lunes, 25 de abril de 2016

Corren por mis venas...

A Isabel le apestan a alcohol las transaminasas. Y el aliento. Aunque soy incapaz de identificarlo, solo me escupe una vaharada de aromas a Lavanda Inglesa de Gal o algo así. No se. Después de una media de dos consultas semanales aun intentaba ponerle un nombre, dilatando las fosas nasales, como Jean-Baptiste Grenouille, acercándome indisimuladamente a su boca mientras me ofrecía su abdomen en la camilla y remetía insistente los dedos buscando el reborde romo hepatomegálico que se me escapaba, las arañillas vasculares delatoras que no encontraba en su generosa anatomía. 


Para Isabel yo fui la tercera vía. En realidad llegó hasta mi consulta exiliada de las otras dos de la mañana, aunque llevaba los papeles en regla de los dos millones de derivaciones al hospital y los tres millones de analíticas demandadas, la carga radiactiva de una superviviente de Hiroshima sobre su esqueleto y un saco de pastillas que habrían atascado la más moderna lavadora alemana. 


No me gustaban las sonrisas complacientes de mis compañeras cuando recibía mi lista de la administrativa, llevaba demasiado poco tiempo y no solían augurar nada bueno. Pero ese día eran especialmente hirientes, con una mezcla de conmiseración y alivio que hacía temerse lo peor. Eran tiempos de carpetas encima de la mesa, una megatorre que la mayoría de los días superaba mi escasa estatura sentado, y que se mantenía en el equilibrio inestable de un rascacielos japonés bajo un siete con cinco en la escala de Richter. Y hacia la mitad, un fardo enorme al que se le escapaban las risas de mis compañeras por las entretelas. Abrirlo fue un desafío, y extraer alguna conclusión en el breve tiempo que me permití demorar su llamada, digno de Ethan Hunt, pero con muchos peores resultados. 

Así que decidí (que irresponsable y loca es la juventud) colocarme a puerta gayola, quién dijo miedo. Pues no pude ni afarolar el capote. Fui arrollado sin consideración ni misericordia. Isabel era una mujer oronda, bien vestida, con ese rictus sufriente que resalta en el blanco de nuestras consultas como una mancha de ketchup. Un paso por detrás, le acompañaba su marido, enjuto y apestando a Ducados sin filtro. Tomó posesión de la plaza sin haber aprobado oposición ni nada, y yo me parapeté detrás del cartapacio sufriente como un pasante mal pagado. Desde el primer minuto supe que perdía por goleada y que me habían expulsado a mis mejores jugadores, así que allí mismo tomé la decisión de que aquella consulta duraría varios años. Estas cosas, cuanto antes se haga uno a la idea, mejor. 

Del tanteo salimos ambos medio satisfechos: ella decidida a explorar la tercera vía, y yo (que animosa e irresponsable es la juventud) decidido a dejarme la piel en el intento, o al menos, algún que otro padrastro. 

Digerir aquel torrente de información que había abierto varios claros en el Amazonas fue una cuestión casi de ratón de biblioteca que me llevó varias guardias y alguna que otra mañana en mi casa, pero al final, aquel tratado de Medicina parió un poco de orden y concierto. Claro que para cuando dio a luz llevábamos ya otras diez o doce visitas, salpicadas con algún que otro susto extemporáneo con sincopazo de por medio y aparataje eléctrico. 

Y en cada una de las visitas, yo seguía masticando ese olor etanólico, y explorando delicadamente su origen. Es sencillo interrogar a un caballero de nariz como una berenjena sobre el alcohol que bebe, y sonreír con su manida respuesta de "lo normal" que ampliamos mentalmente todos con "para tumbar a un buey irlandés". Pero a una señora sesentona, abnegada ama de casa que cuidó a su grey toda la vida, preguntarla sobre si le atiza al Larios es violento y se carga de golpe hasta el último puente empático sobre el río Kwai. Así que las aproximaciones eran siempre tímidas y respetuosas, y recibían invariablemente respuestas negativas cargadas de un aire de ofensa que aún hacían parecer más culpable a la interrogada, y más torpe y estúpido al interrogador. 

Durante años de sobresaturación de visitas, me tragué el amargor de tener el problema delante de mis  sensibles narices, y ser un incapaz, inútil e incompetente, un torpe negado para encontrar el resorte secreto que me hubiera permitido ayudarla de verdad. 

