lunes, 22 de junio de 2015

Cien años

La semana que viene cumplirá cien años. Cien años. Yo la conocí cuando ya llevaba unos años de médico en el pueblo. Era invierno, lo recuerdo porque entró en la consulta con un abrigo de paño con cuello de piel. Delgada, sonriente, un pelo plateado en ondas perfectas. Se sentó frente a mi sin dejar de sonreír y me ofreció la mano como un político en busca de votos, pero con esa encantadora desidia que yo siempre he asociado en mi subconsciente hollywoodiano con la suprema elegancia. Era como tener en la consulta a Lauren Bacall con la calidez de Jackie Kennedy, como para no sentirse fascinado.

La estreché la mano con sumo cuidado, como quien sujeta una pieza de porcelana china, y las pulseras tintinearon levemente. Venia acompañada por su hija, también elegantemente abrigada, pero sin ese aura etérea de su madre, sin duda se había dejado en el camino de la modernidad el halo misterioso de los viejos tiempos.

Dejó hablar a su hija, mientras yo buscaba en su historia referencias que me ayudaran a ubicarme, como hago siempre que conozco a un paciente, aunque con poco éxito, así que  inicié el clásico interrogatorio de manual, que resulta vergonzosamente superficial, pero al menos da pie a honduras mayores. Me pidió que la disculpara su fastidiosa sordera pero no me atreví a responderla alzando la voz, quizás por ese respeto atávico que nos impone la buena educación en los ancianos. Fue un encuentro breve, las quejas de unas toses inoportunas y unas recetas, pero se estableció entre nosotros la química que deviene del jovencito fascinado que ha pasado el examen.

Las consultas se sucedieron, siempre lo suficientemente espaciadas para demostrar que en ciertas vidas, las lecturas y los recuerdos hermosos llenan adecuadamente el tiempo sin necesidad de regalarlo a las modernidades científicas. Me di cuenta de que aquellas pastillas, esa necesidad de saber en cada momento como está la tensión, el azúcar, las grasas, esa afición malsana a verse en macabras fotografías desprovistas de alma no eran para ella mas que un fastidio, y, poco a poco, fuimos reduciendo controles absurdos, esclavitudes en forma de cápsula, medicina probabilística y miedosa y nuestros encuentros quedaron reducidos cuantitativamente, y magnificados cualitativamente. Nos llevábamos muy bien.

Luego vino la caída, una mañana de primavera con cientos de olores entrando por la ventana de su casa en la dehesa. Era la primera vez que la veía y quedé fascinado por todo lo que me rodeaba: por el largo camino de tierra que recorrí entre trigales, por el arroyo que atravesé en mi cuatro por cuatro, por las enormes máquinas segadoras durmiendo en una nave junto a la entrada, por los perros que ladraban y saltaban entre mis piernas (y que me tenían acojonado, aunque me hiciera el valiente, advertido de su docilidad)

Ella estaba en una cama de sábanas de hilo, aguantándose las lagrimas y tratando de tranquilizar a dos nietos veinteañeros, un varón y una hembra, que se movían de un lado a otro asustados. La exploré con sumo cuidado y leyó en mi cara de preocupación el diagnóstico. Luego una única queja, un reproche a la fatalidad, y después, una serenidad recobrada llenándolo todo.

Temí que no se recuperara, pero lo hizo. Aunque restringió al máximo sus desplazamientos más por miedo que por ningún otro motivo. Ya nunca volvió a la consulta, pero periódicamente acudía a verla, me recibía en una estancia repleta de fotos antiguas, acomodada en una especie de chaise-longue con un libro en la mano. Charlábamos un rato, luego una breve auscultación, un discreto vistazo a las piernas y hasta la próxima. Su hija salía a despedirme a la puerta, divertida con las caras de fascinación de mis residentes ante los techos altísimos, las vigas de madera, la chimenea de castillo medieval y los pucheros de bronce bruñidos de la cocina.

Y así fueron pasando los años. Y tuvimos sorpresas en forma de un corazón cansado fibrilante, de alguna neumonía que venia acompañada para mi de negros nubarrones y bombonas de oxígeno, y para  ella de una terrible inevitabilidad y un deseo mil veces expresado de no moverse ya de su casa, una confianza ciega creo que, no tanto en mis habilidades, sino en mi compromiso de librar solo las batallas que ella me permitiera, y solo en el campo de batalla que ella decidiera.

Y juntos fuimos planeando la estrategia para aquello que no puede planearse, aunque todos conozcamos el final. Y las visitas, más frecuentes durante el frío, se volvían a espaciar durante el estío, pero siempre entre sábanas con olor a lavanda, camisones de organdí, entre libros, entre sonrisas, con agradecimientos sinceros sin necesidad de alabanzas inútiles.

