lunes, 12 de octubre de 2015

Domicilios terapéuticos

Cada cierto tiempo, en la consulta recibo un par de llamadas especiales. Ya hace tiempo que mis pacientes utilizan el teléfono para solucionar pequeños problemas. Yo les atiendo de inmediato, pidiendo disculpas a los que detienen amablemente sus relatos. Nadie suele abusar, son interrupciones breves, respuestas sencillas, anotaciones rápidas, que son toleradas con la misericordia propia de quién sabe que pecará algún día.

Esas dos llamadas especiales terminan invariablemente con un "no te preocupes, luego me paso". Son llamadas de socorro pactadas, redes de seguridad para trapecistas de la vida y de la Medicina. Al terminar la consulta me monto en el coche y acudo al rescate. Son los domicilios compasivos. 

Isabel vive en el pueblo de toda la vida. Soportó como los demás el cambio de médico, la marcha de quién les había cuidado durante veinticinco años, torciendo el gesto y resignándose a lo que les trajera el azar. Y el azar me trajo a mi. Me pareció desde el principio una anciana encantadora, una mujer enorme, que se movía despacio y torpona, que acudía a la consulta con el pelo recién peinado, de un gris brillante, con vestidos oscuros y elegantes pañuelos de seda alrededor del cuello. Aunque parecía tener siempre dispuesta la lágrima, era de risa fácil e hicimos enseguida buenas migas. Yo bromeaba con lo guapa que se ponía para venir a verme y ella sonreía picarona. Luego se quedaba callada unos segundos como si sintiera una lanza en el costado, y volvían a brillarle los ojos amenazantes. Me intrigaban esas tristezas, siempre dispuestas a clavarse entre sus costillas. Hay vidas que no descubriríamos ni en toda una vida de escuchantes. 

Poco a poco fueron espaciándose las visitas. Los años pesaban sobre las vértebras aplastadas, capaces apenas de mantener en pie aquella anatomía de mujerona. Juntos habíamos ido racionalizando la vejez, y hartos de buscar otros culpables, habíamos decidido dejar descansar a sus males. Con la primavera solía dejarse caer por la consulta, arreglada como para ir a las fiestas del pueblo, del brazo de su cuidadora, que le habla con acentos pampeños. Celebrábamos juntos el fin de su aislamiento y después de las risas, esos Longinos implacables le recordaban con sus lanzas que ahí siguen los sufrimientos. Luego se marchaba, despacio, pues aún le queda una pequeña cuesta hasta llegar a su casa, despidiéndose como si fuera nuestra última visita. 


Rocío llegó al pueblo no hace tantos años. Entró en la consulta en tromba, como un huracán. Su hijo la traía de su casa en la capital a la residencia del pueblo, mucho más cerca de la casa de él, que vivía en el pueblo vecino.  Apenas me dejó hablar, estaba enfadadísima. Discutía continuamente con su hijo, mientras yo me dedicaba a ojear su historial médico, y a horrorizarme con el sumatorio de potingues que soportaba aquellas generosa anatomía. Un par de consultas semanales de las propias del Dr. Job, pero el del Antiguo Testamento, fueron apaciguando la fiera, que solo escondía el temor y el desamparo, ambas mucho más terribles y devastadoras. Y aquel despliegue de mano izquierda y de ganarse el paraíso terrenal devino en una confianza ciega, en el efecto balsámico no ya de mi presencia física, sino de la promesa de que acudiré a sanar y confortar. 

Y ahora, varios otoños después, la enfermera de la residencia coge el teléfono y me pide que encuentre un huequito para ir a ver a Rocío, porque las malditas vértebras de polispán no la dejan levantarse del sillón y aún no ha querido ponerse la faja que le recomendé. Y la cuidadora argentina me envuelve en sus acentos de futbolista pidiéndome que acuda al rescate porque Isabel lleva dos días sin moverse de la cama. 