Una noche, de su boca brotaron bocanadas que dejaron empapadas de rojo bermellón las sabanas de la cama.  En el estómago había un agujero que habían ido dejando los antiinflamatorios que se tomaba como los chicles y que yo había sido incapaz, por lo que parecía, de al menos reducir. Unas varices relucientes en el esófago y unos brillos sospechosos en el hígado despertaron todas las alarmas de los digestólogos, que recibieron ofendidas negativas a sus preguntas sin paños calientes. En la consulta, demacrada pero envuelta en su aura de dignidad y en su tufo de ginebra, siguió negando la mayor y mis advertencias sobre tétricos finales fueron contestadas con sonrisas despreciativas autosuficientes. 

Recuerdo la tristeza con la que llegué aquel día a mi casa, tras cuarenta y cinco minutos de carretera nocturna y reflexiva. Muy poco tiempo después cambió mi vida y mi destino, pero nunca he olvidado esa sensación de fracaso. Porque hay sensaciones, de las que, como de ciertos olores, es imposible desprenderse nunca. 


¿Cuántas mujeres de las que esperan en las puertas de nuestras consultas guardarán oculto a ojos de todos este problema? Desgraciadamente muchas más de las que creemos. Y sin el glamour de Lee Remik. 







domingo, 17 de abril de 2016

Miedo

Las urgencias en aquel entonces aterrorizaban. Bueno, quizás las urgencias no hayan conocido ningún entonces en el que no hayan aterrorizado, no son precisamente eurodisneys de felicidad, espacios de luz, color y fantasia, no. Pero aquellas de aquel entonces eran la jodida boca del tren de la bruja y cuando pasábamos cerca era inevitable el vistazo rápido al túnel de luces fluorescentes y olor a  calamidades, y un temblor de piernas disimulado malamente bajo las batas demasiado nuevas de los pardillos residenciales.

Apenas llevábamos unos días presentándonos en los pasillos, luciendo nombres bordados en el pecho, con el orgullo del deber cumplido, tratando de ubicarnos entre habitaciones, despachos, plantas, ascensores, residentes mayores condescendientes y adjuntos de torvas miradas, según el imaginario colectivo (probablemente fueran solo casos aislados de miopía o complejos de inferioridad superiorizados, quien sabe). En la cafetería reencontrábamos ese cálido efecto rebaño que absorbía cuitas y suspiros, permitiendo una digestión compartida del aterrizaje, que siempre parece ser más emoliente. Y para llegar a ella debíamos inevitablemente asomarnos al abismo de las urgencias, a sus puertas que se abren y se cierran, a sus cancerberos disfrazados de seguratas, a las camillas apresuradas y a los familiares estirando el cuello intentando adivinar el paradero de su pariente perdido en el marasmo inescrutable. Echábamos una mirada rápida y nos metíamos en el olor a fritanga y las risas de la cafetería, y sonreíamos también nosotros de entrada con una sonrisa falsa de estar cagados de miedo. 

Porque se acercaba el día de ser absorbidos por aquella palabra que nos provocaba terrores nocturnos, que nos hacía mirar una y otra vez la planilla, aprendernos de memoria con quien compartiríamos penalidades y tener grabada a fuego en la cabeza la fecha, sin necesidad de nota que nos la recuerde, sin posibilidad ninguna de olvido, el día de nuestra primera guardia. 

Aquella fue una mañana de risas flojas, una mañana sobresaturada de cafeína y de miedo. Las horas parecían precipitarse unas sobre otras, con esa capacidad tan irritante del tiempo de acelerar despiadadamente cuando le suplicamos que arrastre un poco el paso. La comida apenas quiso entrar en un estómago cerrado por los nervios y bastante antes de la hora ya nos ibamos reuniendo los cinco del patíbulo, con los bolsillos repletos de quintales de manuales, dándonos ánimos unos a otros y palmaditas en la espalda forzando sonrisas que disimularan el rictus. Se nos notaba a la legua, como si nos hubiéramos parado debajo de un cartel de neón en forma de flecha que dijera: pringados. Así que cuando nos cansamos del reflejo de las luces acusatorias en la cara, nos pusimos en marchaba hacía las terroríficas puertas contrachapadas, un poco a cámara lenta, como las pelis de astronautas cuando caminan hacia la plataforma de lanzamiento, pero con mucho menos glamour y muchísimo más acojone. 

