lunes, 31 de octubre de 2016

El congresito

Era una pandilla de amiguetes. En realidad sólo eran un grupo de chavales y chavalas asustadísimos que se concocieron en medio de un frenesí de información, de un trasiego de caras de las que convenía aprenderse los nombres, pero que olvidaban sistemáticamente. Eran unos tiernos borregitos trashumantes a los que les colocaban pilas de papeles sobre sus brazos hasta que casi no podían verse las caras.

Pero en el interior de cada uno de esos grupos suele esconderse el guardián del espíritu de la unidad y la confraternización, y si el grupo sabe descubrirlo a tiempo, germina como una semilla mutante envolviéndoles a todos de esa camaradería tan confortable que te permite sobrevivir tan a gustito, como cantaba el torero. 

Aquellos residentes habían sabido encontrar casi desde el comienzo su argamasa, y se habían entregado alegremente al confort que les proporcionaba esa cementación, y así habían podido ser un poco más felices.

Aquellos jóvenes habían vivido cuatro años duros, habían aprendido a fuerza de palos, de tobillos hinchados y dolores lumbares, a consumir horas en los pasillos de unas urgencias de hospital, se habían tragado más de una vez las lágrimas de la impotencia y del agotamiento, o no habían sido capaces de tragárselas y les habían ensuciado las mejillas cuando un adjunto envalentonado había ejercido la viole-doce-ncia.

 Aquellas muchachas y aquellos muchachos habían ido mimando sus lazos invisibles de colegeo y buen rollo, esa ilusión infantil de trabajar algún día juntos en un centro de salud, ese creer en los Reyes  Magos con una inocencia que a los ojos de los viejastrones es tan tierna que sólo un canalla se atrevería a enfrentarles a la realidad. Inmersos en un ambiente exigente, entremezclados con el sufrimiento humano, saliendo del cascarón de la ignorancia, lastrados aún por la inexperiencia, esos reductos de adolescencia tardía o de juventud naif eran defendidos como la pequeña aldea gala de Astérix.

Y aquellos residentes estaban llegando al final, estaban a un paso de que un hermano mayor les enseñara dónde guardan los padres los juguetes, podían adivinar los nubarrones por encima de la empalizada de la aldea gala.

Hay tradiciones no escritas que tiene más peso que los sesudos papeles de un ministerio, tradiciones que se comen con patatas al osado que pretende hacerles frente. Son tradiciones que parecen un nucléotido más del ADN, que seguramente quiso dejar escritas Noah Gordon pero se lo prohibió la editorial. Los cachorros de la Medicina de Familia, los jóvenes y no tan jóvenes, miman amorosamente una de ellas, la trabajan desde el minuto uno, la enarbolan como una bandera irrenunciable, la pelean y defienden con uñas y dientes: el congreso nacional del último año de residencia.

Así que el último año se convierte para nuestros jóvenes médicos en una tarea de Sísifos, una busqueda incansable del patrocinador dispuesto a apostar a futuro. En sus reuniones de los viernes elaboran sus estrategias; no hay voces disonantes porque, sencillamente, llevan cuatro años nadando en el mismo mar y a ninguno les extraña que esté salado. Algunos han resultado buenos aprendices de sus tutores, los titulares y los que partían desde el banquillo; han aceptado las normas no escritas y han sido iniciados ya en la hermandad secreta. Otros, más tímidos, se desenvuelven peor en el juego, pero conocen las reglas y, aunque sean torpes al jugar su mano, los demás jugadores son mucho más hábiles y saben llevarles por el camino que les interesa.

Algunos piden ayuda a sus mayores, y entonces unas sonrisas cómplices y unos cafés suelen arreglar las cosas, porque los peajes son subterráneos y aunque huelan como las aguas residuales, hay que tener una vista de águila para percibirlos en el marasmo diario. Otros, muy pocos, puede que ninguno, han recibido como respuesta un cierre de ojos culpable adormecedor de conciencias. Y excepcionalmente, pero con la excepcionalidad de un albino en Zimbawe, a alguno se le viene encima una charla de alto contenido ético y baja en grasas saturadas, de las que te producen cierto escalofrío interior que rápidamente arrinconas no sea que vaya a fastidiarte los planes recreacionales.


Y así, los días pasan y las hojas de inscripción empiezan a desaparecer de las mochilas y de los bolsos, y las sonrisas francas de los amiguetes que ven como poco a poco se va haciendo realidad esa reunión final de fin de la inocencia, queda algo cohibida cuando ciertas miradas se entremezclan con tres o cuatro palabras estratégicamente lanzadas para recoger su diezmo sin tardanza.

Pero la juventud tiene la memoria asombrosamente frágil y el ego insultantemente hipertrofiado, tanto como para cubrirles de un barniz de invulnerabilidad, y al fin y al cabo ésta será la última oportunidad de estar todos juntos, y la realidad si se empeña le puede echar un pulso a apestosa a la mejor de las basuras.

