lunes, 27 de agosto de 2018

Rencores

El médico está recostado en el respaldo de su silla, en una de las esquinas de la mesa alargada. Le gustaría estar en cualquier otro sitio. Bueno, no en cualquier otro sitio, en uno donde estuviese sólo, en silencio, y donde pudiera llorar tranquilamente las lágrimas que le apetece llorar sin que nadie le mire pensando que se ha quedado corto en la dosis que toma de antidepresivos. Pero esa entelequia es imposible y por ahora debe conformarse con mantenerse recostado en el respaldo de su silla como si ese pequeño gesto le ofreciera la perspectiva necesaria para contemplar el tercer acto de la tragicomedia en que se estaba convirtiendo esa reunión de amigos.


Pero en realidad, cuanta más perspectiva intentaba conseguir, más dolor sentía, y más deseos le asaltaban de estar en cualquier otro lado. Bueno, no en cualquier otro lado, en la dimensión del silencio y la soledad, en la que las lágrimas son cualquier cosas menos extrañas.


La noche había empezado como empiezan todas esas reuniones, a las que no se invita a los años, aunque los muy cabrones se empeñen en presentarse sin invitación, y encima lo hagan en plan desagradable y maleducado. Pero como ocurre con los invitados desagradables y maleducados, el resto los ignoraba cortesmente y la velada progresaba por los cauces de los recuerdos y las anécdotas, que son cauces tranquilos y hasta bucólicos, y en los que todo el mundo se siente cómodo y seguro.


La comida va buscando su hueco entre las risotadas y las añoranzas, y aunque parezca imposible termina por encontrarlo. Las copas se transmutan del dorado en el rojo sangre, tan apropiado en una reunión de médicos, y en ese trasiego se relajan los músculos de las lenguas y las palabras se atropellan unas a otras, contentas y felices de verse rodeadas por todas partes de risas, que para las palabras son una especie de hermana menor simpática a la que gustan de sacar de ronda.

Cuando se despeja la mesa aparecen los cafés enseñoreándose de los manteles, y las anécdotas y los recuerdos empiezan a agotarse como velas de cumpleaños de un viejo mal sopladas, y quedan despacio arrinconadas por conversaciones en otros tonos, más recios, más duros. La hermana simpática se ha ido a acostar y las palabras sin risas son mucho más ásperas, y a veces hasta tienen bordes afilados que dejan heridas incisas que interesan piel y hasta tejido celular subcutáneo.


Hay copas sobre la mesa. Alcohol que por esconderse entre cubitos de hielo, hierbas, frutas y tónicas, no deja de ser alcohol. Alcohol que ofrece su clásica falacia de claridad mental y lenguas de estopa. Sí, éste sigue siendo un país donde las cenas de amigos deben diluirse en alcohol de quemar neuronas.

Tampoco hacía falta nada para que se desnudaran de precauciones y prudencia ciertas ideas. Este es un grupo de médicos, personas que llevan años con los dedos en el fango de las vidas y las muertes de otros seres, un batiburrillo de especialidades multicromático, una macedonia bastante indigesta de expertos en el ser humano y en cada una de sus partes por separado. Esta es una reunión de aquellos chicos y chicas veinteañeros que se miraban con timidez unos a otros en la guardarropía del hospital donde les entregaban sus uniformes bordados con el Dr o la Dra que hizo sentirse tan orgullosas a sus madres.

Y entonces el veneno empezó a correr como la sangre en una película de Tarantino, sin control y sin medida. Aquellas personas que eran ya incapaces de decir dónde estarían aquellos primeros pijamas, pusieron sobre la mesa un repertorio de acusaciones que manchaba por completo el mantel, desafiando al más potente de los detergentes de anuncio televisivo. Los pacientes eran seres alienígenas incapaces de entender su lenguaje, insensibles a su abnegación y sus desvelos. Todos ellos eran hipócritas, maleducados, zafios, egoístas, malcriados, inconformistas, despreciables, soberbios, orgullosos, mentirosos, vacuos. Unos soberanos tontos del culo.

Los casos particulares iban sumando folios al sumario, uno detrás de otro, de forma inapelable. Cada uno de ellos era jaleado, rodeado de movimientos comprensivos tónico-clónicos de cabeza, acompañado de algún exabrupto celaniano, corroborado por dos o más testigos de casos similares o con matices aún más sanguinarios.


El tribunal supremo de la Medicina, reunido en sesión plenaria, había decidido sacar a pasear a la jauría completa de sus rencores. Y el fallo era unánime, indiscutible e inapelable.


Y aquel médico reclinado sobre el respaldo de su sillón, aquel cobarde que hubiera preferido estar en cualquier otro sitio, bueno, en cualquier otro no, en una cámara de vacío anti gravitatoria donde sus lágrimas se convirtieran en burbujas que flotaran a su alrededor estallando a su albedrío, aquel sujeto se preguntó qué había pasado en todos esos años para que debajo de las alfombras de toda aquella buena gente, todos aquellos jóvenes que se enfrentaban con un cierto temblor en las canillas y en la voz a su primer paciente, debajo de todos esos años de vocación, de trabajo, de preocupaciones, de dolor y de alegría, qué habría pasado para que, despacio, inadvertidamente, como el cansancio que nos cierra los ojos cada noche, se hubiese acumulado tan oscuro y horrendo rencor.













1 comentario:

isabel dijo...

Esa misma sensacion la tengo muchas veces en esta reunion,que es es este grupo de medicos de atencion primaria.
Y me apena sentor que hemos llegado a esto,pero que nos van ayudando con el tipo de medicina que nos obligan a hacer.Sobre todo,Raul,en los consultorios de cupos enormes,rurales o urbanos.
Cuando yo empece alla por los 80,se tratsba de prevenir.....