lunes, 25 de septiembre de 2017

Bad Medicine

La sala de espera es amplia y está falsamente compartímentada por filas de asientos metálicos e impersonales colocados espalda contra espalda formando tabiques imaginarios. Las conversaciones se entrecruzan entre los espacios. El bullicio de los niños llena el espacio del fondo, el que atrae más miradas, miradas de nostalgia, o de curiosidad, o de intransigencia. El primero de los espacios está abarrotado, no queda ni una silla libre. El central tiene apenas cuatro gatos.

Cuando el médico atraviesa la puerta corredera se incrementa el murmullo como si alguien hubiera agitado una colmena. Lanza un saludo genérico que recibe una respuesta desigual y se mete en su consulta cerrando la puerta. Desde dentro nota como la gente se tensiona, como si fueran atletas esperando el disparo de salida. Le está esperando su residente, con esa energía insultante de los veintitantos y los ojos deseosos de aprender, brillantes y enormes, como los de un manga japonés. Enciende el ordenador mientras repasa mentalmente las caras que ha visto fuera. Busca el listado  y pulsa imprimir, paladeando ya el regusto amargo que le ha quedado en la conciencia cuando la ha visto allí, en un rincón de la sala de espera, en silencio, con las manos sobre el regazo y la cabeza alta, con esa elevación de barbilla tan amenazante y tan desagradable. 

Se siente mal porque no le cae bien. Porque verla es recordarle su fracaso, y el médico no está acostumbrado en exceso a los fracasos. El es un veterano de mil guerras que se siente a gusto en las trincheras, y que, aunque a veces tiene que resistir artillería pesada, termina por imponerse, por salir victorioso aunque sea con el uniforme lleno de barro y polvo. 

Por eso supo desde el principio que ella sería un hueso duro, que aquella batalla podría convertirse en su Waterloo si no se andaba con cuidado. En sus primeros encuentros, ella le trataba con la condescendencia que se tiene hacia el pardillo recién aterrizado. No sabes nada de mi vida pero tranquilo, lo sabrás. Todo eso decía la media sonrisa que mantenía en su cara mientras le hablaba. Era una media sonrisa la mar de parlanchina. 

El médico recordaba las largas consultas iniciales, ahogado en el caos de datos que la señora le proporcionaba, intentando poner un poco de orden y luz a ese big bang de visitas a todas las consultas posibles del centro de especialidades, de pruebas hechas, rehechas y recontrahechas, de tratamientos con sentido y sin sentido, que en ocasiones parecían la mezcla esquizoide de un alquimista ebrio, y en otras, un episodio sin fin del doctor House. 


Y aquella media sonrisa diciéndole todo el rato, yo sé mejor que nadie que es lo que tengo, soy una persona demasiado especial para que los médicos me reduzcáis a diagnósticos o tratamientos convencionales. Conmigo lo tenéis claro. Ya digo, una media sonrisa la mar de parlanchina. 


Y no sería porque el hombre no lo intentó. Al fin y al cabo el valor al soldado se le supone, más al veterano. En el joven, podríamos dejarlo en inconsciencia. Y trató de hacer las cosas bien, desechar lo desechable, aprovechar lo aprovechable, racionalizar lo racionalizable. Pero tuvo que conformarse con una pírrica victoria: convencerla de que dado que los médicos no serían capaces de descifrar el jeroglífico  que suponía su existencia y la de sus cuitas, al menos se mantuviera lo más alejada posible de todos aquellos que no entendieran esta máxima fundamental, y pudieran de algún modo con sus locas teorías poner en peligro su integridad, bien con pruebas que por concluyentes que fueran, para ella seguirían siendo una pérdida de tiempo absurda, bien con tratamientos que, como había demostrado su concienzudo e inútil paso por cada hoja del vademécum, solo conseguirían una reacción facial, un qué malísima me he puesto con la primera pastilla, o un tengo unos picores por todo el cuerpo que he tenido que ir a urgencias a por el Urbasón. 


Porque esa era otra: ni un mutante formado por la fusión de los genes de Hipócatres, Averroes y Ramón y Cajal podría discutirle los medicamentos que necesitaba en cada momento: su Buscapina inyectada para ese dolor que ella llama cólicos y que partiendo de una cadera recorrían su espalda hasta alcanzar la otra y bajarla a medio muslo, teniendola en vilo con terribles nauseas secas toda la noche, (y es que ella siempre había padecido mucho de dolor de riñones), su Voltaren pinchado para la ciática que la dejaba casi en la cama y por supuesto, la gran estrella, un estómago de papel con la sensibilidad tan despierta que era capaz de identificar por sus radicales libres cada uno de los veintisiete ingredientes que, por ocultos que la naturaleza o los cocineros los hubieran puesto, podían desencadenar auténticos volcanes clorhídricos capaces de elevar el efecto invernadero del planeta, y que solo podían ser tratadas con dosis sobrehumanas de un medicamento concreto en su versión más comercial, ni biosimilares ni genéricos ni paparruchas que no iban con ella. 



Así que se siente mal porque no la soporta, porque aunque se engaña a sí mismo jurándose y perjurándose que al menos ha firmado una entente cordiale, es capaz de reconocer una rendición en toda regla en cuanto la ve.  Y se siente mal porque sabe que su joven residente, con su joven inconsciencia y su joven sensación de eternidad a sus espaldas, querrá luchar aquella batalla y aunque le escuche atento mientras le explica todas aquellas sandeces de la entente de los cojones, ella le mirará a los ojos pensando: viejo, te has rendido, reconócelo. 

Definitivamente, no la soporta. Lee la lista. Está la primera, como siempre que viene. Se levanta y la bata le pesa como si se hubiera puesto un chaleco antibalas de plomo. Mira a su residente con una sonrisa de perdedor mientras abre la puerta. Ella le espera levantada, con su media sonrisa empezando a hablar. El se echa a un lado y piensa: bad medicine. 







2 comentarios:

Juan Antonio García Pastor dijo...

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Realmente no es una Bad Medicine.
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Es una Bad Medicine centrada en Lucía.
Que es totalmente diferente que Bad Medicine centrada en Paquita.
Realmente son un conjunto de únicas y singulares Bad Medicine centrada en ...
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Alfredo Cabrejas dijo...

Uffff!! Ahora mismo voy a un domicilio de condescendencia, ilógico, absurdo... de un caso muy, muy parecido. Lo retraso, intento buscar una disculpa para ir otro día, pero no me queda otra. Es una de mis “worst medicine”...