sábado, 25 de julio de 2015

Los pecados capitales 4: la ira

La Ira: el cabreo, la mala leche reconcentrada, la mala baba, echar humo por el coco, ponerte rojo como el pimentón y morderte la lengua hasta que sangre, o directamente, escupir sapos y culebras que ríete tú de los tres dragoncitos de Juego de Tronos. Resumidas cuentas, que no creo que tenga que sacaros a relucir los que es la ira con la definición de los sabios de la RAE. Lo dejaremos para el resto de los pecados.

Porque este cuarto pecadillo de mis entretelas permanece debajo de nuestra piel de vendedores de feria, lo llevamos tatuado de los tiempos en que recorríamos el salvaje oeste repartiendo crecepelos mágicos, sacando alguna muela o sajando un buen abceso anestesiando con bourbon (¡qué tiempos aquellos!)

Y es que tratamos cada día con cúantas, cuarenta, cincuenta, sesenta personas, si contamos adyacentes, opinadores y pequeños que tambien estaban tosiendo, no habían ido al cole y no tenían con quien quedarse. Y entre tanto personal, abundan los expertos en gripes, los que saben como se cura un orzuelo, los que han pensado en ese diagnóstico antes de que llegues al "¿a qué lo atribuye?". También está el que es su mejor medico, el que, para él, treinta y siete ya es fiebre, el que tenía un primo al que le dijeron que tampoco era nada y se murió en tres meses, el que te nota mas gordo que antes del verano, el que no te ve buena cara, el niño que te tira al suelo la caja de depresores...En fin, que la mies es mucha y la paciencia (algún día hablaremos de las virtudes cristianas en el medico de cabecera, tema, sin duda, mucho mas aburrido) la paciencia, divagaba, no es tanta, y así, un día, de repente, sin comerlo ni beberlo, vas a abrir la boca y hala, a través de ti habla la niña de El Exocirsta, mientras tu atlas se desplaza trescientos sesenta grados sobre tu axis, y, si lo tienes a bien, rematas con un vómito verdoso, que los demonios no conocen la colecistectomía, por lo visto.

Pues no, yo no soy una excepción. Y eso que soy un tipo de natural tranquilo, poco dado a los alborotos, con tendencia a la fibrilacion auricular de ritmo no controlado en cuanto tengo que alzar la voz. Pero me vienen al pronto pago tres episodios de ira incontenida, tres, que serán muchos mas, pero permítanme ustedes una cierta benevolencia veraniega.

El primero fue allá por mis guardias de jovenzuelo residente en el Centro de Salud. Recuerdo al sujeto, cincuentón, inquieto desde que sonó la campana, como un Mohamed Alí, soltando su veneno como Cassius el uppercut. Yo aún no había bebido en las fuentes del zen de la Primaria (no había leído todavía a Salva ni a Vicente): era joven y aquel sujeto me estaba tocando los cojones. Así que, cuando aquel peso pesado creía tenerme en el rincón y me lanzaba su crochet a la mandíbula de cristal amenazándome con una denuncia judicial, me puse en pie empujando hacia atrás la silla con violencia (esto confiere un efecto dramático potenciado por el pijama verde con el que  entonces yo hacia las guardias) y arrebatándole la tarjeta sanitaria, le espeté a voz en grito que me encargaría personalmente de que le retiraran la tarjeta al menos temporalmente por su comportamiento intolerable, agresivo, mal educado... Mi combinación de directos de izquierda y derecha amenazaban con noquearle, y así hubiera sido si su esposa, hasta entonces callada, no le hubiera obligado a salir de la sala de urgencias y se hubiera quedado a pedirme disculpas, asegurándome que estaba enormemente preocupada por la actitud agresiva que últimamente adoptaba un marido que siempre había sido encantador.

Aquello me dejó como a Foreman en el octavo asalto en aquel cuadrilátero africano. Desaté una ira inconcebible sobre un hombre que no necesitaba un médico que le gritara, sino uno que escuchara detrás de sus gritos. Y es que se que muchos de los que leáis esta reflexión estaréis pensando con benignidad sobre nuestras caídas en la ira, la estaréis poniendo la etiqueta de venial, pero yo no consigo ser tan indulgente conmigo mismo. Creo que cada vez que me dejo arrastrar por ella, mato un poco del buen médico que hay en mi interior. Y me duele.


