Está a punto de sonar el despertador. Siete minutos para las seis cuarenta y cinco. Da igual. Está segura de haber visto todas y cada una de las horas. ha oído el ruido tranquilo del sueño de sus padres, algún ronquido suave, sonidos de infancia que la sosiegan, pero que no consiguen hacerle dormir.
Un día más, casi todos los del último mes.
Cuando suene el despertador se levantará con su envidiable agilidad matutina, esa misma energía con que se ha levantado cada mañana para ir al colegio, a la universidad, al hospital o al centro de salud donde hizo la residencia. Ese caudal de buenas vibraciones con que se echaba al coleto el vaso de leche caliente mientras hablaba con su madre de cualquier cosa, como si el día lo hubiesen puesto ahí para que ella se lo merendase con patatas.
Había tenido una vida hermosa, sin duda. Había querido ser médica desde niña, desde que sus padres le pusieron entre sus manos un maletín de plástico rojo repleto de cachivaches con los que se pasaba el día persiguiéndoles y atormentándoles en sus enfermedades imaginarias: los peajes de no haber podido disfrutar de un compañero de juegos. Aunque ellos lo habían sido. No cabían los reproches.
El esfuerzo de esa niña brillante en todo lo que se proponía la convirtió en lo que había deseado, y sus padres la acompañaron a la puerta del Ministerio a que escogiera con el corazón en un puño, aunque ella estaba tan radiante como si acabara tomarse el Colacao de la mañana. Al salir se abrazó a ellos eufórica porque, en realidad, nunca había querido ser ninguna otra cosa que no fuera médica de cabecera y el objetivo estaba bastante más cerca.
Así que cada mañana siguió despertándose con la misma energía incontenible con la que arrollaba a todos a su paso, dejando sonar apenas dos segundos el timbre del despertador, cantando en la ducha y besando en la mejilla a su madre antes de marcharse a convertirse en lo que deseaba convertirse. y cuando aquellos cuatro años pasaron en un pestañear de horas robadas al sueño, se encontró convertida en médica de familia una mañana de uno de los mayos más hermosos que es capaz de recordar.
Y siguió arrastrando su huracán energético todas las mañanas de verano en las que se recorrió ciento y una consultas, todas diferentes y todas iguales, sintiéndose capaz de disfrutar de los breves momentos en que notaba que saltaba la chispa de conexión con esos extraños que se sentaban incómodos y fastidiados por la inesperada novedad de su presencia, y que se dejaban seducir por su sonrisa y el casi palpable deseo de ayudarles que irradiaba.
Y aunque se sentía cansada, aunque le ponía nerviosa que cada día se convirtiera en un nuevo comienzo, de resultados inciertos, aunque deseaba con una envidia malsana convertirse en la propietaria de ese cariño dependiente hacia sus médicos, por desastre que a veces le parecieran a ella, ese enlace emocional que adivinaba en muchos de los pacientes que atendía, a pesar de todo ello, no había mañana en que no saltara de la cama como si aquella hubiera sido la noche de los Reyes Magos y ella volviera a tener cinco años.
Así que cuando al fin le llegó la llamada, se sintió como la actriz a la que llama su representante para ofrecerle el papel de su vida. Y aquella mañana el despertador no sonó ni unas décimas de segundo, y la canción en la ducha fue un dueto con el mismísimo Springteen, y el Colacao estaba en su temperatura justa, y el beso a su madre le dejó una señal en la mejilla.
Cuando entró en el centro de salud, tenia tal subidón que era imposible que le afectara el desagradable recibimiento de la administrativa, que le dedicó veinte segundos y un gesto displicente de su cabeza para indicarle donde estaba el estar del personal. Tenía tanto optimismo, que no podía hacerle mella la frialdad de la directora, ni sus advertencias en relación al cupo tan conflictivo que heredaba. Era tan feliz, que los dos o tres holas insulsos que recabó entre la mitad de sus compañeros y las miradas indiferentes de la otra mitad eran como los copos de nieve que aparecen la tarde de un día lluvioso, no tenían ninguna posibilidad de cuajar.
Lo que ocurre es que aquel era sólo el inicio de la nevada, y ya apenas pararía de nevar en las siguientes semanas, ni en los siguientes meses. Era muy difícil no percibir la soledad en la que vivían todas aquellas personas, y era muy difícil que ella fuera capaz de asaltarla. Y lo intentó, desde luego que lo intentó. Lo intentó con sonrisas, con cafés, con propuestas. Pero es una tarea inmensa conseguir que alguien se de cuenta de que está solo, sobre todo cuando no le importa estarlo. y en ese malecón de soledad se encontró resistiendo los golpes. Porque en la consulta comenzó a encajar golpes como el primero de los Rockys, echándose a los riñones cuarenta y cinco o cincuenta uppercuts, algunos directos al hígado, capaces de cortarla el resuello para el resto del día.
Y aunque, como el bueno de Balboa, volvía a despertarse cada mañana con las pilas suficientes para subir los escalones del Museo de Arte de Filadelfia mientras suena el Gonna Fly Now, sentía que cada vez se consumía antes esa ilusión. Y en medio de aquel marasmo, era incapaz de encontrar esas conexiones que había anhelado, se le escapaban esos momentos únicos en la consulta, sustituidos por demandas sin sentido, quejas absurdas, frialdad y desconfianza. Y cuando intentaba encontrar refugio en ese mantra que había creído con la fe de la inocencia, el del equipo que unido se lanza contra todas las dificultades, tampoco era capaz de encontrar a su alrededor nada que pudiera remotamente asemejar siquiera la sombra de un equipo.
Y así, las horas empezaron a hacerle compañía durante las noches, y el insomnio se fue comiendo la energía de la mañana como si de un Apocalipsis se tratara y en el coche de vuelta a casa empezaron a aparecer las lágrimas, de rabia, de pena y de impotencia, todas mezcladas, que es peor.
Y el día en que ese sujeto al que la droga había dejado pocas neuronas sin achicharrar se marchó con su frustración dando un portazo de la consulta, pero escupiendo antes un asqueroso cualquier día te va a pasar algo, las lágrimas ya no la abandonaron. Aguantó el tipo como pudo y empapó el volante, el hombro de su madre, dos cajas de Kleenex y la almohada. Y las horas, todas, la acompañaron borrosas.
Y cuando sonó el despertador, por primera vez en su vida, se quedó en la cama, como Rocky en la lona del ring, derrotada, hundida, y sin querer saber si queda alguna esperanza.
3 comentarios:
Magistral! Que dolorosas son esas lagrimas!
Escribo el comentario como si el de una fotografia se tratara y no sin dolor:
Que pena de sociedad que malogra y destruye a sus miembros mas valiosos , no porque sean mas listos o superiores a los demas, sino tan solo porque poseen mas capacidad de generosidad, vocación y preparación para ayudar a los demas, aliviar el sufrimiento humano y en el fondo para empujar el verdadero progreso de la humanidad.
Tal vez solo con una motivación superior y trascendente, como desde la Fe, es posible afrontarlo con animo e ilusión
¿Si mi hija quisiera ser medico de familia, la animaria para poder asi ser feliz....o por el contrario seria para que se destruyera sufriendo, siendo maltratada y aprendiera a realizarse en el masoquismo?
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