir intentando pronunciarlo. La miró con una mirada de las que te colocan a distancia, una distancia infranqueable y extremadamente fría.
- Aquí se utilizan sólo nombre cristianos.
- Entonces si le parece llámeme Concha, que es mi segundo nombre.- Asintió zanjando el tema. Ella tuvo muy claro desde el principio que debía llamarlos a ellos de don y doña, no hizo falta que se lo dijeran. Por la noche, soñó que dormía en la habitación junto a Felisa y que se levantaba por la noche al oírla trastear, para prepararla un vaso de leche caliente. Ella le decía gracias Negra, y después se dormía con su sonrisa eterna en la cara. Fue un sueño precioso.
Vuelve a caérsele el pelo a matojos y a tener ese dolor justo en la boca del estómago que tuvo cuando pensó que se quedaría en la calle, después de diez años cuidando a Felisa y al bueno de Rogelio, hasta que se murió cuando ya no recordaba a nadie de los que le rodeaban, y deambulaba por la casa con cara de angustia, como si fuera un niño al que abandonan en un colegio nuevo. Ha pedido cita con el médico por internet, y ha tenido que enseñarle el móvil al hijo pequeño de los señores para que se creyera que de verdad tenía que ir a la consulta. La noche anterior, cuando se levantó a ayudar a la señora a ir al baño, se permitió el lujo de comerse unas natillas a solas, en la oscuridad de la cocina. Adoraba esos escasos momentos en que podía olvidarse de todo y darse un capricho dulce, sin ojos inquisidores controlando cada uno de sus movimientos. A la mañana siguiente, el hijo mayor de los señores la llamó por teléfono indignadísmo, reprochándole esa fea costumbre de comer a escondidas. Mejor haría en reprocharle a su madre la costumbre de espiarla, aunque le aconsejaría que el reproche se lo hiciera cara a cara, así al menos su madre podría verle alguna vez.
Hay conciencias que pretenden lavarse haciendo daño a otros.
El médico siempre tiene una sonrisa para ella. A él le gusta llamarle Negra. Una vez estuvo en el Caribe de joven, y llamarla así parece que le trae recuerdos dulces. Él le ayudó a buscar el trabajo que tenía ahora. Los hijos de los señores le habían preguntado si conocía a alguien competente que les cuidara, como alternativa mejor a la residencia, y justo coincidió con la entrada de Felisa en ella, así que el médico les dio su nombre. Bendito sea. Aunque ahora tenía que volver a explicarle lo de los puñados de pelo negro en el suelo de la ducha y lo del dolor de tripa que la partía por la mitad.
No sabía cómo lo hacía, pero el médico tenía la capacidad para llevar la conversación a su vida, y en realidad a ella le encantaba, porque entre risas y medias palabras reconocía que allí se sentía menospreciada, que no soportaba las miradas de desconfianza de la vieja, ni los aires de superioridad de los hijos, que pasaba las noches en vela pero luego durante el día tenia que ocuparse de la casa y estaba tan cansada que ya no se acordaba de que para sonreír hacían falta tantas músculos, así que se ve que para economizar esfuerzos, ya apenas reía.
Y ella era la Negra, la mujer más risueña de su pueblo, la que se había dejado el alma en las calles asfaltadas y limpias del primer mundo para que su pequeña nunca jamás tuviera que abandonar a su gente. El alma y la sonrisa.
El médico la escuchaba cuando por fin cogía la directa y soltaba los sapos y las culebras que almacenaba justo debajo del diafragma y que le provocaban riadas de ácido clorhídrico, y una horrible tendencia a dejarle el cuero cabelludo como la bola negra del billar americano. Aquel día iba a decirle que se marchaba antes de que sólo volviera a su país la sombra de ella misma y ya nadie la reconociera. El médico la dio dos besos y una abrazo de pie junto a la puerta antes de despedirse.
-¿Entonces no me manda nada, doctor?
- Sí, te mando que vuelvas a sonreír.
El Seminario de Innovación en Atención Primaria nº 35 celebrado en Lleida sobre Cuidados y Salud ha sido extraordinariamente reconfortante para quienes asistimos, en gran parte, por lo que tuvo de abrirnos los ojos a la realidad de los cuidados que nos rodean y que son tan habituales como el azul del cielo, y como a éste, apenas somos capaces no ya de apreciar su hermosura, sino tan siquiera de pararnos a contemplarlos.
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