El segundo que me viene a la amargura es penoso, porque ya no me ampara la disculpa de la juventud, ni la eventualidad, ni el paciente desconocido atendido una noche de guardia. La protagonista es una mujer de setenta y tantos que consumía su ¿vigésimo quinta? ¿vigésimo sexta? visita del mes, con su dolor aquí (en un hipocondrio visto y revisto con ecos, Tacs y hasta ouija), con su boca "como una alpargata", con su "mándeme usted algo, lo que sea", con su " oiga, ¿yo puedo comer pepinos?", con su "mándeme usted a que me vean" (mientras repaso los trescientos mil informes de especialistas, públicos y privados, a los que ha ido, mientras veo que su hijo, el que aparece solo algunos fines de semana, la ha vuelto a llevar al hospital porque el médico de cabecera no le hace caso). Y el médico de cabecera pierde los papeles, y alza una voz dura, desalmada que escupe verdades que no se deben decir.

Y aquella pobre mujer dice un triste "no me grite usted", que me devuelve una imagen asquerosa de mi que no borro ni lavándome mil veces las manos, y que me reafirma en mi determinación de ser inflexible con este pecado, de que se han acabado para siempre las excusas y las benevolencias.


El tercero es tan reciente que parece que hubiera sido ayer. Un sujeto paciente se jacta en mi consulta de haber amenazado a un compañero gravemente. Busca en mi complicidades, explicándome las causas y se encuentra una escena miguelangeniana, un tipo duro al que de pronto le ha salido una barba blanca y un gesto de ira bíblica mientras le expulsa del paraíso, que le interrumpe preguntándole qué tipo de persona es, que le repudia, que le amenaza con dejar caer sobre el todo el peso de la ley (a sabiendas de que es un peso pluma). Dies irae, dies illa. 

En fin, tres botones, con más o menos razones, con más o menos vergüenzas, con más o menos reproches. Sean sus mercedes indulgentes.

El cuadro, siguiendo la serie mostrada hasta ahora, representa a la ira, y como los anteriores pertenece a La Mesa de los Pecados Capitales, de El Bosco, que se encuentra en el Museo del Prado de Madrid.

El Bosco la representa con dos campesinos borrachos riñendo a la puerta de una posada con jarras de bebida y uno de ellos es detenido por una mujer, mientras el otro tiene un banco en la cabeza. (Wikipedia)


lunes, 20 de julio de 2015

El paciente cero

No se si existe esa denominación fuera de la epidemiología, pero si no está definida en los sesudos tratados que andan por ahí, debería estarlo, porque estoy seguro que todos lo médicos tenemos un paciente cero en nuestras cabezas, en lo más recóndito de nuestras almas (el que la tenga, sea suya o prestada)

Estoy seguro que si, todos aquellos de mis amables lectores que juraron la parrafada hipocrática, cerraran los ojos en este momento (bueno, mejor al acabar el párrafo, que si no va a ser un pelín mas complicado de entender), lograrían perfilar con todo lujo de detalles la cara de ese paciente que fue el primero en conmovernos verdaderamente los cimientos de la vocación, el primero en desnudarnos ante nuestros miedos, en despojarnos de vanidades, en vomitarnos toda la futilidad y devolvernos al polvo que tanto nos habíamos empeñado en limpiar de los zapatos.

Les deseo un buen ejercicio. Adelante.

Y ahora, recuperados de esas imágenes que jamás se fueron, permítanme que les hable de mi paciente cero. Al exorcismo a través de la literatura. Si lo ha dicho algún escritor famoso, no he sido capaz de encontrarlo en Google.

Se llamaba Sergio. Tenía veintitantos años, y era un tipo fornido, un chavalote de los que no habían querido estudiar, pero había sabido encontrarse su hueco bien remunerado en el boom del ladrillo. Lo suficiente para comprarse un buga apañadito, y salir con su churri los fines de semana a lo que se terciara, que para eso eran jóvenes e inmortales.

