Aunque el soldado sea veterano en mil batallas, las derrotas siguen dejándole el mismo regusto a ceniza en la boca que el primer día. Y se dice una mil veces que no debería ser así, que la espalda se endurece a base de palos y la piel engruesa como la de un rinoceronte con el tiempo y los vaivenes de la vida. Pero da igual lo que se diga, porque sabe a ciencia cierta que sigue sintiendo cada fracaso como si se erizara todo el vello de su cuerpo por las yemas de unos dedos apenas deslizados por su espalda.
Es una reflexión demasiado profunda para un viaje semi automático en coche de vuelta a casa, pero es que ese día parecían haberse concentrado los reveses, empañando todo lo demás, y dejando el aire triste y deprimido que se respiraba por encima de la música de fondo.
En el ordenador había repasado a primera hora los visitantes a urgencias del hospital del fin de semana. Es una costumbre que le obligaba a dejarse los ojos en el ordenador mientras buscaba el nombre de sus pueblos en el listado cuasi infinito que escupía la pantalla. Un cazador a la espera de que salte la presa.
No esperaba encontrarse con su nombre. Había luchado porque se cumpliera su deseo de no moverse de su cama, había ido día sí y día también a verle, a tranquilizar a sus hijas inquietas por el merodeo de la muerte, una invitada demasiado grande y dolorosa como para que pase inadvertida; había dejado un número de teléfono del que no se había apartado durante todo el fin de semana; había instrucciones escritas, había consuelo y millares de puentes hacia la empatía, por los que escapar del miedo. Pero allí estaba su nombre, con un informe tatuado en letras rojas mayúsculas con un latinajo que encubre una salida, una palabra demasiado parecida al éxito como para que tenga sentido en semejantes circunstancias. Un lamentable y sonoro fracaso.
Tardó unos segundos en digerir la pena y otros más en anotar su nombre en su obituario particular, con la triste apostilla de no haber podido cumplir su voluntad de marcharse desde su dormitorio, queriendo entender el terror que sentirían quienes le rodeaban, que les llevó a una búsqueda ansiosa y estéril de una ayuda imposible.
La primera paciente de la lista apenas viene por la consulta. Es una mujer de cincuenta y tantos que le trata de usted a pesar de conocerle hace más de diez años. Siempre ha adivinado en ella un mundo inaccesible, y se enfrenta, cada vez que la tiene sentada junto a él, con esa rara sensación de que podría ayudarla de algún modo, y con la terrible frustración de unas puertas cerradas de un portazo en las narices. Esta vez viene a pedirle que la mande al psicólogo. Se lo ha soltado así, de sopetón, con ese tono de Medicina de Alcampo, del que pide cuarto y mitad de filetes de ternera que estén bien tiernos. El médico encaja el golpe con una sonrisa holywoodiana y se lanza a la tarea de intentar abrir esa caja de Pandora, dispuesto a lidiar con el vendaval que quiera desatarse. Pero la caja permanece cerrada a cal y canto, es solo que tengo problemas personales y tengo que explicárselos a alguien que pueda ayudarme a afrontarlos mejor.
No era ningún resquicio en el muro, ni una grieta, a pesar de la sonrisa con la que lo ha explicado. Aquellos ojos siguen cerrados. No, usted no puede ayudarme, prefiero contárselo a alguien que no me conozca.
La consulta de un médico de cabecera deja pocos momentos para regodearse en el fracaso. Hay una oportunidad nueva detrás de cada nombre en la lista. Apenas ha tenido tiempo de calentar, de hacerse con la posesión del balón y dar un par de pases buenos, cuando ella se sienta junto a él con gesto serio. Le ha nombrado por su nombre, a pesar de que en la lista figura el de su marido. Cosas de la longitudinalidad. La nota tensa, el lenguaje corporal está tan claro para el viejo médico como si los pacientes llevaran subtítulos. Quiero que le pidas el PSA a mi marido. A mi cuñado le han dicho que tiene un cáncer de próstata y me da miedo que él también pueda tenerlo.
Hay una buen relación desde hace años con los dos. No están en su lista de aterrorizados por la medicalización, así que el médico responde a la petición primero un par de chascarrillos relacionados con los parentescos y las leyes de Mendel. Ella no mueve ni un músculo, no varía ni un milímetro su determinación de no salir de allí sin el fatídico marcador. El médico cambia al modo profesional, interroga sobre síntomas, explica pros y contras, y el mismo muro impenetrable le golpea sin piedad. Ve el fracaso ante él tan palpable como si estuviera sentado entre ellos compartiendo la consulta en ese momento.
La consulta se queda fría cuando ella se marcha con el mismo gesto serio con el que había entrado, sin el mínimo rastro que denote la alegría de la victoria, tan solo su decisión inquebrantable.
El dia no está resultando demasiado reconfortante.
Cuando les ve sentados esperando, sabe que la suerte está echada. Ambos viene de vuelta de su peregrinar por las consultas del ambulatorio. Traen un cerro de papeles y una montaña aún mayor de preguntas. Aquello se parece demasiado a los viejos exámenes, hay trampas escondidas en medio de aquel galimatías, pruebas de fe que el médico empieza a estar harto de soportar. Intenta pasar al contraataque reprochándoles que no hubieran solicitado más información cuando estaban sentados delante de los autores de aquellos informes, pero por sus sonrisas condescendientes adivina que también lo hicieron, nadie se libra de pasar los exámenes finales.
La consulta se alarga sin que se adivinen escapatorias. La Medcina paga su peaje por haber creado sus propias criaturas, y es inevitable que tarde o temprano intenten sacarle a alguno los ojos. Y seguramente todos nos lo tengamos merecido. Aunque al que está más a mano le apetezca más bien poco la enucleación.
No, no ha sido un día demasiado reconfortante. El tráfico y su monotonía hace su trabajo diluyendo la capa de lodo y fracaso. Así es la vida. Seguramente, mañana vuelva a salir el sol. Seguramente, ésta siga siendo la profesión más hermosa del mundo.
4 comentarios:
Gracias, asi nos sentimos algunas, parece que quien no lo siente, no lo padece, en la profesión y fuera... yo lo comparto y como dices detrás de uno, otro, todo un universo agotador pero donde podemos ver las estrellas. Un abrazo.
Gracias a ti. Parafraseando al poeta, si estuviésemos todo el día llorando, nos perderíamos la belleza de la noche estrellada. Abrazos
Muy bien comentada una de nuestras habituales jornadas de trabajo. Aporto información sobre una confusión frecuente: el término exitus en latín no significa éxito, sino salida; de ahí viene la palabra inglesa exit. El latinajo completo que se suele utilizar para denominar al fallecimiento de un paciente en medicina es exitus letalis, que se traduciría por salida hacia la muerte.
Un saludo
Juan Tormo Molina
Gracias Juan. Sí, tienes toda la razón, y como escribo, la palabra (exitus, que a veces aparece en rojo en los informes de los pacientes fallecidos) "encubre una salida", pero se parece demasiado a la palabra éxito. Me encanta que hayas captado lel sentido de as palabras, para quien escribe es siempre una satisfacción.
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