Y yo me bajo del coche con las manos en los bolsillos, porque entre nosotros no necesitamos fonendos, tensiometros o pulsis. Porque tan solo me siento junto a ellas, les cojo la mano, les palpo el pulso, que sigue luchando cabezota, les sonrío. Porque pasamos revista a sus dolores, yo, como el perro de caza, pendiente de cualquier movimiento que me descoloque mi acuarela de sus vidas, y ellas repasando cada paletada de color: la espalda, las piernas, los brazos, la pena que les trae el otoño, que les ahoga por la noche. Luego bajamos a la cancha de lo cercano: mis hijos, que son como si fueran nietos suyos, mi mujer. Sonríen pensado en la guerra que me darán los cuatro lebreles, y yo les cuento alguna anécdota, adornándola como sé que a ellas les gusta. 

Me aprietan la mano con un cariño que me lanza trescientos sesenta julios derechos al miocardio, a veces se atreven a darme un beso, que recibo como recibía los de mi abuela, con ternura de niño al que le dan una onza de chocolate a escondidas. Me marcho diciéndolas que los chicos me están esperando para recogerles en el colegio, y me apremian despidiéndome con las últimas sonrisas. Yo me monto en el coche sabiendo que tengo la profesión más hermosa del mundo, sabiendo que Rocío estará al menos una semana dando envidia al resto de las compañeras diciéndolas que he ido a verla a ella expresamente, y será feliz con esas pequeñas ruindades.  Y sabiendo que Isabel abandonará la cama y pedirá que llamen a la chica que la arregla el pelo, que le de los brillos que tan bien le sientan, y sabiendo que las imaginarias risas y travesuras de mis hijos la rescatarán de vez en cuando, de esas terribles penas que la anegan.

Dirán que soy un antiguo, que hago una Medicina poco científica, que no me ajusto al protocolo. Nunca ganaré un premio Nobel, ni esos tan modernos a iniciativas emprendedoras de la e-health. No contaré en las reuniones de los padres del colegio que operé a corazón abierto al hijo del presidente de la Diputación. Nada de eso me quita el sueño, me duermo tranquilo drogado con mi ración de endorfinas que generan las sonrisas de Rocío y de Isabel.

Los médicos de cabecera hemos renunciado cobardemente a los domicilios, hemos preferido cambiar nuestro hermoso apelativo por algo más funcionarial y moderno. Y si los pacientes nos piden que acudamos, les tildamos de aprovechados, de sobreutilizadores, y nos relamemos pensando en copagos o si no, en latigazos en la plaza del pueblo, en retiradas de cartillas o en todos los males del infierno. Nos molesta salir de las trincheras, porque afuera hace frío y es más fácil que te peguen un tiro. Bueno, mientras podamos, resistiremos el fuego cruzado. Por ellos, por nosotros. 

Si aún no lo habéis hecho, os recomiendo que leáis la entrada del blog de mi amigo Máximo Gutiérrez y su posterior entrevista en el diario.es, donde relata su reciente experiencia en Ecuador, y como sublimó el término médico de cabecera. La imagen pertenece al reportaje de la revista Life Country Doctors



lunes, 5 de octubre de 2015

Las trincheras de la medicina

La medicina a pie de calle está repleta de historias de trincheras. Son historias que se rememoran con una taza de café en la mano, historias que arrancan una sonrisa, un suspiro de juventudes rememoradas o un rictus de dolores subcutáneos. Esta es una de esas historias, un historia de otoño frío, una historia de guardias, de vida y de muerte, como todas, y de situaciones absurdas por lo reales, imposibles por lo cotidianas. 

La guardia se dejaba llevar hacia ese rún rún de horas intrascendentes, de conversaciones a retazos interrumpidas por los bostezos. Las últimas horas de un día duro, en las que uno añora su almohada y la respiración sosegante de su contrario o contraria. Esas horas que esconden una última llamada o un penúltimo timbre al que se responde arrastrando los pies, el fonendo y el alma. 

Aquella vez fue una llamada de angustia, un "corran que mi madre está muy mala", de los que revelan terror en cada sílaba, de los que alertan el endurecido sentido arácnido del viejo médico. Mi compañera y yo llevábamos años de guardias juntos, una mirada traduce un mensaje de urgencia que no necesita palabras. Lo demás son movimientos mecanizados y el pequeño coche disparado hacia el pueblo de al lado. 

