lunes, 30 de octubre de 2017

Cambio de hora

Llevaba una semana entera renegando. Desde que su marido le dijo sonriendo, mientras recogían la mesa el domingo anterior, que su guardia del sábado siguiente coincidía con el cambio de hora. Soltó un taco que hasta detuvo el trajineo de los cacharros recolocándose en el lavavajillas que se traía su marido, que la miró riéndose con esa prudencia que tiene el que sabe que anda por el alambre y que el comentario inadecuado le puede conducir a la más absoluta catástrofe. Optó por suprimir sonrisas y pulsar delicadamente la tecla del beneficio económico. Pero la ordinariez escatologica subsiguiente le hizo rematar la faena vajillil a toda prisa y retirarse a los cuarteles de invierno, minimizando bajas.


Con casi dieciséis horas de guardia en las costillas, repasaba una por una las palabrotas del castellano recio, las aceptadas por la Real Academia y las que harían temblar en sus sillones a los ilustres académicos. Estaba derrengada en el sillón, con los pies sobre la mesa donde quedaba aún los restos de una cena de compañía aérea de tercera engullidos entre interrupciones, de los que empiezas a comer calientes, retomas tibios y das los últimos bocados fríos con más pena que gloria. La última tregua se prolongaba más de cuarenta y cinco minutos y no pensaba mover ni un músculo estriado hasta que volviera a sonar el timbre; los lisos que hicieran lo que les diera la gana. 



Las horas de trajín pesan en los párpados como si fueran miasténicos y las conexiones cerebrales se entregan con satisfacción inconsciente al metabolismo basal, a la respiración suave y lenta y, porque no confesarlo, a algún que otro tierno ronquido. Es ese tiempo muerto, ese limbo en el que se espera la llamada de la una, la que alborotara otra vez los biorritmos con su disparo de salida de una noche que será lo que tenga que ser. 


esa noche del cambio de hora, el timbre no falta a su cita. Como el famoso cartero tiene que esperar a la segunda pulsación para que la médica vuelva de ese vientre materno placentero donde estaba exiliada para reencontrarse con las piernas adormecidas sobre la mesa y el cuello desafiando la alineación vertebral anatómica, chirriando como una carraca. Echa un vistazo al reloj de la pared y comprueba un tanto fastidiada que la cita inapelable de la una se ha demorado una hora. La salida se había retrasado y nadie la había avisado. No sabe si ha perdido una hora de cama o ha ganado una hora de sueño. 


Ve las luces de una ambulancia en la puerta de urgencias, pero no hay camillas ni aparatajes, solo una mujer que camina hacia ella mirando al suelo. Cuando entra agradece a la doctora que le sujete el portalón y la pide disculpas por molestarla a semejantes horas. Tiene un fuerte acento con sabor a Balcanes y a película de Bela Lugosi. Se dirige a la consulta y se sienta mientras la tecnico de la ambulancia comenta que se trata de un caso de violencia de género, que el marido ya está detenido por los civiles y que enseguida vendría el hijo de la señora a llevarla al cuartelillo a poner la denuncia. A la médica no lo gusta eso de violencia de género. Y menos que lo diga otra mujer. Violencia machista, la corrige, y la técnico la mira con mirada poligonera atravesada sin responder al gracias que le lanza de despedida. 


La mujer sigue callada. Rebusca en su bolso hasta que encuentra la tarjeta sanitaria y se la entrega a la doctora.  Mientras toma sus datos, vuelve a disculparse, levantando la vista por primera vez. Tiene los ojos verdosos, con tonos caucásicos. Contesta con frases cortas a las preguntas de la doctora. No, aquella vez apenas la ha tocado, solo la ha agarrado del cuello y la ha apartado de su camino, empujándola contra una pared. Sí, claro que le duele el cuello al moverlo, pero en realidad no es nada, un grano de arena más en el desierto de los treinta años de palizas que lleva recibiendo. 


Y es que el tipo es listo. De los que se las sabe todas. En el último año y medio más o menos no la ha puesto la mano encima. Su hijo es un fortachón de veinte años que ya se ha puesto por medio en un par de ocasiones, y como toda esa gentuza, tiene una capa de cobardia que aparece en cuanto te atreves a rascar un poco el exterior. Y además está bien documentado; se sabe las leyes y está al día de las sentencias judiciales, así que lleva este último año y medio entregado al terror psicológico más despiadado, a la amenaza de muerte inesperada, la que te hace dormir con un ojo abierto, el insulto iterativo, el desprecio indigno e inhumano. 


Ella sonríe por primera vez: es muy listo, repite. Parece duro, doctora, pero le aseguro que eran peores los puñetazos en el hígado y en la tripa para que no se notaran los hematomas, y el dolor de las costillas rotas al volverse en la cama. Ese dolor es criminal, es un cuchillo clavándose en cada respiración, un hachazo en cada tos. 


Suena el timbre de nuevo. La mujer se sobresalta e interrumpe los recuerdos de las palizas con el alivio que da recordar que es un recuerdo. Es su hijo, que entra aún con el mandil de camarero anudado a la cintura. Ella le mira y le pide perdón. El contesta en voz baja, negando con la cabeza, con la intimidad que les da hablar en su idioma. La médica se siente extraña así que se dedica a rellenar el papeleo. Cuando se lo entrega, los agradecimientos de la madre y el hijo suenan casi al unísono aunque ella tiene tiempo para una última disculpa que la doctora rechaza embargada por el sentimiento de futilidad de su actuación, y por la sensación, terrible, de vivir rodeada de vidas que se le escapan vivas, como si intentara pescar truchas en el río solo con sus manos. 

Mira el reloj de la pared. Son ya las tres. Se levanta y ajusta las manecillas de nuevo en las dos. Es como si nada hubiera ocurrido, como si la vida hubiera dado un traspié, aunque no se haya caído nadie. 











2 comentarios:

Juan Antonio García Pastor dijo...

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Aunque vuelvan a ser las dos de la madrugada y tengamos que reguardiar esa hora, los momentos de atención a mujeres víctimas de violencia machista no se borran.
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Comunicarte haciendo rapport con la mezcla de emociones (ira, tristeza, miedo, culpa, vergüenza, asco,...) que ella siente en ese momento y transmitir un mensaje en sintonía que le pueda llegar, son momentos que no se te olvidan.
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Especialmente si percibes en ella una mirada de cierta dignidad recuperada y empatizas con ella.
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Raul Calvo Rico dijo...

Desde luego Juan Antonio. Aunque es difícil vestir ese pellejo, es imprescindible al menos intentarlo. Un saudo