El médico no puede evitar una punzada de nostalgia. Le desagrada, como esos aires que le cuentan los pacientes que son incapaces de expulsar después de las comidas, ni aunque se pongan hasta las trancas de Aero-redes. Pero es igual de insistente, y seguramente será mucho más difícil de eliminar que si estuviera en la otra tesitura. Y le desagrada porque debería ser un día completamente feliz. La boda de tu mejor amigo da para comedieta hollywodiana de la Roberts y su sonrisa todo dientes, y para deshacerte bajo el tórrido sol de la estepa reflejado en los adoquines medievales mientras caminas hacia el ayuntamiento con tu mujer jurando en griego bamboleándose desde los tacones sobre el empedrado.
Las bodas de los amigos han consumido gran parte de la juventud del médico. Aparecieron en su vida al estilo tsunami, afortunadamente coincidiendo con el estrecho desahogo económico que concedía el sueldo de un residente. Eran tiempos de iglesias y juzgados, de parrandas exuberantes y descontroladas, con una tendencia preocupante a finalizar en estados cuasi catatónicos, y desde luego, muy alejados de ese recto proceder con que terminaban las instancias en los viejos tiempos. Los años de la residencia están trufados de historias de bodas, tan repletos de anécdotas de chaqués y vestidos blancos, de tunas y Paquitos chocolateros, como lo están de sucedidos de guardias de urgencias.
Así que mientras el médico siente cómo las axilas empiezan a inundarse bajo la chaqueta y los cuarenta grados a la sombra, la punzada nostálgica aprieta en epigastrio insistente, y aunque disimuladamente hace amago de eructar, no consigue que se esfume.
Entonces inevitablemente la cabeza entra en ese modo matemático tan cabrón que le permite calcular en décimas segundos los años que hace que se acabó aquella aventura, y cuando la cosa pasa del número veinte, el médico se caga en el tanguista que lleva toda la vida clavándosela diciéndole que eso no es nada. Los cojones. Es muchísimo.
Las bodas de los cincuentones son casi todas segundas o terceras oportunidades, copas de champán por el guiño amable de la fortuna, regadas con dos o tres gotitas de amargor porque la vida no haya destapado el frasco de las esencias esos jodidos veinte años antes. Las caras conocidas se meten en ese baile caprichoso en el que siguen ahí todos los rasgos de la juventud que conocimos, mientras el tiempo parece haberse comportado como un niño consentido, clemente aquí y despiadado allá, repartiendo flacideces, arrugas, canas, barrigas, papadas y calvas en asimétrico desorden.
Las vidas que se encuentran se reconocen en los pasados y los presentes, en un despelote en que se cuelan hijos y trabajos, jefes y enfermedades, las propias y las ajenas, los que nunca estuvieron y los que se fueron y dejaron un hueco mayor que un cráter lunar. Una médica de familia de la ciudad, completamente urbanizada, otro de pueblo, feliz en su ruralidad, otra que se deja los riñones en la urgencia del hospital, un digestólogo que se cayó de bruces al lado oscuro de la privada cuando dejó de creer que podría cambiar lo que apestaba a su alrededor, un otorrino que reparte cera a diestro y siniestro como si fuera Jackie Chan en una reunión del hampa en HongKong, y un intensivista que se deja la vida en dos UCIs para poder cumplir el sueño de su hijo de ser médico. Seis historias diferentes pero con troncalidad, seis vidas veinte años después que miran con cierta envidia, qué leches, con una envidia feroz y muy muy insana a la mesa de ocho o diez jóvenes de aquellos que mezclarán las anécdotas de la puerta con las del último baile trastabillado en el alegre sopor del séptimo gin-tonic.
Definitivamente, las bodas a los cincuenta no son lo que fueron. Bueno, en resumidas cuentas, tampoco nosotros lo somos, piensa el médico, mientras se toma unas sales de frutas y
por fin consigue eructar y tragarse esa dichosa bola de la nostalgia.
Dedicado a mi grandísimo amigo/hermano Enrique, que ha tenido las santas narices de provocarme todo este revoltijo de sentimientos, de alegría y nostalgia, y todo ello desde su más absoluta y completa felicidad. Suerte, amigo.
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