Se habla poco cuando se piensa mucho, y al final, los GPS se reemplazan por cabezas fuera de la ventanilla buscando los rótulos de las calles a la luz pobretona de las medias farolas. Era un chalet con la verja abierta donde esperaba una mujer acurrucada cómo podía en su bata. Entramos tras ella en un garaje. Sobre una silla de madera una anciana vencía la cabeza con esa dejadez que solo sabe dar la muerte. Su hijo la sujetaba torpemente, llamándola con ese madre tan de los pueblos, y ese dolor tan de las despedidas. 

Al vernos entrar nos miró con la angustia del que lo sabe todo. Su muñeca inerte y silenciosa me decía  lo que era evidente. "Vamos a tumbarla en el suelo", les pedí mientras mi compañera desembalaba el aparataje pertinente. La mujer de la bata corrió escaleras arriba y volvió al cabo de un momento con una manta que extendió sobre el enlosado. 

Rápidamente su hijo me contó que su madre, muy delicada ya del corazón, hacía años que llevaba dos "muelles", había decidido salir a tirar la basura. Pero el contenedor estaba calle arriba y aquello fue demasiado pedir para la vieja bomba cansada que llevaba en el pecho. Cuando volvió, pálida y mareada, se sentó en aquella silla y allí había cerrado los ojos entre los brazos de su hijo. 

Entre todos recolocamos a la anciana sobre la manta, y sus pupilas arreactivas y sus silencios en el pecho corroboraron el relato y convirtieron en trastos inútiles el ambú y los demás chismes que rodeaban su cuerpo inerte. 

Me levanté y como me ocurre siempre a pesar del callo de la experiencia, las palabras se me atragantaron en el gaznate como si fueran brasas. Puse la mano en el hombro de aquel hombre que no dejaba de mirar a su madre, en esos breves y eternos momentos en que de repente somos conscientes de lo insignificantes que somos en realidad. 

Su mujer, aportó el pragmatismo que a veces es de agradecer, y afirmó con rotundidad: "no podemos dejarla ahí en el suelo hasta que lleguen los de la funeraria". Pues no, a todos nos parecía una falta de respeto, pero nos mirábamos los unos a los otros sin ser capaces de reaccionar. Ocupando el centro del garaje había una mesa de billar. El tapete verde resaltaba contra el blanco de las paredes y el suelo, y, por un minuto, los cuatro miramos aquella superficie atraídos por la cercanía. No recuerdo si alguien llegó a sugerirlo, pero me parece recordar a los cuatro protagonistas de la historia desechando con un imperceptible movimiento de cabeza la imagen de la pobre anciana velada sobre una mesa de billar.

"Si les parece, podemos subirla arriba entre todos, a una habitación". Creo que fue el hijo el que lanzó la sugerencia al rescate, mirándonos suplicante, temeroso de que nos negáramos a ayudarles. Mi compañera y yo nos miramos, de nuevo con el mensaje completo en las pupilas, y nos dispusimos a hacer el último servicio a aquella pobre anciana. Cogimos cada uno de una esquina de la manta, repartidos estratégicamente para compensar nuestras fuerzas, y emprendimos camino escaleras arriba, escaleras estrechas y empinadas que apenas te dejaban margen para moverte, con el pánico a que se nos cayera haciéndonos sudar y resoplar. 

Al final, la depositamos con sumo cuidado sobre una cama y muy discretamente recogimos nuestras cosas, dejando a aquella familia con su pena y sus despedidas. Antes de irnos, nos regalaron una última mirada de agradecimiento empapada en una levísima sonrisa. Más que suficiente. 

En el camino de vuelta, comentamos las situaciones tan absurdas que se dan en estas trincheras de la vida, mientras el Centro de Salud nos recibía en silencio, y nos marchábamos a la cama con esa intranquilidad del qué nos deparará la noche que, como los buenos desodorantes, nunca nos abandona.