Luego habrá fotográficas de caras sonrientes y abrazos en papel satinado o selfies con móviles de un trillón de megapíxeles, eso es sólo una diferencia de años y tecnologías. Un simple asunto de forma, un asunto que apenas rozará nunca el fondo. Viejos tiempos, nuevos tiempos. Malos tiempos para la lírica.















domingo, 23 de octubre de 2016

Huellas de gaviotas

Todos tenemos una historia detrás cuando empezamos la especialidad. Las hay breves y burguesas, de niña pija de papá as de la oftalmologia de provincias con brillante clínica privada que sale del MIR en su deportivo mirando de soslayo a los pobrecitos que llegaron en Metro. Las hay marcadas y revolucionarias, de hijo de trabajador de la Pegaso y limpiadora de tres escaleras y la casa de doña Manolita desde que era casi niña, que no recuerda lo que es la suavidad en la palma de unas manos porque no la encontró nunca en sus padres y además ha pasado seis veranos currando de peón de albañil para ayudar con la matrícula. Las hay todavía por escribir, las hay que parecen haber llegado a su epílogo, y sin embargo llevan adendum, como los memorandos antiguos. 

Hay quien ha vivido la mitad de las vidas que canta Sabina en su canción del pirata malo, y hay quien parece que solo ha vivido la ñoñería de las canciones de Los Pecos. Hay quien llega a la residencia con una sonrisa de suficiencia que no sabe lo que es una caries, y quien llega con más miedo que un torero rico a punto de jubilarse. 

Nuestro protagonista tiene su propia historia, como todos los demás que se sientan en el salón de actos del Ministerio a escuchar por los altavoces a los niños de San Ildefonso del porvenir de los médicos. Solo que quizás es más consciente de ella que muchos otros. Es lo que tiene, simplemente, haber tenido tiempo para reflexionar. Madrid está muy lejos de Buenos Aires. Y los cuarentena y algo no son los veintitantos con que terminó la carrera allá al borde del río de la Plata. Los años yendo de una residencia de ancianos a otra, o dos o tres o cuatro al mismo tiempo, acá en España, y conduciendo el coche de los avisos domiciliarios de Adeslas dos noches en semana y un sábado cada tres te dejan bastante rato para pensar. 

La madre patria prometía el euro, la Europa sin fronteras y el prestigio profesional, aunque el acento fuera rudo y hubiera que acabar todas las cosas tan rápidamente como las frases. Pero presentarse al MIR era la única opción posible si quería dejar de limpiar la porquería del corralito de la vieja y civilizada España. Así que sin grandes rencores se puso al lío de estudiar un poco, con el único ajuste de eliminar de su vida una novieta que no había podido resistirse a su acento porteño cantando "Volver". 

Y allí estaba, en una butaca de la fila de los mancos del teatro, escuchando nombres y especialidades pregonados de corrido, entre sonrisas nerviosas y un estruendo de cuchicheos. Los jóvenes que le rodeaban le lanzaban miradas de reojo, deduciendo que su pachorra se debía a la diferencia de edad, los años, la experiencia, y él se sonreía porque sabía que en realidad toda aquella tranquilidad era la pura satisfacción del ganador. Porque él había ganado solo con aprobar el examen. No tenía que preocuparse por decidir entre sueños de primerizo universitario ni de estudiante comprometido de la cátedra de ginecología, porque no tenía un objetivo que alcanzar, solo quería cuatro años de contrato y un título firmado por el pez gordo del ministerio que le dijera a todo el mundo que había abandonado la zona del servicio, que ya, por fin, jugaba con los señores de igual a igual. 

Tampoco le importaba lo más mínimo donde haría la especialidad. Según el número que había obtenido en el examen, en su título pondría Especialista en Medicina Familiar y Comunitaria. Bien estaba. Pero el destino le pertenecía al azar. Y en el fondo, él era un buen jugador. 

Cuando llegó su turno, salir de la gran ciudad le pareció una pedrea más que aceptable, por lo que tenía de nueva vida, y porque en el fondo ya estaba más que harto de una ciudad tan fría y enorme que no se parecía en nada a su Buenos Aires. 

Y allí estaba, en el aula de la Unidad Docente, discretamente apartado, rodeado de un buen puñado de chicas y algún chico insultantemente jóvenes, que le miraban como si fuera un veterano de la guerra del Vietnam, escuchando las arengas del comité de bienvenida, sin perder su sonrisa de ganador, disfrutando de la copa que ya tiene en sus vitrinas. Sabe que hay unas normas, unos parámetros. Sabe que hay unos mínimos que tendrá que cumplir, pero no le molesta demasiado. Si alguna vez siente que está madrugando demasiado le bastará con recordarse al volante del coche anuncio a las cinco de una madrugada de invierno por la Castellana. Si cree que la guardia está siendo dura, podrá volver a mirarse en el espejo del baño de la residencia de ancianos al que ha entrado a remojarse las ojeras para poder abrir los ojos.

