La doctora lleva poco tiempo en el trabajo, apenas un mes. Ha pasado la mayor parte de los días acompañado a quienes ya portan escamas después de dejarse las entrañas repartiendo metadona y escuchando a la vida desgarrarse por las costuras mientras el resto del planeta entra a comprar en el Primark o rodea con un lápiz rojo el catálogo de juguetes de El Corte Inglés como si el dolor y el sufrimiento fuera una cosa de una serie de Netflix.
Pero desde hace unos días ya vuela sola. Saborea la libertad de entrar en la consulta y encender el ordenador, recolocar el marco de la foto de sus hijos y repasar los guasap pendientes mientras se acerca la hora de empezar. La doctora lleva puesta a esa hora de la mañana su sonrisa de felicidad, la que descubrió cuando se dio cuenta de que podía de verdad ayudar a alguien, más allá de mirarles los mocos en el cavum o de leerles sus cifras de colesterol malo. Esa sonrisa que te tatúa la sensación de ser útil, y que es jodidamente difícil quitarse de la cara.
Pero vamos, que la vida borra los tatuajes mejor que cualquier láser, y si se empeña, a media mañana de la famosa sonrisa no te queda ni rastro.
Pero aquel día las historias se sucedían con la mecánica que da la reiteración, a veces tan agradable como falsa, y la sonrisa permanecía detrás de cada puerta cerrada y de cada gracias que pronunciaban mirándola a los ojos, con acentos de asamblea de la ONU, pero con lo que a ella le parecía una expresión sincera aunque aquello se tratase del gran teatro del mundo.
Debía ser alrededor de mediodía cuando se dio cuenta de que el siguiente paciente estaba marcado como nuevo. Los pacientes nuevos requieren entrevistas más largas, porque a veces lo único que traen son silencios, y no reconocerían un puente de confianza ni aunque les dieran con él en la cabeza. Pero ella no se desanimaba casi nunca; casi, al fin y al cabo era un ser humano. Su nuevo trabajo era bastante menos esclavo del tiempo que la consulta de primaria de donde venía, y a los pacientes nuevos se les reservaba una maravillosa y a veces aterradora media hora por la que hubiera matado en su consulta del pueblo.
El tipo tendría unos cincuenta años, pero de los de antes de los gimnasios, el running y la comida biónica, de los que traían ojeras, el pelo blanco y un cansancio mortal en la mirada. Cincuenta años de los que han olvidado hasta el recuerdo de la juventud. Venía vestido discretamente, aseado, bien afeitado. En la puerta, apretó con timidez la mano de la doctora, como si le diese miedo quedarse corto y flácido en el apretón, pero no quisiera medir fuerzas. Un saludo desentrenado y torpe.
Se sentó obedientemente donde le indicó la doctora y mantuvo la vista fija en el suelo hasta que ella se acomodó al otro lado de la mesa. No era muy grande, ni tampoco lo era ella. Parecían dos alumnos de parvulitos esperando al profesor en una clase de primaria.
La doctora sonreía subiendo al menos cuatro grados los niveles de calidez ambiental, y el tipo parecía percibirlo porque levantó la vista y el gesto adusto se convirtió en suave casi al instante. Entonces ella le pidió que le explicara con sus propias palabras su historia; había aprendido a respetar las narrativas, aunque se alejaran de los fríos e insensibles documentos oficiales, de sus fechas y sus datos numéricos y asépticos. Las narrativas, incluso las fabuladas, estaban llenas de sentimientos, y eso es un lujo asiático.
El sujeto perdió la vista en algún lugar de su pasado, un lugar al que de momento no pensaba llevar a nadie, pero le contó a la doctora como había pasado los últimos casi treinta años en prisiones, y como, simplemente, ahora estaba en libertad. Así de simple, así de escueto, así de terrible. El informe abierto en el ordenador confirmaba toda aquella vida en los pasillos, las celdas y los patios traducido a su propio lenguaje descarnado.
Cuando explicó que estaba decidido a abandonar la heroína con la ayuda de la doctora y de la metadona, se cayó como si se hubiese limitado a leer el parte de guerra. Pero ella sintió aquel relato como un 7 de Richter en su necesidad de ayudar a los demás, y reconoció en esa guerra el campo de batalla donde lucharía a brazo partido hasta la extenuación. Como un ametralladora, desplegó ante el individuo todos sus recursos, sacó papeles de derivación a trabajadores sociales, psicólogos y psiquiatras, grupos de escucha, pliegos dirigidos a la concejalía de vivienda y citaciones con el INEM para el día siguiente. Era el general Custer haciendo sonar la corneta mientras asaltaba con el Séptimo las posiciones enemigas.
Y como el general Custer, fue desarmada y derrotada por una sola frase. El hombre alzó la vista y la miró a los ojos. Entonces sin estridencias, sin apenas ruido, le dijo:
-"Gracias doctora, se lo agradezco de veras. Pero yo ahora sólo quiero vivir en paz"
Y levantándose, le tendió la mano a través de la mesa. Ella tardó los segundos propios del aturdimiento en ponerse de pie y devolverle el apretón esta vez mucho más confiado y sereno, segura como estaba de tener la boca abierta y sentirse tan inútil y perdida como un pez aleteando en la arena de la playa tumbado de lado.
Sí, sin duda la vida borra las sonrisas tatuadas mejor que el más moderno de los láser.
1 comentario:
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A veces tus relatos te llevan a casos frecuentes, pero éste en concreto guarda sincronía.
Últimamente varios de mis pacientes acuden al centro de deshabituación de adicciones.
Ciertamente me es muy gratificante que den el paso.
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Algunos son reincidentes. Se les anima y apoya. Se les felicita. Se intenta mitigar que sientan vergüenza de haber recaído. Se les agradece que tengan esa relación de confianza con nosotros.
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Otros son nuevos.
Es curioso como narran lo que oyen en las terapias de grupo. Para ellos son cosas que no les sucede a ellos. Hasta que cuentan sus propias historias y aprecian la similitud con la de los demás.
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Los compañeros de las UDA escuchando la vida de sus pacientes...
Menos mal que en Medicina Familiar y Comunitaria escuchamos muchas variedaded de historias.
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