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La mujer espera sentada en una silla a la puerta de la consulta. Hay dos vecinas más charlando, pero ella permanece callada, mirando a través de la puerta de cristal hacia la carretera por donde vendrá el médico. Hace casi una semana que dejó de nevar pero aún hay nieve sucia a ambos lados de la calle y el barro mancha la acera y obliga a dejar huellas en el camino hacia el consultorio. Una visita cada quince días no es mucho, pero suficiente para ir a buscar alguna receta y repasar algún viejo dolor de riñones de los que deja el campo como penitencia. Veinticinco vecinos, el más joven no cumple ya los cincuenta, y la mayoría podrían pasar el año viajando con el INSERSO si quisiera, si no fuera porque entonces nadie cuidaría de sus tierras, de sus huertos, de sus ovejas ni de sus casas.
Ella no habrá ido más de cuatro o cinco veces a la capital en toda su vida, y serán ochenta y cinco los próximos que cumpla. Tampoco ha tenido necesidad. Crió a cuatro mocetones que ya tienen blanco el poco pelo que les queda, porque como le ocurrió a su difunto esposo, abandonaron la juventud con calvas hechas y derechas. Ahora todos vivían en la ciudad, cerca de sus hijos, para poder echarles una mano, era lo lógico de aquellos tiempos. Pero habían sido buenos hijos, que iban a verla siempre que podían, y llevaban a los nietos y hasta a las pequeñas bisnietas que correteaban con sus cortas y regordetas patitas por el jardín y querían llegar hasta el río persiguiendo a los patos cuando salían del corral.
El doctor aparca su 4x4 frente a la puerta y sale con el maletín en la mano. Cuando abre saluda a las tres mujeres por sus nombres y les pregunta una por una por sus familias. Recuerda los nombres de maridos e hijos, hasta de los nietos. Se ha sorprendido algo al verla por allí. Ella lo ha notado. Cuando llega su turno, le cuenta lo de los hormigueos y el dolor que siente en el brazo izquierdo. Lleva un tiempo con ello pero como le dejaba hacer las cosas de la casa y apañar el corral, tampoco le pareció importante, pero ahora lleva unas noches sin pegar ojo, y por eso se ha decidido a acercarse. El médico le hace varias preguntas sonriendo y bromea sobre lo tarde que han empezado a aparecer los achaques. Le mueve el brazo arriba y abajo y toquetea en unos puntos misteriosos que solo él conoce como si siguiera un ritual que le revelará el secreto final.
Seguro que es una tontería, le tranquiliza ella. Igual me he echado mucho peso. Se vuelve para casa con una caja de pastillas blancas enormes, temblando con tener que tragarse esos ladrillos en el desayuno y en la cena, esquivando los charcos para evitar ensuciarse los zapatos, y pensando en lo vieja y chocha que se está volviendo.
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Todo el mundo sabe qué pacientes ingresan en la segunda sur izquierda. En el pasillo hay un silencio pesaroso, diferente. Las puertas están entreabiertas y apenas se escuchan conversaciones, a pesar de que el hospital rebosa de visitas. Algunos se apoyan junto a la puerta de la habitación con la mirada clavada en el suelo y los hombros hundidos, como si el aire pesara. Y vaya si pesa.
El médico comprueba el número que lleva apuntado en un papel. La puerta que busca está cerrada. Llama con cuidado. Reconoce la voz que le da permiso para entrar, aunque la nota mucho más débil y sin alma. Ella está en la cama más alejada de la ventana. En la otra hay una persona con los ojos muy abiertos clavados en el cielo que ve desde la ventana que tiene al lado. Es un pajarito demacrado respirando, casi jadeando, con la boca abierta, los pómulos afilados y la piel brillante, acerada. Hay una mujer sentada en un sillón junto a ella leyendo el Hola.
No puede evitar aplicar el ojo clínico porque lo lleva de serie, pero saluda brevemente y se centra en la anciana que sonríe abiertamente desde que le ha visto. Le coge la mano y recibe el beso que el la planta en las mejillas con alegría. No es un sentimiento que se prodigue demasiado por esos lados. Lleva ingresada ya casi dos semanas, dos semanas en aquella cama, en esa habitación en la que ya ha conocido a tres compañeras. A las dos anteriores se las llevaron a una habitación individual y nunca volvió a verlas. Cuando preguntaba por ellas, solo recibía evasivas, así que dejó de hacerlo.
No guardaba ningún reproche hacia el médico, al contrario. Cuando el brazo pasó del hormigueo y el dolor a convertirse en peso muerto incapaz de moverse, regresó a la consulta y aquel mismo día acabó en el hospital para su desgracia, metida en una especie de lavadora ultramoderna que le daba muchísimo miedo, así que cuando le pidieron que se quedara muy quieta, no le costó nada imitar fielmente a la parálisis del terror.
Ya le habían dicho que tenía la cabeza como un queso de gruyere, agujereada por todas partes por un tumor que cuando quiso dar la cara ya era el dueño y señor de la mitad de su organismo. En fin, doctor, ¡qué le vamos a hacer! Nadie se queda aquí para caldo.
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Los hijos miran al suelo como si en las baldosas del pasillo del hospital se encontrara el secreto de la vida. Saben que el médico tiene razón, pero nadie quiere ser el primero en hablar. Hay un freno en su interior, algo que se empeña en negar la mayor, en creer que aún es posible algún tipo de milagro, y que abandonar el hospital cerraría esa puerta para siempre. Pero las fantasías solo son fantasías, por hermosas que quieran parecernos. Y la realidad huele, como huele la muerte que vuela muy bajo en aquellas habitaciones.
Los médicos del hospital fueron duros de pelar, pero la insistencia del médico de cabecera fue definitiva. quizás simplemente les descolocaba enfrentarse a la situación inversa a la habitual. El mundo al revés termina siempre por dar cierto reparo.
Sentada en el porche trasero, contempla los nogales que llegan hasta el río. Se recoloca la manta que tiene sobre las rodillas mientras escucha los trinos y el revoloteo juguetón. Cosas de la primavera. Le toca estos días a su hijo el mayor. Aunque pretendamos negarlo, siempre se tiene un sentimiento especial hacia el primer hijo. Ella se recuerda tan joven con las manos en el vientre sintiendo sus patadas. Todo aquello ocurrió alguna vez. Está tremendamente cansada. Hace apenas una hora que se fue el médico. Viene a verla todos los días y llama cada tarde para ver cómo se encuentra. Se encuentra agotada porque el tiempo está más que concluido. Ha besado a todos quienes quería, y ha dormido todas esas últimas noches en su cama, la que compartió tantos años con quien más quiso. Aquellos trinos son una buena música para despedirse, aquel cielo de primavera y aquellos nogales repletos de hojas verdes brillantes son una buena imagen parar cerrar por fin los ojos.
5 comentarios:
Precioso!
Está claro que nunca es buena hora para morir,pero las hay mejores que otras eternas.
Así es Isabel. Muchas gracias.
Quien más quien menos se conmovió cuando quien la vivió la contó en las jornadas; y aún releyéndola emociona...
Creo que esta es la medicina de familia auténtica y, al menos, por la que yo estoy haciendo la residencia de nuestra especialidad.
Un saludo!
fue emocinante oirlo y mas si lo leo (que lo he leido 2 veces, jijij...). gracias por ponernos los pies en el suelo.
un saludo desde zaragoza
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