Yo había aterrizado en mi primer cupo estable desde la residencia en un pueblo de la periferia de Madrid, a caballo entre sus tradiciones y el progreso desbocado y devastador. Trabajaba como una mula, el único médico en el turno de tarde, junto con una compañera enfermera y una administrativa. Nosotros nos lo guisábamos y, si hubiéramos tenido tiempo, nosotros nos lo hubiéramos comido. Pero no teníamos (tiempo, se entiende). Acabábamos agotados pero inconscientemente felices, al menos los primeros años.

Mi trato con Sergio había sido superficial y catarrero, de justificantes de cuarenta y ocho horas y colitis criminales, poco más. Unas veces venia acompañado por su lozana novia y otras por una madre preocupada a la que se le había ido la flor de la edad sin enterarse. Era una mujerona morena de pelo rizado que me daba la impresión de que podría comerse el mundo entre pan si se lo,proponía. Me caía muy bien.

Entre miles de consultas en nuestras vidas, es difícil recordar los detalles concretos de alguna. Pero, curiosamente, con el paciente cero se recuerdan con nitidez posiblemente mentirosa. Sergio vino aquella tarde con su chica. Llevaba unos días con un dolor en la parte más baja de las costillas izquierdas, que le aumentaba al moverse o al respirar profundamente. Era molesto hasta para él, que era un mulo. Recuerdo casi al detalle la exploración, toque las costillas, escuche las inspiraciones y espiraciones simétricamente tranquilizadoras, y empezamos a charlar de los esfuerzos físicos que hacia en su trabajo, y de que ese tipo de dolores era de los más frecuente, y tardarían en dejar de molestar. Calor y analgesia, o Paracetamol y mucho agua, por acercarnos a la versión televisiva.

Pasaron los días y llegó una segunda consulta similar en planteamiento y resolución, y luego una tercera, esta ya con la figura preocupada de la madre en segunda línea de platea, fijando unos ojos en mi tan intensos que escocían. A Sergio parecía que le costaba reconocerlo, pero su madre no tuvo reparos en aportar datos más preocupantes, cansancio y una perdida de apetito impropia del buen yantar natural de su niño. Volví a tumbar a Sergio en la camilla y repetí la exploración, esta vez añadiendo el toqueteo abdominal tradicional, sin olvidar la percusión, que para eso se me ha dado siempre de cine. Pero todo fue igual de anodino.

Yo estaba tierno, pero había aprendido a no creer saber más del paciente que él mismo, o que su madre. Alimentarle por la umbilical durante nueve meses tiene que dar un plus de conocimiento por cojones que no lo da la Complu. Solicité analítica y ecografia, pues por aquel entonces era una novela de Asimov pretender que el Servicio de Salud madrileño nos concediese ciertos dispendios tecnológicos, y esperamos tranquilamente resultados. Lo de tranquilamente es un decir, pues su madre y un servidor teníamos por aquel entonces enjambres de moscas tras las orejas.

La analítica fue tontorrona, pero la ecografia escupió un bazo grande y podrido que yo no había sido capaz de tocar. Los pómulos que se iban marcando en la cara de Sergio me hacían los mil reproches que no me hacía su boca. Con un truco de cambios de empadronamiento conseguimos que le operara uno de los más prestigiosos cirujanos de España, al que habían acudido de forma privada y que, por supuesto, hubo de aceptar el caso en la pública. Luego vino la quimioterapia y la desintegración, las lagrimas de su madre en una consulta terrible pidiéndome opinión sobre acudir a una renombrada clínica oncológica americana con sede en Madrid, su determinación por gastarse hasta su última moneda en la cara o cruz de la vida de su hijo, aun sabiendo, como habia visto en sus ojos, que ya había salido cruz.

Luego el consumirse esa vida joven, hasta hacia un año capaz de comerse el mundo, o al menos dos menús completos de Mc Donald's con una mano, sin quitar la otra de las cachas de su chica, y doce meses después agotado entre sus sabanas.

