lunes, 22 de octubre de 2018

Cambiar el paso

Está empezando a amanecer. Han dejado las persianas del salón levantadas y la naturaleza aparta de un empujón la chulería humana de las luces amarillas de las farolas pegándose un homenaje de sol rojo de deidad egipcia. Siempre les gustó mantener las cortinas abiertas, otear su skyline privado de suburbio de la capital desde el sillón mientras las horas de la noche se consumían y la lengua se secaba a golpe de palabras y se esponjaba de nuevo a golpe de vino.

Aquella madrugada empezaba también a espaciar las frases, que se habían atropellado sin descanso durante horas. En el cuco dormía la pequeña con ese sueño plácido y sin pesadillas de los bebés. Ni el padre ni la madre habían hecho intención de llevarla a su dormitorio, como si tácitamente ambos hubieran aceptado que aquella era la noche de sus vidas, que de esos debates, de esos silencios, de esos planes locos y maravillosos construidos y destruidos dos mil veces iba a depender el futuro de aquella familia embrionaria pero potente como los primeros brotes de un roble.

El miró  el reloj por primera vez cuando el telón de fondo de la ventana cambió de negros a rosados y anaranjados. Miró a la pequeña mientras se ponía en pie y trataba de reconocer los músculos, los tendones, las articulaciones, haciendo estiramientos extravagantes. Ella también miró a la niña. En ese momento un ángel la debió acariciar la mejilla porque sonrió en su sueño profundo. No hizo falta que se dijeran nada más. Aquella sonrisa inconsciente parecía haber sellado a decisión que habían tomado.

El día anterior la vida avanzaba con el aplomo que lo hacía siempre, con las prisas de la madre que se bebe el vaso de leche y mordisquea la tostada mientras amamanta a la pequeña, que se deja la voracidad en el pezón, el padre terminando de llenar el saco del cochecito con pañales, toallas, chupetes y demás aperos de padres primerizos, los besos repartidos en el portal, la pena de la separación mientras la madre médica devora kilómetros camino de su último día sustituyendo en el centro de salud al otro lado del atasco, con miedo a equivocarse de salida porque en el último mes cada semana debía tomar una distinta, sin dejar de pensar en el desgarro que nota entre el corazón y el bajo vientre y que algunos llaman ñoñería de mamá novata con la misma desvergüenza con la que ella les llama a ellos gilipollas, pero con mucha menos razón.

Mientras trata de abandonar la pegajosidad del tráfico, se dice que está más que harta de dar besos de bienvenida y despedida casi sin solución de continuidad. Y mucho más en los últimos tres meses, desde que volvió a levantar la bandera en el servicio de personal y le quedó meridianamente claro que el último año le había regalado lo mejor de su vida y le había pedido a cambio el peaje de dejarla en la cuneta mientras sus compañeros le pasaban por la izquierda. Una auténtica mierda. Como un piano, por cierto.

Estaba en la consulta repitiéndose cada vez que se levantaba a nombrar al siguiente paciente el mantra que le había hecho tatuarse su tutor en el hipocampo, con su sabiduría de anciano oriental bigotudo bañado en incienso que se las sabe todas: "no olvides que se puede hacer buena Medicina en cualquier circunstancia", sabedora de que cada vez lo repetía más y al tiempo se diluía un poco el tatuaje en su memoria.

La llamada había llegado en esos minutos de tregua que son tan raros que a veces te parece que te has quedado dormido sin darte cuenta. Casi le pareció que lo que sonaba era el despertador de la mesilla de noche. Conocía la voz al otro lado, su tono im-personal, el que le llevaba de un lado a otro como a una bola de pinball. Pero ahora la ponía entre la espada y la pared; tenía las horas que le quedaban a ese día tan vulgar como cualquier otro y a la que prometía ser la noche más trascendental de sus vidas  para decidirse. Después, la oferta habría expirado como si hubiera surgido de las rebajas de El Corte Inglés.

Había tenido que buscar el sitio en un mapa, aunque le sonaba vagamente. Pero era una ilusión, no creía haber pasado por allí jamás en su vida. No hay lugar recóndito que no tenga su huequecito en Wikipedia, y hasta su galería de imágenes en Google, que parecían postales de película de Heidi. Cuatrocientos cincuenta y siete habitantes en el censo de cuatro inviernos antes, que seguro se habrían llevado por delante con sus fríos al menos los suficientes como para transformarlo en un número redondo. El engaño de la distancia en los mapas querían darle un respiro. Pero tampoco servían para engañarse.


Hubiera sido incapaz de recordar ni un segundo del trayecto de vuelta. En casa le esperaba él y la pequeña, tan ávida que todo lo demás hubo de posponerse, hasta los besos. La oferta sobrevoló la cabecita de bebé pegada al pecho y aterrizó en los ojos sorprendidos como dos platos del padre de la criatura.

El silencio inicial prometía largas discusiones y mientras el preparaba algo ligero, los pechos se vaciaron y la dejaron frita como si la leche fuera de amapola. Después llenaron el salón de miedos, de dudas, y como habían hecho tantas otras veces las fueron transformando en esperanzas, en posibilidades y sueños, como si fueran dando la vuelta a las cartas de una baraja y descubrieran que llevaban una baza ganadora.


El sol ya se había convertido en el amo, y a ellos les picaban los ojos legañosos. Estaban despeinados y no olían precisamente a héroes ni heroínas, pero era así como se sentían, miraban al suelo, que estaba ya completamente sembrado de planes, de matices en los que nunca habrían pensado. Habían decidido ser valientes, habían decidido jugar aquella partida, así que ya sólo quedaba hacer una cosa: empezar a andar.

Dedicado a todas y todos los que decidieron lanzarse a la Medicina Rural, aunque aquello les cambiara el paso de su vida. Inspirado en tantas cosas oídas durante las III Jornadas de Medicina Rural del Grupo de Medicina Rural de Semfyc en Cuenca. Y a Jesús Igualada @iguqui por regalarme la fotografía y su significado 














1 comentario:

Begoña dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.