Avanzamos por el pasillo mirando de reojo la hilera de sillas de ruedas que hacían cola en un lateral como si aquello fueran los bóxes de Le Mans, pensando en qué pasaría cuando todas ellas estuvieran ocupadas y esperándonos a nosotros. Soportamos las miradas indisimuladas de enfermeras y auxiliares que resoplaban temiéndose una tarde desastrosa de niñeras de chiquillas y chiquillos llorosos y atemorizados. Avanzábamos prietas las filas, por si algún titubeo desencadenaba una estampida, porque a alguno de nosotros se nos pasaba por la cabeza el deseo irrefrenable de echar a correr. O a lo peor a todos. 

Cuando alcanzamos por fin el mostrador, a mitad del pasillo, nos aguardaban dos o tres residentes mayores. Llevaban la experiencia tatuada en la seguridad de su porte y de sus expresiones, y el recuerdo de sus propios miedos en el tono amable con el que nos trataron. Separaron el trigo de la paja (tres para medicina interna y dos para cirugía) y nos explicaron el funcionamiento básico de aquel aparente caos con fuertes dosis de organización subterránea que permitía que las horas pasasen y las guardias concluyesen. Algo que a nosotros, en aquel entonces, nos parecía absolutamente inverosímil. 


Luego nos enseñaron el estar de enfermería, una habitación con sillones alargados de sky en todo el perímetro, una mesa baja en un lateral y una televisión en el opuesto. Las dos o tres enfermeras que estaban allí detuvieron un segundo sus conversaciones para mirarnos con ojos de visitantes del zoo, y con la misma mezcla de sentimientos, unas de aburrimiento, otras de lastima, otras de cariño. Saludamos un tanto balbuceantes intentando parecer los más desvalidos y adorables posibles porque los aliados en aquel subterráneo debían valer su peso en oro. Después, una sala minúscula con unas estanterías con libros desvencijados, volantes diversos y una tarima pegada a la pared con ínfulas de mesa: el estar de médicos. 

-"Tranquilos, es que no tendréis demasiado tiempo para usarlo"

Sin solución de continuidad (y sin poder ir a liberar la vejiga de los nervios y una comida demasiado liquida y poco sólida) nos enfrentaron a una tablilla que sujetaba una hoja con los nombres de los pacientes, una palabra o dos a su derecha: dolor de abdomen, disnea, cólico, un número algo más allá, si, por fortuna, le habían encontrado acomodo en alguno de los bóxes (denominación pintiparada para unas salas cajas de cerillas cerradas con una cortina) y una inicial enmarcada a su izquierda que nos adjudicaba a cada uno nuestros pacientes, y a ellos, los pobres, sus primeros y absolutamente inexpertos médicos. 

A partir de ahí, la ruleta de los recuerdos difumina los perfiles y los colores, desvirtúa los hechos y las palabras, las transforma en batallitas de perros viejos que siguen repitiendo los perros nuevos. Recuerdo la vorágine de las prisas devorarme, las miradas de ánimo que te esperaban a la vuelta de cualquier esquina, la torpeza en las preguntas, el volver una y otra vez para registrar una última cuestión, una última posibilidad que te ha venido a la cabeza. Recuerdo la paciencia infinita de algunas de las personas que nos rodeaban, la mano reconfortante para acompañarte cuando te perdías, y la soledad infinita que sentías cuando eras incapaz de encontrar esa mano por más que la buscaras hasta debajo de las piedras. 

Recuerdo la camaradería que permitía un chiste que te hiciera reír un momento, con una risa que descargaba cien mil voltios de tensión acumulada, y que sentaba maravillosamente.  Y recuerdo la angustia apretándote el gaznate en medio del pasillo después de horas sin sentarte ni un minuto, con las manos repletas de papeles, con cien preguntas que responder al mismo tiempo y un deseo irresistible de gritar y sentarte en el suelo a llorar un rato, hasta que te despiertes sudoroso de la pesadilla en tu cama. 

Y aunque el reloj, en su burla continua, decide que los minutos duran ciento veinte segundos y las horas van hacia atrás, al final la órbita cósmica planetaria sigue siendo tu aliada, el sol sale, o eso te cuentan las enfermeras cuando hacen su cambio de turno matutino y sonríes con las escasas fuerzas que te quedan porque el miedo ya es un poquito, solo un poquito menos miedo y porque ya eres un veterano en esto de las guardias. Así que, desgreñado y con un dolor de piernas de anciano medio paralitico, te echas el petate al hombro y te diriges a la cafetería donde el rebaño te localiza enseguida y te abre un círculo respetuoso para que pidas tu café con leche en vaso y tu croissant porque te has ganado ese privilegio y el de las miradas admirativas y atemorizadas de quienes esperan su debut sin picadores al otro lado del pasillo. 