Ha sido una vida larga. Supongo que muchos dirán que una vida privilegiada. Hace poco me enteré que ya de niña, enseñaba a leer a los hijos de las familias que estuvieron entonces viviendo en la dehesa, más de mil personas. Me lo contó en una guardia un paciente de otro pueblo, que con apenas seis o siete años, tenía que encargarse de cuidar dos cabras. Ella jugaba y comía con ellos, y aprendían cuatro letras. A mi nunca me ha contado nada sobre aquel pasado. Y yo me mantengo, respetuoso, en los límites que me quiere marcar, faltaría más. Tampoco me ha pedido nunca que hiciera lo posible porque cumpliera los cien años. Ni se muy bien qué hubiera podido hacer. Solo se que la semana que viene se convertirá en mi paciente más anciana, y me siento satisfecho con mi pequeño granito de arena de su felicidad. No se si tiene miedo a vivir o a dejar de vivir, el miedo es de cada cual, y es una faceta de nuestra humanidad. Como nuestra mortalidad, y como nuestra dignidad. Y ella es profundamente humana.

Que pase usted un muy feliz cumpleaños, de parte de su médico de cabecera.

He tenido en mi carrera varios pacientes centenarios. Curiosamente, ninguno de ellos vivió su vida con miedo a morir, ninguno buscó aterrorizado los brazos de la eternidad  en la Medicina. No han sido muchos, tres o cuatro, pero todos ellos eran conscientes de que su longevidad había sido un regalo inesperado, no una apuesta tramposa comprada con medicinas. Ninguno me pidió vivir más años, simplemente querían paz. Uno de ellos, prácticamente ciego desde muchos años antes, la buscaba junto a una radio que escuchaba a todas horas, otros en el silencio, o en las risas de los bisnietos. Pero ninguno la buscaba en mi consulta.


El último post de Sergio Minué, por la metformina hacia Dios, me ha hecho reflexionar sobre la absurda deriva de nuestra sociedad. Yo no quiero ser inmortal. Curiosamente entre inmortal e inmoral solo hay una letra de diferencia, la "t" de timo.

La foto está tomada cruzando el arroyo que lleva hasta la casa de mi paciente centenaria














lunes, 8 de junio de 2015

Dos hombres y un destino

Aquella mañana de primavera fui a las oficinas del nuevo centro comercial de mi ciudad. Me recibieron amablemente en el departamento de tipos raros y les expuse mi idea de abrir una franquicia de ropa vaquera. Sí, de ropa vaquera. Y me quede tan ancho.

Se mostraron muy interesados y tras explicarme la condiciones económicas, me emplazaron a una nueva reunión una vez que tuviese en mi poder la concesión de la marca en cuestión. 

Yo salí con los papeles bajo el brazo y en la puerta del centro me detuve un momento. Me vi reflejado en el escaparate de Zara y apenas conseguí reconocer al muchacho que había contestado sí sin dudarlo un instante cuando le ofrecieron esa interinidad de tarde que no encontraba dueño y que había devorado previamente a dos aguerridos candidatos que apenas dejaron su impronta en el asiento de la silla de la consulta. 

Recuerdo una sala de espera con otros dos candidatos trajeados y con apariencia de revenidos, una entrevista con la directora médica y un tipo de sindicatos en la que mentí como un bellaco, porque no sabía ni cómo se llamaba el sistema informático de entonces (el añorado OMI). No debía importar mucho, dado que los siguientes cuatro años los ordenadores no aparecieron por mi consulta y nos seguimos apañando con las clásicas carpetas y los bolis BIC, mientras el resto del mundo luchaba con los softwares malditos. 

Cometí muchos errores en aquella mi primera aventura real en la cabecera. Hasta entonces, todo habían sido escarceos amorosos, incluso algún apasionado romance, pero, como todos sabemos, todo eso se parece poco a la convivencia diaria, a la denostada pero bendita rutina. Llegué al matrimonio con mi profesión con la alegría inconsciente del vocacional, y me lancé como un torito a cometer uno tras otro todos los pecados del novato, y, por descontado, creyéndome el rey del mambo, que no me besaba porque no me llegaba.

Tenía que demostrar al pueblo que les había tocado el gordo, así que busque fidelidades y pasar a los altares del lugar, seguramente a base de colocarme en el centro de aquellas vidas. Me quise convertir en un mega-padre capaz de tocar todos los palos, dispuesto a escuchar confesiones eternas con la mejor de las caras, entregado en cuerpo y alma a que fueran haciendo una placa con mi nombre para, si no la calle principal, al menos una de las paralelas.

Me faltó modestia y me sobró orgullo, y probablemente esto trajera medicalizaciones innecesarias, revisiones sin sentido, dependencia absurda de un sistema en el que yo era el héroe, y expolio de su capacidad de autocuidado, de sus recursos para llevar una vida normal, para enfermar y sanar, para vivir y morir.

