Cuatro años habían pasado desde aquella mañana invernal en que cogieron el metro y se bajaron en Banco de España para ir andando Recoletos abajo hasta las puertas horribles y desubicadas frente al maravilloso Prado del utilitarista Ministerio de Sanidad. Cuatro años desde que temblara ante la mesa a la que subió a pronunciar el nombre de la Unidad Docente que había elegido, y desde que, de la mano de Damián, había firmado en una sala anexa al auditorio el contrato para asumir la consulta de Villanueva del Conde al terminar la residencia.
No había sido una decisión fácil. Se la plantearon en cuanto saltó a los medios de comunicación la propuesta original y valiente de esa Comunidad Autónoma de ofrecer un contrato por ocho años a quien quisiera hacer la especialidad en sus centros de salud y hospitales, seis años ligados a unas plazas que a los enquistados en las bolsas de trabajo les parecían menos apetecibles que ir aceptando otros destinos más benevolentes que les permitieran acumular puntos para ir preparando asaltos con mejores expectativas.
Pero a Carmen y Damián, vivir en un pueblo pequeño, criar al pequeño Marcos en un lugar donde poder salir a la calle sin tener que buscar un parque diseñado por un urbanista preocupado por los niños, comprar el pan en el colmado y beber leche de vaca que no se vendiera de seis en seis tetrabrick era una opción muy apetecible. Es cierto que rompía radicalmente con ese glamour de la gran ciudad en el que habían aprendido a pasear las noches de primavera de la mano, pero también es cierto que Carmen, nieta del médico de su pueblo, aquel cuyo nombre tenía que escribir en el anverso del sobre junto al número en que se alzaba la casa familiar, si quería escribir una carta a su madre, desde que el alcalde descubrió la placa de la calle con su nombre, Carmen, que recordaba a su abuelo enjuto, con barba cana, paseando con ella de la mano por las calles del pueblo, tardando un siglo en llegar a la plaza porque se veía obligado a pararse a saludar a cada uno de los vecinos con los que se cruzaba; Carmen, que tuvo que abrazarle para que no se apurara por las lágrimas que derramó el día que entró en la Facultad de Medicina, y que fueron apenas un riachuelo comparadas con el torrente que dejó escapar ella cuando falleció apenas un par de años después de que aprobara anatomía estudiando en los atlas que él le había regalado; Carmen, siempre había soñado con ser médica de pueblo, como su abuelo.
Y lo cierto era que haber convivido los últimos años con un loco de la informática, de los que parecen llevar un teclado pegado a las yemas de los dedos, capaz de vivir en un mundo virtual repleto de oficinas virtuales en las que a los jefes les importa un bledo si al levantar la vista contemplan por la ventana Wall Street o la era del tío Julián, lo cierto era que la decisión no había podido ser más fácil.
Así que todo en la vida les había llevado a esa cuneta desde la que sonreían bobalicones ante la vieja señal de tráfico con el nombre del pueblo troquelado y un tanto raído.Y sin borrar ni un ápice de esa sonrisa, pusieron de nuevo el coche en marcha y sin necesidad de un google maps llegaron a la plaza del pueblo donde las banderas reglamentarias marcaban el Ayuntamiento, y a su sombra, el consultorio local, pequeño, con un par de ventanas y la pared enjalbegada como si quisiera dar la bienvenida a su joven doctora, como si en el bar del pueblo hubiera tocado El Gordo y los vecinos hubieran salido a la plaza con la botella de cava chorreando espuma.
Y cuando la alcaldesa en persona dejó a su marido a cargo del fuego de la cocina y después de plantarla dos besos, dar la mano a Damián y estrujar los mofletes de Marcos, les acompañó a su nueva casa, dos calles más arriba, y abrieron los ventanales y miraron las montañas, y los árboles, y el cielo, y las nubes, y los perros ladrando persiguiendo la pelota de los niños, entonces supieron que, efectivamente, allí, allí mismo, había tocado la lotería de Navidad.