Solamente una vez acudí a su domicilio durante su abandono final. No dejo de arrepentirme cada día que pasa. El fue mi paciente cero. No fue el primero que se me murió, pero fue el primero de la que entonces era mi pequeña familia que desnudó todas mis vergüenzas, y, cuando miro hacia adentro , ejercicio muy sano, aunque, como todos los ejercicios sanos, muy duros, sigo viendo su cara, a veces fresca y joven, otras huesuda y abandonada, y me vuelvo a sentir desnudo, y los pies se me vuelven a llenar de polvo.


Para aquellos hipocondriacos de entre vosotros, deciros que los tumores primarios de bazo son extremadamente raros (hay unos 200 descritos en la literatura) y son de pronóstico desgraciadamente fatal.

Hace unos meses nos reunimos unos cuantos (casi 200) profesionales sanitarios para hablar de nuestros errores. Y lo hicimos por el bien de nuestros pacientes y por nuestro propio bien. De aquel hermoso aquelarre surgieron unas iniciativas que, implantadas por los servicios de salud, mejorarían la seguridad del paciente y la nuestra propia. También, un banco de casos clínicos, entre los que no se encuentra éste, de una riqueza y una sensibilidad únicas.

Gracias a todos los que lo hicieron posible.

Dedicado a ti, Sergio, estés donde estés. Y gracias por hacerme médico y no abandonar mi memoria.

Los resúmenes del SIAP 2015 de Granada (Seminario de Innovación en Atención Primaria) son del estupendo blog de la gente de Sano y Salvo. La foto es de unos pocos de los piraos que nos juntamos allí a exorcizarnos y sobre todo a aprender. Buenos amigos, besos y abrazos para todos
















Los pecados capitales 3: la pereza

Pereza: Negligencia, tedio o descuido en las cosas a que estamos obligados. 
Diccionario de la Real Academia Española. 23ª edición. Octubre 2014.

Cuando uno decide afrontar esta boutade veraniega de los pecados capitales, influido sin ninguna duda por el amor incondicional al cine y la rendida admiración a ese actorazo de Kevin Spacey, el villano mas retorcido e inteligente de la pantalla que se descojona en la cara del guapito de Brad Pitt; pues bien, como digo, cuando alguien se embarca en tamaña autorreflexion y repasa la lista de los pecados, siempre se topa con aquel del que reniega en público y en la soledad de la cama, aquel contra el que bufamos como un toro encabronado, contra el que echamos sapos y culebras por nuestra boca siempre que tenemos oportunidad, aquel que disfrazamos como si fuera el Mortadelo de nuestra conciencia, para que ni desinhibidos por los gin tonics de la terraza junto al mar seamos capaces de reconocerlo como un hijo descastado que abofetea a su madre.

En mi caso, ese pecado impronunciable, ese baldón a las virtudes de cualquier persona, mucho más de un médico, es la pereza.

Desde que decidí afrontar la reflexión sobre este demonio apocalíptico, me asaltaba en todo su esplendor y en sus mil y una faceta a mi alrededor. He visto su rostro de podredumbre en el medico que llega media hora tarde a su consulta porque no le gusta madrugar, y que además no le importa hacer esperar otra media horita a sus pacientes mientras se toma un café con algún amiguete de los de traje encorbatado y brillantes papeles satinados bajo el brazo.

He visto su repelente silueta en compañeros que declinan una y otra vez la invitación del pesado del encargado de la docencia para hacer una modesta sesión clínica que compartir con el resto de sus compañeros, escudándose en lo mal que se les da hablar en público (como si fueran a debutar en el Teatro Real), o en lo sobrecargadisima que esta su consulta (no como la de mi compañero de al lado, que se pasa la mañana trasteando en internet)

Me ha asaltado su fetidez en todos aquellos compañeros que han decidido que ya lo saben todo, que reciclarse es cosa de jovenzuelos por destetar, que además están hartos de que les ofrezcan todos los cursos fuera de su horario laboral (que, por supuesto, incumplen a rajatabla) y que tienen una vida interior y exterior riquísima como para perder su valioso tiempo en tontadas de niñatos.

