La carretera asusta un poco. El agua nieve empieza a acumularse y el limpia ha cogido cadencia monótona. El coche es grande y pesado; los todo terreno tarde o temprano terminan por aparecer en la vida de los médicos de pueblo. En la radio parlotean los tertulianos matutinos, cada uno defendiendo sus verdades absolutas, como si a alguien le importaran lo más mínimo. Para el médico es tan sólo cuestión de compañía.
El trayecto es lo más parecido a conducir con el piloto automático que existe, aunque el viento y las ráfagas de lluvia hoy le están obligando a un mayor esfuerzo de atención. Sabe que debería ser así cada día, pero también sabe que la realidad es otra y que las rutinas siempre llevan las de ganar.
Cuando llega al pueblo aún no han abierto el bar. Se baja del coche y se refugia de la lluvia bajo un tejadillo. El frío es cortante y las gotas tienden a mutar en copos cuando les da la gana. Escucha los ruidos que hace el dueño del bar subiendo los cierres metálicos. Intercambian bromas, apresurándose por buscar la calidez del interior y del café con leche ardiendo que le espera en la barra. En los siguientes diez minutos empiezan a llegar los parroquianos habituales. El medico saluda a cada uno de ellos por su nombre. Cuando está terminando el café, con la garganta ya definitivamente escaldada, se acerca con timidez una mujer joven. Se le nota en la cara que preferiría que la estuviesen arrancando una muela, y se disculpa unas trescientas veces antes de contarle que se ha preocupado mucho al tomarle la tensión a su vecina porque tenía trece diez. ¿Sabes quién te digo? Por supuesto, la recién operada del corazón. Pero, ¿ella se siente bien? Perfectamente. ¿Sólo se la has tomado una vez? Solo. Pues vuelve, tomásela otra vez y me llamas a la consulta.
Apura el café y se despide de todos mientras se sube el cuello del abrigo hasta dejar expuestos a las ráfagas de escarcha helada sólo los ojos, y cruza a la consulta. En la puerta está esperando una anciana con el pelo recién teñido de un color bronce indefinido que le sonríe mostrándole más huecos que dientes. Se seca los ojos glaucomatosos sonriendo desde su vanidad de casi cien años ante el chascarrillo del médico, que siempre se reserva para ella la palabra guapa. No tiene cita, pero sabe que los años le conceden un pase vip a la hora de entrar a la consulta. Se cayó la pasada noche, se enredó en las sábanas al buscar el orinal que guarda bajo la cama para no adentrarse en el frío del pasillo. Le duelen las costillas y se quedó helada un buen rato tirada sobre la alfombra, con miedo por haberse roto cualquier cosa. No llevaba el botón de la alarma encima, no le gusta dormir con nada al cuello, así que lo deja en la cabecera de la cama.
Cuando por fin sale de la consulta, la sala de espera se ha llenado como si fuera la playa de Benidorm. El médico acompaña hasta la puerta del consultorio a la anciana, recordándola que se ponga la manta eléctrica y se deje al cuello colgada la alarma. Ella le da dos besos mientras se marcha con su garrota y la bolsa del pan, aprovechando que ha dejado de llover.
La consulta empieza a adquirir su ritmo de crucero. La rodilla de Juan vuelve a darle guerra. Se tumba en la camilla dejando al descubierto las canillas alopécicas rematadas por algo que recuerda vagamente una rodilla. El médico se deja los riñones mientras pega tiras de tensoplast que recorta con unas tijeras de pelar pescado. Los dos se ríen del material, pero el resultado convence a Juan que piensa que por ahora se ha ahorrado la infiltración que traía en mente. Y las olivas esperan.
El teléfono interrumpe dos o tres auscultaciones limpias y algunas faringes protestando por el intenso frío como les gusta protestar a ellas, vistiéndose de color frambuesa. El enfermero entra un par de veces despistado preguntando si ha avisado al médico de que hay tres sintrones esperando. Desde su sillón le sonríe y bromea con que entre los dos no consiguen sacar una memoria completa. Entre consultas, la impresora va escupiendo las pautas anticoaguladoras que esperan ansiosos fibrilantes y valvulópatas, para poder regresar a sus quehaceres.
En la sala han coincidido un par de integrantes del grupo tormenta perfecta. Es la denominación que el médico reserva a una serie de pacientes cuya coincidencia temporal hundirían el barco del mismísimo capitán George Clooney, con toda la tripulación dentro. Ambas le miran con ansiedad en los ojos, como si tuvieran la necesidad de oír sus nombres cantados por los niños de San Ildefonso. Casi puede oírse su desilusión cuando van pasando otros pacientes delante de ellas. La llamada telefónica a la inspectora se alarga más de la cuenta, la trama burocrática es densa y pastosa como el dulce de leche, y al médico le produce los mismos ardores, pero al colgar, la embarazada se marcha con una mano sujetando su enorme barriga y la sonrisa de agradecimiento dando aún más luminosidad a su cara.
