lunes, 16 de julio de 2018

Como un pato en el Manzanares

De vez en cuando la vida pega una de sus cabriolas y de golpe y porrazo decide llevarnos veinte años atrás en el tiempo. Yo no puedo dejar de pensar que lo hace para burlarse de nosotros, esos seres insignificantes que se sienten tan importantes durante ese breve parpadeo que son nuestras existencias en el devenir infinito del tiempo.

Me siento muy extraño en el hospital. Se me antoja enorme, una bestia dispuesta a devorarme. Mi mujer y yo nos vamos haciendo pequeños cuando nos acercamos a la puerta principal, ella con una carpeta de plástico en la mano, con ese orden tan alemán que le da un encanto exasperante; yo con un pequeño maletín con un libro, un pijama, y cuatro cosas de aseo, como si fuéramos proscritos obligados a escapar en plena noche.

Hace sólo veinte años me movía por allí como si lo hubieran construido para mi. Veinte años no es nada, miente el tango. Veinte años marean de tanto como son. Me quedo en un segundo plano mientras ella coloca sus papeles sobre el mostrador y el ordenador escupe etiquetas con su nombre y apellidos y como la recepcionista de un hotel, la administrativa de admisión hace un gesto a la celadora que espera tras el mostrador para que nos acompañe a nuestra habitación. La seguimos obedientes, acompasando nuestro paso al suyo, corto y cansado, más cerca de las playas de Benidorm que de la vida laboral.

Cuando llegamos a la habitación, nos quedamos los dos mirándonos en silencio sin saber muy bien que hacer. Es una habitación pequeña, individual, en la zona de maternidad. Se amontonan los recuerdos dentro de las cunas que hay en cada una de las habitaciones, la nuestra girada hacia la zona común de baño que comparte con la habitación contigua. Volvemos a mirarnos sin poder evitar la nostalgia, la reconozco perfectamente en sus ojos, como se que ella puede reconocerla en los míos. Es una nostalgia instintiva e inmediata, a la que le cuesta disolverse incluso cuando la espantamos con los manotazos de la razón y el tiempo.


Enseguida entran una auxiliar que deja el camisón de lunares sobre la cama. Veinte años no es nada para la ropa de noche. Nos reímos de la atemporalidad del atrezzo, las mismas sábanas con la franja azul, la misma manta blanca y áspera, el mismo sillón de tortura. Prefiere ponerse su pijama para esa primera noche. Al poco tiempo entra una enfermera. Es joven, pero se la nota la soltura de llevar ya algún tiempo en el mismo lugar trabajando. Trae sus aparatos en un carrito y cuando empieza su retahíla de instrucciones, mi mujer la interrumpe, se presenta y la pregunta su nombre. La enfermera se queda como aturdida y dice su nombre con timidez, para reanudar enseguida su guión aprendido.


Cuando se va, sonrío porque en realidad me ha gustado la pequeña lección de enfermera añosa que le ha dado mi mujer a la joven. Unos minutos después una auxiliar nos trae dos pastillas con la orden de tomárselas antes de dormir. Lo de para qué sirven y qué te pueden provocar se ve que se da por descontado, en mi chiringuito se hace lo que yo digo y sin rechistar. No puedo evitar pensar en la confianza ciega que deben traer de casa los pacientes.


La noche se hace corta porque los ritmos del hospital son circadianos y molestos, y porque para descansar es mejor un resort del Caribe, qué duda cabe. Las legañas matutinas se las devora el estrés que te provoca ver venir a los celadores a llevarse la cama al quirófano. Somos una triste comitiva siguiéndola. No hay nadie que no se vea frágil y desvalida en una cama de hospital empujada por los pasillos, tapada hasta el cuello con las sábanas blancas logueadas. Las puertas que separan el área quirúrgica tiene sabor a programa de la televisión, de esos que desapareces entre humo y con fanfarrias, solo que aquí mucho más pueril y simplón. Nos quedamos esperando allí, ante las puertas, con otros familiares igual de angustiados y de perdidos, hasta que sale una enfermera con un pijama azul que va nombrando uno por uno a los premiados, nos dice su nombre, recoge nuestros nuestros números de teléfono y nos anuncia las horas en las que se dejará caer por la sala de espera con las últimas noticias de aquel mundo de sabios, de cuchillos y sangre, de dormir hasta casi la muerte y de resucitaciones y de vida.


Durante la espera me he encontrado a un par de pacientes de mis pueblos. Se asombran de verme allí, desubicado y torpe, como si pensaran que esas cosas de las enfermedades no deberán tocar a su médico de cabecera, ni a su familia, como si estuviera dilapidando un crédito concedido por el Ministerio de Sanidad. Me dejan esperando con sus mejores deseos de que todo siga el buen rumbo, y  espero pacientemente a que la enfermera con su uniforme azul con las letras "quirófano" recorriéndola de arriba a abajo, me diga el minuto de juego en el que está el partido, y al menos un apunte sobre si estamos encerrados en nuestro área o dominamos tranquilamente el partido.


La espera la interrumpe el nombre de mi mujer resonando en los altavoces, y las prisas con las que nos acercamos al mostrador. Nos mandan otra vez a la puerta de fama, y allí el cirujano nos sonríe con una sonrisa bálsamo bebé que provoca suspiros y sonrisas contagiosas. Luego unas horas que se hacen de ciento veinte minutos porque ya sólo piensas en volver a verla y acariciarla la cara y hacerle la estúpida pregunta de cómo estás, pues rajada y jodida, como es lógico, pero es que en esos momentos ningún ser humano está para ponerse shakesperiano.


Y aunque te has prometido a ti mismo no usar ninguno de tus contactos, no puedes evitar dudar cuando ves que el reloj sigue corriendo como si fuera el conejito de Duracell, y harto de estar tan harto y tan nervioso, haces un par de llamadas para que al fin le coloquen un teléfono junto a la cara y diga tres o cuatro palabras, suficientes para respirar con el máximo de capacidad pulmonar.


Y vuelves a pensar en qué diferente es ver la corrida de toros desde la arena, con el morlaco echándote el aliento y los cuernos apuntándote a la barriga. Definitivamente, veinte años son muchos, los suficientes para sentirme completamente extraño.


Gracias a cada una y cada uno de los excelentes profesionales de todas las categorías que de un modo u otro nos han atendido estos días, e intentan hacer lo mejor posible su trabajo en lo que para mi es uno de los ambientes más hostiles posibles hacia el ser humano. Gracias por llenar ese ambiente de humanidad. Es"fácil" ser muy humano en una consulta de Atención Primaria, no lo es tanto serlo en un hospital. Así que gracias. 































1 comentario:

Juan F Jimenez dijo...

Gracias por esta nueva expresión y descripción milimetrica, profunda y genial de lo que sentimos tantos compañeros, especialmente de familia.
Cuanta razón: tal vez en los hospitales es donde realmente se siente la mayor vulnerabilidad del ser humano y por ello donde mas se agradece la cercania humana. Asi como tambien donde mas duele la inhumanidad y la dureza de trato.

Otro tema para desarrollar seria valorar la influencia del factor de identificarse como medico en este y otros medios asistenciales.