Sus compañeros prestaban toda su atención a los residentes mayores que habían venido a hablarles de los tutores disponibles, les hacían preguntas, les pedían que fueran un poco más allá en sus descripciones, que revelaran lo censurado. El permanecía en silencio, no necesitaba indagar. De las medias palabras y del lenguaje corporal era capaz de deducir el tutor que le convenía: nada de profetas de la atención primaria, que exigen casi un sacerdocio, tampoco los megatecnologizados de habilidades casi mágicas, reyes de la filigrana buscando aprendices, nada de investigadores que se acuestan con la Chi cuadrado, ni viajeros por el mundo con los gastos pagados que necesitan presentar casos y cosas en todos los congresos con playa.

No. El buscaba un tutor comprometido consigo mismo, alguien fuera y dentro del circuito, que pasara por su vida como un disfraz de carnaval prestado. Estaba seguro de que siempre hay alguien así, y, por supuesto, lo había.

Lo demás fue coser y cantar, fue transitar por todas partes y por ninguna, dejando huellas de gaviotas nerudianas en las playas, sorteando esfuerzos con el mínimo desgaste, en el límite justo entre la reconversión y la invisibilidad. Cuatro años de alguna bronca, cuatro años de alguna charla, cuatro años de futilidad. Un enorme suspiro inaudible exhalado por la gente de su Unidad Docente cuando  le entregaron el diploma, una sonrisa tatuada de ganador y una despedida de conquista de una noche de la que no recordarás ni su nombre y a la que nunca volverás a ver. 








lunes, 17 de octubre de 2016

Desnudo e inútil

Allí está el joven residente en la cafetería del hospital, en medio de varios compañeros, una cafetería estrecha repleta de ojeras y de pijamas de verdes, blancos y azules. Hay chavales con el pelo desordenado y mochilas a reventar. Hay tipos de batas relamidas con corbata y bolígrafos asomando en perfecta hilera del bolsillo superior, en sincrónica perpendicularidad con la raya de los pantalones. Hay mujeres que toman infusiones con manicuras francesas perfectas y maquillajes encubriendo edades indescifrables. Hay parejas que intercambian miradas y bostezos, amores fugaces de hospital. Hay besos robados con sabor a café con leche en vaso. Hay anécdotas que se untan en el croissant y cabeceos que delatan hora y media de cama caliente.


Es la cafetería de un pequeño hospital provinciano. Todo un ensayo sociológico


En medio de aquella fauna, está el joven. Ante él se han abierto las aguas de sus compañeros y por allí se cuela un Moisés de pelo cano, camisa de rayas sin una arruga y corbata de presidente del colegio de médicos. A su derecha una desconocida de inmaculada bata y mirada admirativa, a la sombra de la aureola del pope, que está serio y se recoloca las gafas preparado para entrar en acción. 

El joven está solo. Con la soledad del tipo perdido en el metro de Tokio. Se hace el silencio del director de orquesta cuando golpea con la batuta en el atril. Frío, el chico tiene frío.

- ¿Fuiste tú quien atendió hace una semana a un señor que llegó con un cambio de comportamiento brusco, que no quería salir de su habitación? ¿Te acuerdas de él?

Ríete de los flashback de las series  de la HBO. El joven está ahora de repente en un box de Urgencias. Ya se han echado esas horas de la noche donde se calman las mareas bravas y la edad empieza a pesarles a los adjuntos. Se despejan los pasillos, se enturbian los ojos y los cerebros, se duermen los afortunados acurrucados apretando los ojos con prisas. Ya no es un novato, es un residente mayor. camina por los pasillos repartiendo sonrisas de confianza a los nerviosos novatos. Ojea sus historias, les da consejos de perro viejo, tutea a los celadores, bromea con las enfermeras. Vive en un estado de seguridad que presagia un desastre de proporciones bíblicas. 


Se encarga él mismo de ese paciente que acaba de entrar. El hombre esta hecho un ovillo sobre la camilla, mirando hacia el panel que hace de tabique. El joven le interroga con poca paciencia. El hombre está huraño y responde con monosílabos y gruñidos. No insiste mucho, no son horas. Sale del box agitando la cortina como si echara el telón. La familia esperaba en una sala de espera triste de hospital invernal, como una canción de Sabina. 

- Le hemos traído porque se ha encerrado en su habitación y no quiere comer, no quiere salir. Solo tolera que entre mi madre y apenas le saca una palabra. Llora desconsoladamente y no sabemos por qué. Claro, doctor, claro que no era así. El maneja su negocio, va al mercado de madrugada, coloca la mercancía, atiende a las clientas. 