La primera de las integrantes de la tormenta perfecta entra manejando su inseparable silla de ruedas. Los papeles se amontonan sobre la mesa, con sesudos comentarios de mentes preclaras que solo le han visto un par de veces. Uno de ellos le ha puesto en la mano un volante para la unidad del dolor; viene a ser algo así como dar un teléfono falso a un chico que te ha pedido una cita. Otro le ha dicho la frase del siglo: para tus dolores, el experto es tu médico de cabecera. Ella se lo cuenta entre ofendida y extrañada, pero él asiente reflexivamente, como siempre que ve cerrarse los círculos, y después de tantos años, su consulta es una jodida fábrica de cerrar círculos. Cuando al fin abre la puerta de la consulta, se marcha con el efecto balsámico de la escucha, que a veces es más intenso que media ampolla de Dolantina, y dejando tras de sí el barco de la consulta a medio naufragar.
En el medio folio garabateado que mantiene a su derecha el médico, ya hay tres nombres escritos cuyos bronquios se empeñaba en cerrase en banda en este invierno criminal. Han sido anotados sin el más mínimo reproche, justo al lado de la ambulancia que hace falta activar para trasladar a un anciano a su revisión en el hospital y las cuatro o cinco medicinas con las que hay que alimentar otras tantas tarjetas electrónicas.
La pantalla va vaciándose de nombres a un ritmo descompasado con las personas que siguen llenando la sala de espera. Explicar los métodos anticonceptivos a una joven púber lleva su tiempo, aunque parece que la decisión estaba tomada quizás entre ella y el amigo Google. Una adolescente comienza su visita con la frase que abre las puertas del infierno: ya sabes que como no vengo nunca, luego traigo muchas cosas juntas. La gran mayoría de las cosas que trae son, en realidad, la vida que lleva a cuestas y que le gustaría descargar, aunque fuera parcialmente en los hombros de alguien. El médico la deja que descargue lo que quiera, pero no se va a ir más cargada con pastillas o con pruebas, aunque el esfuerzo de hacerlo comprensible desgaste más que la rendición. Cuando se levanta de la silla parece irse satisfecha, aunque se fue como entró, y dejó la consulta definitivamente hundida.
Aún queda alguna sorpresa entre los iluminados, que es como llama el médico a quienes sentían el deseo irrefrenable de verle, un deseo en el que se consumían durante la hora u hora y media de retraso que ha ido acumulando la famosa agenda: la preocupación por la sangre que ha visto en el wáter un caballero en sus horas más bajas, que sale de la consulta con una fisura descubierta y una exploración que ninguno de los implicados hubiera querido, el extraño dolor abdominal de una niña que se quedará sin ir a la excursión al zoo de su clase, y al que darán unas horas para que termine por definirse u opte por desaparecer, y un par de fiebres intrascendentes para todos menos para los jefes de sus porteadores que no son felices sin ver la firma del médico, como si fueran fans en busca de autógrafos.
Al menos no llueve cuando aparca el todo terreno ante las casas donde le esperan ansiosos, temerosos de que se hubiera olvidado o no hubiera tenido tiempo, aunque no haya ocurrido nunca, al menos si una llamada de teléfono. Pero ya se sabe, el miedo es libérrimo. Nunca cierra la puerta del coche. Sortea los ladridos de los perros y si se tomara todo lo que le ofrecen, llegaría a su casa de noche y con la tripa llena a reventar.
Cuando retoma la carretera, entran de nuevo los automatismos, las miradas a los campos de cereal, a los olivos. Se nota cansado, son los años, se dice. Un mono con un boli, piensan que esto podría hacerlo un mono con un boli. Y sonríe, como si le importara lo que pensasen.
3 comentarios:
Me encanta
Qué bella pieza. Amo la medicina general, familiar y el primer nivel de atención. Amo mis rutinas.
Bonito relato y retrato de la realidad, con la singular y magistral manera de exposición característica. Gracias por el regalo.
Por poner un punto reivindicativo de esa realidad del medico de familia que vivimos -que tal vez sea la labor mas valiosa que aporta la Medicina a la sociedad-, una reflexión: cuanto mejoraria la fecundidad del acto medico simplemente disponiendo de un poco mas de tiempo, el suficiente que fuera digno para el paciente y también para el medico.
Algun dia lo lograremos, de hecho en algunos paises como Suecia los medicos de familia -los mas valorados socialmente- disponen de al menos 30 minutos por paciente.
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