Podría engañarme a mi mismo y a mis fieles lectores (hola cariño, espero que te esté gustando) y escribir que todo era por el bien de mis pacientes. Pero la triste verdad es que todo era para demostrar al mundo, y a mi mismo, que yo era un médico cojonudo, como no hay dos.

Y claro, con rigor y esfuerzo casi todo se consigue, y lo que yo creía que era mi prestigio fue creciendo en el pueblo ante la atenta mirada de mis compañeras del turno de mañana, una, con un carácter que convertía la empatía en una quimera, hasta con el espejo, y la otra, un perro viejo que sonreía advirtiéndome que nada servía para nada, pues el cariño de los pacientes es tornadizo, como el viento de la exigencia que te niegues a cumplir y que te transformará de héroe en villano en un parpadeo.

Así que sin comerlo ni beberlo, y para mi asombro, me fui sintiendo cada vez más vacío. Miraba a algunos de mis pacientes a través de la lupa de la desconfianza y me desconcertaba si no reaccionaban como yo me esperaba. Había perdido por completo el norte, porque pensaba que yo era el centro y que las expectativas de ellos deberían ser las que yo les impusiera. Y cuando no era así, llegaba a casa irritado y rezongando acerca de la falta de agradecimiento y de la deslealtad. Cría cuervos... El invierno estaba claramente llegando (frase para los frikis de Juego de Tronos).

En fin, volvamos al tipo reflejado en un escaparate de Zara, a punto de poner una tienda de ropa sin tener ni repajolera idea de llevar un negocio, como si fuera un emprendedor de estos engañados de la crisis. Pues aquel prenda se fue para su casa haciendo números, y siguió haciéndolos en la carretera hasta el pueblo, y sólo paró de hacerlos cuando le llamaron para decirle que muy pronto, probablemente al mes siguiente, tendría un compañero con quien compartir Invernalia. Entonces, se detuvo la calculadora mental, desaparecieron los jeans and jackets y con cara de imbécil pidió referencias. Como la cara no podía verse por el teléfono, se las dieron: es el marido de tu compañera la del Centro de Salud de cabecera. Ella era majísima, y aunque todo es posible, deduje que no podía haberse casado con un ceporro, así que me preparé para darle la bienvenida.

El tipo era guapo, con ese aspecto un tanto desaliñado que despierta un no se qué en las mujeres, barbita de buscador de tesoros y una sonrisa permanente que costaba hacerle desaparecer. Y mira que lo intentamos los otros tres médicos, muy compañeros nosotros, cediéndole amablemente unos cuantos pacientes, no, por favor, no penséis que los más frecuentadores, o los más conflictivos, o ... Bueno, sí, pensadlo.

Pues el tipo ni un mal gesto. Y encima era del Atleti. Y charlábamos, cuando podíamos. Y pasábamos a vernos a la consulta para preguntarnos qué tal íbamos, bueno, yo más, porque el estaba en periodo de adaptación, o lo que es lo mismo, tratando de no morir en el intento. Y nos compramos una Melita y nos hinchábamos a cafés que tomábamos sin detener la consulta, que si no nos daban las mil y monas.

Y él tuvo un niño, y yo un segundo. y nos enseñábamos las fotos e intercambiábamos penurias. Y a nuestras mujeres las llamábamos las jefas, y las dos estaban igual de piradas, pero ambas eran encantadoras y nos tenían loquitos.

Y un buen día decidimos, sin encomendarnos a Dios ni al diablo, que organizaríamos las consultas a nuestro gusto, y decidimos que los miércoles, de forma alternativa, uno de nosotros sólo pasaría consulta media jornada, y dedicaría la otra media a leer, a escribir o a pintarse las uñas si se terciaba. Y encima, en la otra media, citaría pacientes cada veinte minutos, a los que atendería todos sus problemas de salud para dejarlos "niquelaos", que se dice.

Y aquel sujeto que quería montar una tienda de ropa fue rescatado por ese Indiana Jones justo un minuto antes de rendir Invernalia, y se convirtieron en amigos para siempre. Luego, el azar del destino le hizo reinventarse en dos pequeños pueblos, donde se prometió a sí mismo empezar de cero, no repetir los mismos errores, enterrar el orgullo en lo más profundo de las Fosas de las Marianas y abandonar para siempre el centro de la vida de las gentes. Y el rescatador de la eterna sonrisa tuvo que emigrar a los fríos hospitales para hacerlos más cálidos, para derramar humanidad como sólo él sabe hacerlo.

Así que, por ser quien es, por haberme honrado haciéndome su amigo, y por mi rescate, ¡va por ti, amigo!