Mario lleva toda la semana pensando en la consulta de hoy. Toda la semana. Esta última noche ha sido terrible: ha descansado muy poco, nunca pensó que le ocurriría pero la mente humana es extraña. Y ahora, después de haberse despejado con una ducha más fría de lo normal, después de haber saludado un poco más serio de lo que en él es habitual a la gente con la que comparte la sala de espera, de haber contestado al interés por su madre con apenas unas frases escuetas, agradece el silencio que se ha hecho en torno a él. Es lo que tiene mostrarse antipático: que te ofrece espacio para pensar.
La puerta de la consulta se abre. Reconoce enseguida a una vecina de las que sólo sabe llamarle en diminutivo, como si aun fuera a comprar cromos al kiosko de la esquina. Sale sonriendo e intercambiando frases con el médico, como si se conocieran de toda la vida, conociéndose de toda la vida. Es una figura atemporal, Quizás no tanto, pero para empaparle de temporalidad hay que hacer inevitablemente un esfuerzo, porque forma tanta parte del barrio como la plaza del mercado o el parque infantil. Claro que cambian de aspecto, pero nadie parece advertirlo.
Pero el día le empujaba al análisis, y se lanzaba a él sin dudas, estaba dispuesto a sacar el bisturí y diseccionar. Sigue siento alto, imponente con su bata blanca siempre abierta y recogida tras las manos en los bolsillos, como si fuera la capa de un superhéroe. Y sigue teniendo exactamente la misma sonrisa que un superhéroe, la de quien te rescata de tus miedos, la de alguien a quien apetece dar la mano para atravesar un huracán.
Sonríe a todos los que esperan y le bastan dos frases que se ajustan a la perfección en el delicado intríngulis de los nervios, las ansiedades y los cansancios de la sala, y que, como si hubiera terminado un puzzle de cinco mil piezas, provocan el mismo efecto relajarte y falsamente placentero. Entregado a su análisis pormenorizado, advierte esa capacidad de hacer que todo fluya, esa tranquilidad que sabe que es capaz de regalar a su alrededor con dos sonrisas, una palmada en la espalda o poniendo sus dedos índice y corazón sobre el pulso radial de un enfermo angustiado.
Y recuerda cuántas veces tocó el timbre de la puerta de la casa de su abuela cuando la carne de su abuelo abandonaba los huesos de su cara para convertirle muy despacio en su máscara mortuoria, y él lloraba, pequeño y asustado, escondido detrás de las piernas de su madre. Y encontraba siempre el momento de revolverle esa maraña de pelo rojo que entonces era imposible que lograra peinarse, mientras las mujeres de su casa se quedaban detrás de él despidiéndole entre agradecimientos y lágrimas.
Y tampoco consigue olvidar el tiempo que pasó consolándoles cuando su mujer perdió su primer niño cuando empezaba a apuntar barriga y ya habían pensado nombres de niña y de niño, sin importarle cuánta gente había detrás de la puerta removiéndose intranquilos en esa misma sala de espera en la que no paraban de asaltarle los recuerdos.
Hay dos tipos trajeados en una esquina, en un lugar estratégico donde son invisibles y tremendamente visibles. Tienen maletines negros y ese aire de suficiencia, de quienes se sienten por encima de pacientes, del vulgo en general. Como si dispusieran de un pase vip. La siguiente vez que se abre la puerta se aseguran de que han sido vistos. Los pases vip funcionan y disculpándose muy amablemente y asegurándoles a todos que será sólo un minuto, son absorbidos por la consulta, provocando apenas un leve murmullo de incomodidad.
En pocos minutos salen entre apretones de manos y se marchan de nuevo con disculpas, reanudándose el desfile de pacientes entrando y saliendo como si nada hubiera ocurrido. Él es el siguiente. No puede dejar de pensar en el artículo que ha leído en el periódico. Habla de cientos de millones anuales gastados en los médicos. No dice en cuales, no dice dónde, no sabe si una parte ha llegado hasta esa puerta que cuando se abra, le dará paso por fin a él. Lleva todos esos días releyendo en su memoria cada línea que le explica algunas cosa en las que nunca creyó que iba a pensar.
Hoy iba a recoger la medicación para su madre. Las pastillas nuevas para el dolor que empezó a probar hace cuatro semanas la dejan adormilada, pasa las mañanas en un constante mareo, le cuesta pensar y a veces parece balbucear como si su cerebro se estuviese convirtiendo en papilla. Tiene menos dolores, pero Mario duda de si el precio a pagar no sería excesivo. Y ahora, antes de pasar a la consulta, ya no puede dejar de pensar sobre si aún queda dentro de él sitio para el respeto.
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