Ahora que las nuevas generaciones de especialistas están a punto de conocer su destino, me apetecía rescatar de la memoria los sentimientos que generó aquella primera guardia en las urgencias del hospital, hace ya unos mil o dos mil años. Los lugares y las gentes (algunas) han ido cambiando. Las sensaciones, los sentimientos, son mucho más estables, me atrevería a decir que permanecen inmutables al paso de las generaciones. Así que, queridas y queridos míos, os diría que no tuvierais miedo, pero entonces, seguro, os mentiría. 







lunes, 11 de abril de 2016

Que se llama soledad

Luis vivía en el pueblo desde mucho antes de que yo llegara, desde mucho antes de que el antiguo consultorio se convirtiera en un bloque de cemento con un montón de gente entrando y saliendo por las mañanas y por las tardes. Luis vivía en el pueblo desde mucho antes de que le crecieran a las calles tranquilas y silenciosas de la mañana granos de chalets y coches vocingleros que no dejan oír a los pájaros cuando se van a la gran ciudad de madrugada como una bandada de murciélagos espantados. 

Luis paseaba a su chucho feo y arisco al amanecer y veía como crecía el pueblito y se convertía en un milagro económico, y tenía que cargar con bolsas de plástico para recoger las cagadas del perro, porque las eras le pillaban ahora demasiado lejos, casi a dos paradas de autobús. Y Luis se hacía viejo, y arrastraba una pierna porque de adolescente había tenido un accidente que no le importaba a nadie, pero que ahora, de viejo, le hacía parecer un viejo cojo. 

Así que Luis iba a ese mamotreto sin ventanas y esperaba pacientemente la cola delante del mostrador donde una joven risueña le decía a qué hora le podría atender el médico que le había tocado en el sorteo de Navidad. Y después se marchaba a su casa, se preparaba unas patatas con carne y cuando ya no soportaba más los ladridos de su chucho, le daba lo que le quedaba en su plato  para que lo rematara y le dejara descabezar un sueñecito con las noticias de fondo, mientras se hacía la hora de ir a la consulta. 

Luego, se aplastaba el pelo con dos litros de Varón Dandy, se ponía su chaqueta gris de lana, y se marchaba arrastrando la pierna y los dolores hasta sentarse en una de las sillas a la puerta de la consulta, mirando sin ver al gentío que entra y sale, espera y suspira, charla y calla, sonríe o medita en esa estación de metro de la vida que son las consultas de los médicos de cabecera. 

Y cuando al cabo de mil años un tipo joven sin bata sale con un papel en la mano y grita su nombre, se levanta chirriándole las junturas y se mete en la consulta delante de él, recolocándose el pelo entre los vapores del Varón Dandy y las miradas de la concurrencia, y pareciendo más viejo cojo que nunca. 

Luis regresa a su casa con prisas porque su perro se habrá orinado en cualquier parte y no habrá parado de ladrar en toda la tarde. Lleva una receta en la mano, pero ya irá mañana a la farmacia. Total, el dolor con el tiempo parece convertirse en un viejo amigo, incómodo y pesado, pero amigo al fin y al cabo. Tampoco hay prisa por traicionarle. El médico ha sido majo. Le ha dado la mano y le ha preguntado algunas cosas de su vida, sobre todo si ha estado enfermo alguna vez, si le han quitado el apéndice o si se ha hecho algún análisis últimamente. Y se ha sonreído cuando le ha respondido que los médicos y él nunca se han llevado bien. Luego le ha tumbado en la camilla, le ha movido la pierna como si fuera un pelele y le ha preguntado por el accidente. Se ha limitado a contarle que de joven se tronchó la pierna. Las historias de cada cual son tesoros que se regalan si uno quiere, y él, por el momento, prefiere quedar a la expectativa. 

Un calmante y una explicación sobre el desgaste y los años ha sido la conclusión del encuentro, que ha terminado con una despedida cordial y ofrecimientos sonrientes de ayuda si la necesita por parte del atareado y voluntarioso muchacho que es enseguida absorbido por el siguiente nombre de la lista. Sin respiro. Luis va pensando que igual ha sido un error hacerle perder el tiempo al pobre chico por un dolor que le acompaña desde hace tanto tiempo. Al fin y al cabo es ya un viejo. Y es cojo. Nada del otro mundo en comparación con las terribles historias y calamidades de todas aquellas personas arremolinadas en torno al hombre y su lista. 

