lunes, 30 de abril de 2018

Somos lo que somos

Hay ocasiones en las que te enfrentas a la pantalla del ordenador con el inconfesable deseo de la intimidad, momentos en los que el ego del escritor quiere ser arrinconado por el ansia de abrirse las entrañas y derramar las tripas por la hoja en blanco, en los que el guiño del cursor parece convertirse en una invitación a quedarse en pelotas. Entonces agradeces los puentes, las fiestas que mantienen a la gente alejada de redes y demás trampas de captura y les permiten correr libres por las carreteras, los prados y los cortes de mangas al jefe cabronazo, a la rutina pelma y a la compañera de piso insoportable.

Entonces te pones a escribir para ti sólo y te ves leyendo en la pantalla del ordenador, a principio de semana, en un rojo llamativo y poco respetuoso, la palabra éxitus bajo el nombre de la mujer a la que has ido a ver casi cada viernes en los dos últimos años. Aunque esperas la noticia, te golpea con el punch de un campeón del mundo de los pesos pesados, quizás porque aun después de tantos años, sigues teniendo la mandíbula de cristal.

Trasteas en las notas de los médicos del hospital para leer cómo pasó sus últimas horas, y sonríes recordando cómo bromeabas con ella cuando le contestabas a sus profecías agoreras pidiéndole que lo que tuviera que pasar fuera en fin de semana para que no te llevaras el disgusto. Cariñosa y obediente hasta el final.

Dos años acompañándola en esa ruleta trucada de la fortuna que le habían deparado unos bronquios de papel, capaces de cerrarse si piedad hasta protestarle cada molécula de O2 atmosférico, un corazón   de los que no caben en el pecho, pero que iba rindiendo poco a poco su fracción de eyección, y tres o cuatro vértebras de gomaespuma que decidieron ceder a los kilos y los corticoides y regalarle una sarta de dolores de esos que los médicos llaman DCNO y que traducido viene a ser algo así como un puto martirio que al que le toca, se puede dar por jodido.

Dos años de sentarse en una silla frente al sillón donde pasaba las horas, con el perro abandonado que  trajo con su adopción la alegría y el acompañamiento a la casa, y el martirio a los antiguos reyes del hogar, los gatos. El perro que tenía que estar en medio, entre el médico y la paciente, pendiente de la cara del galeno tras la auscultación, como si fuera un residente más, atento a los gestos y las palabras.

Dos años de croquetas y huevos de corral que llenaban los platos de los chiquillos de tortillas anaranjadas devoradas en un abrir y cerrar de ojos, de dos besos de despedida y la tranquilidad que reflejaban sus ojos cuando ese fin de semana el sábado se volvía de confianza porque a sólo cinco kilómetros se batía el cobre el médico que mejor la conocía y la entendía. Dos años de ajustes finos y de trazos gruesos en el cuaderno donde anotábamos el tratamiento, de conocer la vida y milagros de las residentes que rejuvenecían al viejo maestro y que aprendían el lenguaje de sus bronquios y de su sonrisa encantadora como el abc de la medicina de cabecera.

Dos años robados a los hospitales y regalados a todos los que subían la cuesta hacia su casa y admiraban las flores que cuidaba con mimo su marido.

La semana se cierra en una cena de compromiso. Vuelvo a ver a mi capitán, el jovenzuelo aquel que se atrevió a fundar en nuestros corazones el club de los poetas muertos, diez años antes de que Robert Sean Leonard y Ethan Hawke se subieran encima de la mesa para seguir al fin del mundo a Robin Williams, el tipo que entró en nuestras vidas de niños de once años para enseñarnos que debíamos dejar un mundo mejor del que encontramos, y con el amor con el que siempre lo hacía todo, darnos esa patada en el culo para abandonar la niñez y empezar a transformarnos en hombres. Le veo en esa silla de ruedas que le acompaña desde que el libro de la vida arrancó las páginas donde seguía jugando al balonmano, donde seguía instalando tirolinas en los árboles más altos en los campamentos y escalando montañas con sus retoños apenas capaces de seguir sus pasos, y no puedo evitar sentir el río de lágrimas que amenaza con cerrarme el gañote cuando me acerco a saludarle.

Me recuerdo con apenas catorce años mirándole a través de una ventana de cristal, sobre una camilla, con una pesa sujetándole el craneo y un tubo de plástico llevándole directamente a los bronquios el aire imprescindible, la visión de mi héroe, mi capitán, transformado en un guiñapo con la médula seccionada y la vida pendiendo del hilo bromista del destino.


Han pasado más de treinta y cinco años. Sonríe con la sonrisa que hubiéramos seguido aquellos cuarenta chavales al Polo Sur, me mira seguramente recordándose joven y fuerte, tal y como yo me transmuto en el niño que conoció. Leo lo que escribes y tengo una sobrina haciendo Medicina de Familia a la que le digo que te lea también. 

Yo sonrío como si me hubieran entregado allí mismo el Premio Nobel. Y es que somos lo que somos porque somos lo que somos.














4 comentarios:

Juan Antonio García Pastor dijo...

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Me encantan tus historias, porque sus fragmentos despiertan recuerdos e historias de todos nosotros que no tienen nada que ver con la historia completa.
Pero evocan momentos o anécdotas, como los "huevos de corral" o "mi capitán".
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Huevos de corral
Cuando nos regalan productos naturales, los repartimos entro familia o amigos.
Le di unos huevos frescos a un amigo muy urbanita que tras probarlos se enfadó conmigo. Me dijo que los tuvo que tirar porque olían a huevo, estaba muy naranja y la clara estaba más compacta. O sea, vio un huevo de verdad y no lo reconoció.
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Mi capitán
Tenía una paciente que era como una santera o una maga en el pueblo y que vivía en el casco. Encima su aspecto era similar a la bruja del cuento de Blancanieves (tal cual a la que le da la manzana).
Llevo 30 años en Guía. Primero en el casco, luego 10 años en un periférico y desde hace 16 años nuevamente en el casco.
Cuando estaba en el periférico, me llamaba y me decía "mi capitán". Le preguntaba cómo estaba y ella me contestaba que se estaba cuidando porque no se podía morir antes que yo. Que tenía que esperarme para poder acompañarme y cuidarme para cuando yo falleciese y no me perdiese en ese mundo del tránsito al más allá.
También, creo que este recuerdo está influenciado por tener de fondo a Iker Jiménez y su Cuarto Milenio.
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Es agradable rememorar
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Raul Calvo Rico dijo...

Son historias preciosas Juan Antonio. Tienen el sabor isleño y el fondo fascinaste de la Medicina de Cabecera. Gracias por compartirlas

isabel dijo...

Como me gusta que de lo que te gusta hablar es de lo que nos va dejando huella.
Esto,los huevos amarillos,los cardillos ya pelados,las setas que rebuscan para mi,y que este año no voy a poder traerle porque me mareo....y no los protocolos,carteras de servicio...es lo que nos va dejando huella,a nosotros los médicos,y a los pacientes que nos recuerdan

Raul Calvo Rico dijo...

Tienes toda la razón Isabel. Yo creo que somos afortunados.