Se me aparece su espectro una y otra vez cada vez que alguien me dice aquella frase tan bonita de "esto no es mío", cada vez que una boca pronuncia las palabras "espere a las tres que entran los de guardia", cada vez que un suplente pronuncia entre dientes "eso, mejor, cuando venga su médico", cada vez que un médico de cabecera rellena una volante sabiendo que el paciente será absorbido en un tifón de los mares de China que le mantendrá alejado de su consulta quién sabe cuánto tiempo.

La desidia me rodea, y yo, Davy Crockett en El Álamo (el de Texas, no el de Madrid, donde resistí un asedio de siete años) como el gran John Wayne en la película, resisto al envite final desde mi fortaleza moral, poniendo cara de asco y un gesto de duro de Hollywood copiado de The Duke. Hasta que no le quedan balas a mi Winchester y entonces, se detiene el tiroteo lo suficiente como para que recuerde aquellos dos viejecitos que vivían sus últimos días en dos pequeñas camas, el uno junto al otro, entre olores a pañales empapados de orín y humedades de paredes de cal, y que tomaron el camino del olvido con apenas unas semanas de diferencia, sin que su medico de cabecera hubiese ido a conocerlos.

Y me doy cuenta de que hay autocríticas que duelen mas que otras, y que esta es una de esas que me provocará un insomnio culpable que resulta difícil de expiar, aunque se pase uno la vida a la tarea. Porque lo disfrace como lo disfrace, lo maquille como lo maquille, no puedo librarme ya de esas vergüenzas.

Y hasta creo que tampoco quiero, pues tenerlas presentes me permiten no relajar la guardia, y, en definitiva, volver a convertirme en perezoso.

El cuadro, como en las dos ocasiones anteriores, representa a la pereza, perteneciente a La Mesa de los Pecados Capitales, de El Bosco, que se encuentra en el Museo del Prado de Madrid.

En ella, un eclesiástico duerme ante la chimenea en un acogedor interior, mientras que una mujer (la Fe), elegantemente ataviada, trata de despertarlo para que cumpla sus deberes de oración. (Wikipedia)




lunes, 13 de julio de 2015

Los pecados capitales 2: la lujuria

"Lujuria: Exceso o demasía en algunas cosas "
DRAE, XXII edición, 2012

Para el lego que desconozca el mundillo en el que nos movemos los médicos de cabecera, les explicaré que el momento en que recibes tu primer cupo por un periodo mínimamente superior a un mes te sientes como un ser de otra galaxia. Empiezas a ir a tu consulta con otro aire, recolocas las cosas de encima de la mesa, hasta puede que te lleves alguna foto, el respaldo se acomoda a tus machacados riñones de trotamundos sustituto y te ves incluso más alto y más guapo en el espejo. 

Cuando los pacientes tuercen el morrillo al sentarse frente a tu mesa olisqueando complicaciones con ese jovencillo precarizado, son respondidos con una expresión de infinita seguridad, y, en el más osado de los casos, con un "a partir de ahora yo seré su médico de cabecera" y una sonrisa de anuncio de Sanitas que extiende la tranquilidad de forma automática en la atmósfera de la consulta, y provoca un brillo alucinógeno en las pupilas de los pacientes, en las que te parece verte reflejado con un toque a Gregorio Marañón que no deja de favorecerte.

Sí, sí, no crean que exagero. Si no, pregunten ustedes por ahí.

Ese permiso de maternidad, esa pierna rota (qué desgracia más grande, madre, no quisiéramos el mal a nadie, pero a ver si tarda un poquejo ese callito de fractura) se trasforman por arte de magia en la apertura espontánea de las espuertas de todo nuestro arte. Y es que tenemos mucho, somos como unos Curro Romero encerrados con seis mansos que embisten nobles con los dos pitones. Hemos dejado de ser Platanito pidiendo una oportunidad y ahora sí que vamos a demostrar de qué somos capaces.