Así que Luis no fue a la farmacia a por aquellas pastillas. Siguió sacando a pasear a su chucho huraño y escandaloso a la hora de la espantada, y dejó que las coderas de su chaqueta gris se fueran desgastando entre patatas con carne y soledades dormidas al arrullo del telediario. 

Hasta que, una tarde, la policía local fue a buscar al médico al consultorio. Él cabeceó molesto, porque los retrasos se pagaban a sangre y fuego, pero cogió sus cosas y los siguió en su coche hasta una casa donde un perro ladraba gimoteando como sólo saben hacerlo los chuchos de los solitarios. En el pasillo se acumulaban los olores como si se peleasen por salir. La nariz se arrugaba autónoma. En una habitación cerrada golpeaba con sus pezuñas sobre el panel de la puerta el perro, alternando ladridos rotundos con jipidos lastimeros. Un policía condujo al medico hasta un salón que reunía un conjunto disjunto formado por camastro, mueble con televisión, nevera, hornillo, mesa y sillón de orejas. En la televisión hablaban del tiempo, indiferentes a la tragedia que se representaba en aquella casa. En justa respuesta, Luis asistía indiferente a las borrascas y los anticiclones, porque su vida había decido no volver a despertarse de aquella siesta. 


Se cruzan en nuestras vidas de médicos otras miles. Y aunque creamos conocer a algunas de ellas, o quizás a muchas, es solo una ilusión, pues no vemos más que su sombra platoniana. Y de todas las historias que me rozan o me golpean de lleno en la caverna en la que vivo, las que más me impresionan, las que más me duelen, las que quisiera aunque fuera brevemente reinventar, son las que me escupen a la cara la soledad del ser humano. Así que, si al menos una vez, y durante un breve momento, consigo mitigar alguna de esas soledades, entonces ser médico de cabecera habrá valido de verdad para mucho más que algo. 

La foto es la única que guarda una buena mujer en su habitación de la residencia en la que vive. Está tomada y compartida con su permiso expreso. 











domingo, 3 de abril de 2016

Ángeles sin alas

Marcos y Lola ya no son tan jóvenes. Lo eran cuando yo entré en sus vidas hace diez años. Recién casados. Llegados al pueblo buscando algo de amabilidad por parte de las hipotecas, pero también una parcelita donde plantar unas matas de tomates, donde pudieran corretear los perros que no pudieron tener de niños en el cinturón obrero de una capital con poca alma, en busca de senderos por los que caminar de la mano con un horizonte de azules y amarillos, y no de marrones y grises. Marcos trabajaba como vigilante para una empresa de seguridad. Turno de noche, pero, acostumbrados a los desajustes circadianos, tenía muchas horas para dedicarle a Lola. Ella quemaba su título de educación infantil preparando oposiciones y echando unas horas extras en uno de esos parques de abandono infantil. 

Juntos pasamos la alegría del primer test de embarazo positivo, lágrimas en los ojos que nunca han dejado de emocionarme. Y juntos pasamos el llanto del primer aborto, desconsolado y con ansias de culpabilidad que yo intentaba mitigar con apelaciones al destino y a la vida abriendo y cerrando caminos. Pasamos un segundo embarazo que apenas dejó espacio más que a muchos miedos, pues enseguida el dolor en el abdomen y la sangre achocolatada lo cubrieron todo otra vez de lágrimas.

La búsqueda de respuestas les llevó a varios especialistas privados, donde agotaron una exiguas cuentas corrientes, y fueron consumiéndose esperanzas. Tocaron otras puertas con un áura mágica que luego me contaban con una mezcla de pena y vergüenza, como si yo fuera quien para lanzar reproches. Es duro levantarse cada día y calzarse cada cual su propio pellejo. Yo les ofrecí nuestros recursos pragmáticos y oficialistas, que siempre aceptaron con buena disposición, y no pude evitar sonreír condescendiente cuando me contaban sus peripecias en la otra orilla, porque no soporto que nadie que se siente a mi lado sienta vergüenza. 

Los azares de los óvulos y los espermatozoides trajeron un par de veces más una sarta de miedos y de penas que hicieron tambalearse hasta los cimientos de aquella pareja, pero un buen día se presentaron en mi consulta con medios silencios y medias sonrisas y una barriguita de veinte semanas que habían preferido ignorar hasta entonces porque tanto dolor les resultaba insoportable. No pude decirles nada, ni quise, porque los protocolos chirriaban en aquel desbarajuste y salieron de mi consulta con varios papeles debajo del brazo y la innecesaria promesa de que aquello quedaría en la cueva de los secretos y los miedos. 

