lunes, 20 de agosto de 2018

Un día de furia

La noche anterior, al preparar la mochila, ya podía percibirse que aquella no sería una guardia normal. Sobre la cama se había quedado la maleta repleta de bermudas, polos, camisetas, toallas de playa e intenciones de desconectar, aunque no es ese orden ni tampoco en cantidades proporcionadas. La mochila llevaba lo justo, sobre todo de ánimo. Justo, justito.


Así que la mañana tenía que despertarse con una jaqueca, regalo de los hados por si alguien pensaba que sería fácil rematar la faena. Un puñal sin piedad horadando la órbita derecha con una saña propia de una mafioso resentido. No, resoplando no se iba a solucionar ese primer inconveniente postrero, pero tampoco tenía pinta de que se resolviera con seiscientos cincuenta miligramos de paracetamol, que, no obstante, entraron por el gaznate con los últimos sorbos del café con leche cargado hasta las trancas de cafeína con el que ritualmente el médico buscaba reproducir cada mañana el milagro de Lázaro.


La carretera tenía siempre cierto efecto relajante, pero en esta ocasión se dirigía al noroeste en lugar de hacia el sur, que era hacia donde apuntaba el deseo o la necesidad, así que tampoco ejerció esa labor de gimnasia neuronal que había sido siempre tan eficaz. Al llegar a la consulta, el ordenador escupió un listado casi ofensivo, que dejaba menos huecos libres que en un concierto de Springteen. Los veraneantes se mezclaban con los pacientes de toda la vida, en una macedonia difícil de digerir, de las que provocan reflujos gastroesofágicos incontrolados.


Los segundos son claramente audibles. sobrevuelan las palabras encubriéndolas en demasiadas ocasiones. La empatía se diluye a la velocidad a la que deberían correr las horas; hoy ambas han decidido descoordinarse y dejar de llevarse bien. Pero aunque a veces parezca que el tiempo ha decidido correr al revés, termina rindiéndose a la tiranía del universo lineal y la consulta se acerca a su fin. Mientras el puñal sigue horadando sin piedad el globo ocular, después de haber coqueteado brevemente con el paracetamol, la consulta se cierra. El médico echa un último vistazo asombrándose como siempre de que los objetos no conozcan la añoranza y asistan fríos a su marcha.

El coche no toma el camino del descanso, sino que se dirige a cumplir el último servicio. La enfermera intenta contagiar el ánimo que le viene de fábrica a un tipo huraño al que se le escapan los gruñidos por el latido que le golpea en el ojo. Se suceden uno tras otro los timbrazos, con esa crueldad que parece reservarse el destino de esperar a que el culo se acomode en el sofá para poner en  marcha de nuevo el ritual, que cada vez se acompaña de más juramentos mascullados en antiguo hebreo.


A la quinta dieta blanda astringente que explica, se le nota a punto de añadir arsénico a los condimentos de la limonada alcalina; los llantos de los niños en la camilla parecen multiplicarse en la cabeza como si se hubieran tragado un amplificador Bose, y nota como el buenrrollismo se va oscureciendo como en los malos cuentos de hadas malvadas. Ya no quedan huecos para las carantoñas, las entrevistas se vuelven de una frialdad siberiana al ritmo de sentadillas que siguen marcando sus cuádricpes sentándose y levantándose una y otra vez. Recae en el paracetamol e intenta cerrar los ojos durante la tregua de la cena aunque sea a costa de sacrificar las poco apetecibles bandejas del catering.


Se siente tan cansado que es incapaz de comprender cómo ha llegado hasta esa noche sin haber colapsado en el camino. Las inercias son poderosas y lo mejor es dejarse llevar en la cresta de su ola, porque como adivines el puerto, como le estaba pasando a él aquel día, es posible que te ahogues antes de alcanzar el malecón.

La noche ha sido como todas las de las guardias, de esas que parecen prestadas, de sobresaltos reales e imaginarios, que tanto montan, porque los palos que dan duelen igual en las costillas, y dejan con el mismo insomnio. A la mañana siguiente el Sol parece estar a la distancia de Venus y afinando el olfato hacia el sur, le parece oler las adelfas y el salitre que han empezado a llamarle como las mismísimas sirenas de Ulises, solo que él está dispuesto a tirar por la borda todo el perejil que llevaba tantos meses utilizando para hacer oídos sordos a sus cantos de molicie y pereza.


Al despedirse sonríe cansado a la enfermera y la pide disculpas por haber sido un compañero de fatigas tan horrible. Ella le devuelve la sonrisa, volviendo a resplandecer con su bondad de fábrica. Antes de tomar la ruta a la tierra prometida queda una última visita. Ella es la única razón por la que se va de vacaciones triste, la piedrecita dentro del zapato de su felicidad. Está tan frágil en la cama, de donde ya apenas sale, que al médico se le encoge el alma como sólo saben hacerlo las almas capaces de esponjarse. La besa bromeando para arrancarle una sonrisa que es ya sólo un amago desmayado, una sombra de lo que fue aquella sonrisa que le iluminaba la cara.

Se marcha con la promesa de escribir a diario, intentando tejer una falsa red de seguridad en su familia, la que permiten los móviles y los WhatsApp. Pero se marcha porque ya no puede más, porque no hay quien le eche la zancadilla a ese universo lineal, y él es sólo un médico más que sencillamente, se va de vacaciones.











1 comentario:

Alberto dijo...

Esas sensaciones. Gracias Raül. Descansa!!