Y claro, somos jóvenes (éramos) y formados en un ambiente donde el más tonto hace relojes  (con las tripas de un paciente), así que allí sentados en el trono (no el del señor Roca, el otro), comienza a crecer en nuestro interior un gusanillo lujurioso que nos remueve, y nos remueve, y nos inquieta y nos perturba. Y molestos, como la pobre señora del anuncio de las almorranas, nos levantamos de nuestro sillon y gritamos a voz en pecho: ¡YO PUEDO CON TODO!

Por supuesto, sólo hemos tenido la ilusión de que nos hemos levantado y gritado, afortunadamente para nuestra salud mental, todo ha quedado controlado en el sistema límbico (¡qué a gustito!)

Mi aterrizaje, mis primeros pasos algo más estables en la Medicina de Cabecera fueron tal cual. Me sentí una especie de Guerrero del Antifaz, en la obligación moral de salvar a mis pacientes, incluso de su misma ignorancia. Me lancé a la expropiación de su salud como un ministerio de obras públicas construyendo una autovía. Todas las analíticas me parecían pocas, no había prueba pequeña: controlaremos vuestro colesterol, ¿te has mirado alguna vez la vitamina B, y la D? Esa osteoporosis que se abre paso; habrá que hacerte una espirometría con un test provocacion post-ejercicio, que suena que te cagas. ¿Y ese tiroides, es que nadie va a hacer caso a ese tiroides?

Que a su hijo adolescente sólo le gusta la PSP: no se preocupe, traigamelo y yo me encargaré de encauzarle. Que usted, fumador empedernido, es un bronquítico crónico que tose como un perro todas mañanas, venga cada semana a que le escuche sus roncus. Que usted, jovencita dismenorreica pasa dos días al mes sumida en el profundo dolor, aquí la quiero en mi camilla para valorarla y revalorarla, y rerevalorarla. 

Y no crean ustedes que necesito a más gente que a mi mismo para lanzarme a estas cruzadas expropiadoras. Con un pequeño ecógrafo la miro y la remiro lo que haga falta, usted traiga sus órganos sólidos y ya me encargaré yo de ultrasonidificarlos.
Unas lesioncitas en la piel: no tienen mala pinta pero será mejor que se las extirpe, quien sabe. ¿Azúcar? Eso se lo controlo yo en un pis pas: póngase los dedos como un acerico, pinche y anote, pinche y anote y traigamelo, que ya me encargo yo. 

Y claro, en esa lujuria desmedida, al jovencito Marañón empiezan a salirle unas feas ojeras y un rictus permanente de asombro: ¡oh, Dios de la Medicina! ¿Cómo a mi, amado hasta la veneración por mis pacientes, cómo a mi, oscuro objeto del deseo de aquellos desgraciados que soportan a otros médicos de cabecera y no les dejan cambiarse de cupo, cómo a mi, objetivo de las envidias más furibundas de compañeros menos avezados, se me puede estar desbordando mi consulta perfecta, mi paraíso terrenal de la medicina de familia, el sueño médico de Tomas Moro?

Y de ese Mar de los Sargazos  de la sobreprotección, del sobrediagnóstico y del sobretratamiento, no consigue sacarte más que un cambio de cupo con leyenda de fortuna y realidad de huida cobarde, y un vagar errante por el miedo a no querer caer de nuevo en viejos errores, pero siendo incapaz de la necesaria introspección para parirlos.

Y en ese miedo van pasando los días  y las consultas, hasta que descubres a unos cuantos pirados y algunas leturas herejes, y te das cuenta de qué pecador (y qué imbécil) has llegado a ser. Y entonces, como los antiguos franciscanos, te pones la túnica más raida, te calzas las sandalias más pobretonas, y te dispones a hacer voto de castidad médica aunque te conviertas para siempre, y para casi todos, en un pobre médico de pueblo.

El cuadro es la parte de la Mesa de los Pecados Capitales de El Bosco dedicado a la Lujuria (siguiendo la estela de la entrada anterior), conservada en el Museo del Prado de Madrid. Se observa como dos parejas dedicadas al galanteo no aprecian como un juglar está siendo azotado a su lado.

Abrazos e indulgencias.