Pero si la vida reparte lotería de Navidad, aquella pareja jugó el último número premiado y unos meses después nacía sin nombre un niño precioso de rizos ingobernables ya desde el paritorio, y al que los padres no se atrevieron a nombrar hasta que lograron estrecharle fuerte contra sus pechos, no fuera que hubieran mirado mal los números premiados. Aprovecharon las primeras vacunas para pasar a verme, y yo cogi en brazos a ese mocetón, como hago siempre, que me regaló un llanto de los que revientan tímpanos y corazones de la alegría. 

Lola dejó los trabajos extras y aparcó los libros de las oposiciones para dejar espacio a la minicuna, el taca-taca y los ciento un juguetes sonoros y Marcos dobló algunos turnos y estrenó ojeras para no perderse los bañitos de espuma y los gorgoritos sin sentido. De tanto en tanto, la sincronía de los mocos entre los padres y el niño me lo traían a la consulta y yo apreciaba su crecimiento como los parientes lejanos que acuden de visita en navidades, con asombro y satisfacción. 

Pasaron un par de años, quizás algo más. Hacía tiempo que no les veía a ninguno por la consulta, aunque habíamos tenido breves saludos por las calles del pueblo. Aquel día, Lola entró sola en la consulta. Parecía llevar sobre los hombros todo el peso del mundo. 

-"Creen que el niño puede ser autista"

Le pedí que me explicara con detalle y me contó cómo habían empezado a sospechar por pequeñas cosas, cosas que habían ido apartando de sus mentes para que su acúmulo no se convirtiera en un todo que de un modo u otro rumiaban en su subconsciente. El retraso en empezar a hablar fue un aviso demasiado potente como para ignorarlo y cuando estuvieron frente al neuropediatra, todas aquellas cosas apartadas recuperaron su protagonismo, el que ellos mismos les habían negado. Ahora la tarea se les hacía inmensa, y aunque estaban decididos a luchar, aquella visita era la prueba palpable de que a la lucha no se va sin miedo, sin muchísimo miedo. 

Después nos hemos visto muchas veces. En la lucha persisten con un afán admirable y una valentía de caballeros medievales. Sus vidas son marionetas empujadas caprichosamente por el huracán de esa enfermedad. Pero ellos se levantan una y otra vez empeñados en reconstruirse, en resistir. Son de otra pasta. 

Me duele cuando me cuentan cómo se van mermando sus recursos, porque la sociedad es demasiado egoísta o está demasiado ocupada como para mirar a todas partes. Y siempre hay aprovechados que si les pides rebajar las sesiones de terapia a sólo dos en semana, porque no puedes permitírtelo, te tuercen el morro y te hacen sentir como si estuvieras abandonando a tu hijo en una cuneta. O desalmados que te sueltan a la cara que sería mejor buscar otro colegio porque en ese no hay suficientes profesores de apoyo.

Pero ellos siguen adelante: ella ha desempolvado los apuntes de la academia y ahora que el niño pasa las mañanas en el colegio, y hasta come allí, quiere volver a estudiar y tratar de, al menos, entrar en la bolsa de sustitutos. Y él se ha hecho amigo íntimo de sus ojeras y del termo del café, pero ahora lleva siempre encima un cuaderno y unos lapiceros de colores y le hace dibujos tiernos a su hijo para explicarle cómo debe comportarse cuando va al médico. Y yo veo sus progresos y como corretea inquieto por mi consulta, tocando todo, y me callo respetuoso cuando se acerca a mí y me coge la mano. Porque para mí ese es un momento sagrado, y él, un ángel sin alas. 

El 2 de abril se ha celebrado el día mundial de concienciación sobre el autismo. Estas han sido las palabras de Ban Ki-moon, secretario general de la ONU: 

«En este Día Mundial de Concienciación sobre el Autismo, insto a que se promuevan los derechos de las personas con autismo y se asegure su plena participación e inclusión, como miembros valiosos de nuestra tan diversa familia humana, para que puedan contribuir a crear un futuro de dignidad y oportunidad para todos.»

Dedicado a todas esas familias que tienen entre ellos a uno de estos ángeles sin alas. Especialmente a una de ellas.