lunes, 4 de diciembre de 2017

La segunda víctima

La residente lleva casi dos semanas viendo  casi todas las horas en el reloj digital de la mesilla de noche. Es joven y nunca la preocupó en demasía la falta de sueño, una gran ventaja para la profesión que había elegido. Pero ahora agradecería dormir un poco. Y sobre todo dejar de pensar. Eso seria maravilloso. Pero ya le había advertido su viejo tutor que la mayoría de los días se llevaría los pacientes a la cama. Se lo había dicho con la medio sonrisa socarrona que se les pone a los perros viejos cuando acumulan casi tantos trienios como canas y sueltan alguna frase ingeniosa repleta de dobles sentidos. Ella le había llamado exagerado y en el fondo no había podido evitar un pensamiento dedicado al honroso declive de una carrera larga y sin duda agotadora.

Pero no había tardado demasiado la Medicina en ponerla en su lugar. Y ahora llevaba quince días recibiendo el sonido de arpas de la alarma con los ojos tan abiertos como después de un baño en cafeína colombiana.

Y en los últimos días se congratulaba de haber tomado al fin una decisión, pero los fantasmas se reproducían con igual nitidez, y a su cita nocturna inapelable se unía ahora el miedo a contarle a su tutor la decisión. A su tutor y al resto del mundo. Pero del resto del mundo esperaba cierta comprensión, incluso en muchos casos una reafirmación de sus tesis: ya sabia yo que ser médica de cabecera era poco para ti. Haces bien en volver a presentarte, estarás mucho mejor en el hospital...

Sí, esperaba cierta comprensión que en realidad era incomprensión. Pero no de él; quizás fuera la única persona que sabría que detrás de la decisión había miedo y fracaso. No sabía cómo decírselo. No sabía como se lo diría cuando volviera de su rotación y de nuevo compartieran los escasos quince metros cuadrados de la consulta.


Mientras atendía los pacientes con una aire mecánico que la repelía, pero que no lograba abandonar, repasaba una y otra vez aquella mañana en que recibió la llamada que lo cambió todo. Cogió el teléfono con la energía con la que manejaba la consulta, con el vigor juvenil de quien se siente preparada, con la ansiedad del piloto en la línea de salida esperando que se apaguen los semáforos para pisar a fondo. Recordaba con claridad la voz átona, fría, que contestó a su ¨diga¨ pronunciando su nombre sin titubeos.

- Estoy ingresado en el hospital. Que parece que a lo mejor sí que voy a tener algo, porque me han visto unas cosas en el hígado y me quieren hacer más pruebas. 


Se recuerda abriendo la historia hospitalaria a toda prisa y leyendo el informe de urgencias, la prueba de imagen con una sospecha tenebrosa que relee dos y tres veces para convencerse de lo que está leyendo. Y a partir de ahí el repaso mental de cada una de las consultas que ella le había atendido, y el repaso físico con la pantalla de ordenador quemándole las pestañas buscando hipótesis, intentando descubrir la pista que le hubiera permitido desenredar la madeja, tratando de no justificarse pero en realidad queriendo hacerlo a cualquier precio.

Luego cada mañana obligándose a repasar los evolutivos, las pruebas, temiendo los resultados, debatiéndose entre ir a verle al hospital y ocultarse detrás de la puerta de la consulta, rogando porque cuando le dieran el alta ya hubiera vuelto su tutor y ella pudiera librarse de la mirada quizás acusadora, quizás.

Se dice así misma que hubiese sido imposible para cualquiera descubrir aquel monstruo escondido detrás del peritoneo, que incluso en el hospital había retado a la tecnología y después de todo, aún parecía reírse de los sabios hospitalarios manteniendo su aura de misterio. Se dice todo eso y en las horas robadas al sueño se dice que no será capaz de soportar una vida en la que pase gente por sus manos que guarden esos terribles secretos en su interior sin que ella sea capaz de descifrarlos, y por eso ha decidido renunciar.

Y por eso cada mañana de las dos últimas semanas se levanta sin rastro de ese vigor juvenil, y acude a la consulta como el Lute esposado y escoltado por la Guardia Civil, y se sienta junto a la mesa hojeando la lista de pacientes con el miedo de ver su nombre o el de su mujer, a pesar de que cuando vino a los dos o tres días del ingreso a que le hiciera los partes de baja, no tuvo para ella ni un reproche, sólo el más terrible y descarnado de los miedos que no había sabido cómo disipar, por la sencilla razón de que ella también estaba aterrorizada.


Y por eso ha decido volver a presentarse al MIR cuando dentro de un par de meses tan sólo termine la residencia. Está en una disposición excelente: su única carga es el alquiler de su piso, tampoco es demasiado para alguien que se ha dado pocos caprichos en los últimos cuatro años, sin pareja, sin hijos, hasta tiene pagado su coche, el que se compró de R1. Anatomía Patológica, Análisis o Microbiología. Quiere minimizar el contacto con los pacientes porque no se siente capaz de gestionar la incertidumbre de la vida, aun racionalizándolo. Ella es muy racional, lo ha diseccionado una y mil veces, sabe que existe el error, los caprichos de la naturaleza, la perfecta imperfección del ser humano. Lo sabe y lo entiende, pero no se siente capaz de asumir su rol en semejante musical. Prefiere verlo desde la platea. Y lo va a dejar, sólo falta encontrar cómo decírselo a quien la conoce como si la hubiera parido, como dice siempre.


Entonces se dirige a la puerta de la consulta para ver si hay alguien más, después de haber consumido la lista de aquel día. En la sala de espera, sólo esta ella. Sonríe con timidez cuando la ve y se excusa por venir sin cita mientras la residente le cede el paso. Dentro de la consulta no puede reprimirse y le da dos besos y un abrazo. Cuando se separan, los ojos de la paciente están a reventar de lágrimas y en segundos superan su capacidad de contención para ensuciarla las mejillas con churretes salados.


La paciente vuelve a pedirle perdón, pero ella rechaza las excusas con un gesto y le pide que le cuente qué ha sido de ella en este último año, un año pasado en una ciudad extraña, oculta al hijo de puta que había pretendido hacerles creer a todos que su forma de quererla era rompiéndole un brazo y varias costillas y tirándola por la escalera. La paciente la repite tres o cuatro veces lo feliz que le hace verla en la consulta, lo mucho que ha pensado en ella, en cuánto la ayudó, en cuánto peleó por disolver el infierno en el que se consumía su vida como una llama que se quedara sin oxígeno.

La consulta se prorroga mucho más allá del horario que hay escrito en la puerta. Cuando la paciente se va, hay un silencio atronador que se ha apoderado del consultorio, un silencio de local abandonado.

La residente se queda sentada en el sillón. Está llorando. No puede o no quiere evitarlo.















1 comentario:

Juan Antonio García Pastor dijo...

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"...ya sabia yo que ser médica de cabecera era poco para ti...".
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Dedicarte a la MFYC en un entorno rural es lo más,..., si es tu objetivo profesional.
Puedes ser Familiar y Comunitario de forma casi inevitable.
Puedes disfrutar más de la longitudinalidad y la continuidad.
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En urbes estás más limitado. Las familias están más disgregadas y las comunidades se diluyen en barrios heterogéneos.
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Pero en los hospitales casi has perdido tu nombre de médico y te llamas por tu apellido.
Y no sueles revindicarlo.
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Puede que refraseàndola tenga más sentido.
"...ya sabia yo que eras poco ser médica de cabecera...".
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Puede que lo que se considere menos sea más.
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