Vuelve al box. El hombre no se ha movido, el logo del hospital de la sábana le llega al lóbulo de la oreja. El médico tiene en la mano los análisis rutinarios que le ha pedido. Los mira bostezando, mientras escucha sollozar al pobre hombre. Tiene pocas dudas, se va a la sala y termina su informe. El diagnóstico de cuadro depresivo y el tratamiento lo habían moldeado las lágrimas del paciente y la seguridad infantil de ese aprendiz crecido y somnoliento.


- Ayer volvió porque su actitud había empeorado y lo trajo de nuevo la familia. Tiene un tumor frontal. Nunca, nunca te olvides de que en cualquier persona con un cambio brusco en su comportamiento hay que descartar organicidad.

El joven está desnudo, desnudo e inútil. La cafetería parece escupir un silencio sepulcral. Seguramente no será así, pero él oye el aleteo de una mosca. El adjunto le ha clavado los ojos sin apenas parpadear, mientras él sentía como iba perdiendo una a una sus ropas, mientras la confianza de gallito de high school se marchaba por el sumidero. 

- Tu error ha retrasado una semana el diagnóstico. No va a variar gran cosa ni el tratamiento ni el pronóstico. Pero debes tener más cuidado.

Se da la vuelta y se marcha en dirección a la barra. Las aguas se cierran de nuevo. Pero el silencio no se levanta. Todos se mueven incomodos, hay carraspeos y miradas esquivándose. Los cafés se apuran y las frases suenan a palmaditas falsas en la espalda. Los grupos se disuelven y el joven se marcha a los vestuarios sin poder quitarse de la cabeza al hombrecillo aniñado en su camilla sollozando. Camina por los pasillos del hospital completamente desnudo. Es lo normal cuando te paren al mundo real. 
























 

domingo, 9 de octubre de 2016

Bufandas moradas

Hay atasco de sillas de ruedas en la puerta del comedor de la residencia. Parecen los boxes de un sketch de Benny Hill, si no fuera porque las cabezas bamboleantes, las miradas perdidas, las caras inexpresivas dan una pena terrible. Las auxiliares se mueven a seis mil revoluciones empujando carritos, esquivándose unas a otras milagrosamente, encontrando hueco entre tanto desasosiego para un adjetivo cariñoso, o una caricia que se difumina en ese mar de babas y de ausencias.

Los desayunos están escalonados, pero la primera tanda, la de quienes apenas reconocen una cuchara, esos niños pequeños con sus baberos y sus sopitas de leche, a veces refunfuñantes y obstinados en mantener la boca cerrada con fuerza, a veces agitados y gritones, y a veces aislados en un interior insospechado, esa primera tanda es caótica y alocada. Me pregunto si todo ese caos y guirigay no les regalará aún unos retazos de vida. 

Cuando llego a la residencia a esa hora, dedico unos segundos a observar ese tejemaneje como un Pavlov cualquiera haciendo salivar a sus perrillos a base de silbatos. No es el mejor momento para visitas. Las que yo decido buscan horas de siesta y televisión. Estás tan tempraneras me las impone la vida y sus urgencias. 

Esa mañana una llamada madrugadora me había llevado a dejarme caer a la peligrosa hora del desayuno. Tardé unos minutos en que alguien me hiciera caso, pero esperé pacientemente consciente de mi inoportunidad. Me habían dicho que habían encontrado a una señora muy desorientada, apenas se la entendía cuando intentaba hablar y usaron esa expresión que puede parecer inconsistente y alejada del pragmatismo que tanto gusta a los médicos, pero que a mí me suele regalar un marco mental muy preciso: "tiene muy mala pinta". 

Cuando por fin me volví visible, pregunté de inmediato a quien correspondía la mala pinta, y me la señalaron. Estaba sentada en una silla de ruedas con la cabeza ligeramente extendida, la boca entreabierta como si se hubiera traspuesto aburrida del sketch del atasco mañanero. Yo me acerqué y la acaricié el antebrazo con delicadeza. Hay ciertos despertares que no se merece nadie. Cuando abrió los ojos parpadeó un par de veces como intentando que su cerebro decidiera entre realidad y sueño, e inmediatamente, me agarró del brazo y me acercó a su cara para plantarme dos besos sonoros y achucharme las mejillas contra las suyas mojadas por las lágrimas. 

-"Menos mal. Menos mal que has venido. ¡Qué alegría, menos mal!

Yo la entendía perfectamente y la fuerza, al menos de las extremidades superiores, estaba conservada, simétrica, y era de cinco sobre cinco, a juzgar por la llave asfixiante de lucha libre mejicana a que me tenía sometido. Me liberé unos segundos antes de morir ahogado pero cuando el árbitro ya había golpeado tres veces en el suelo del ring, e intente recuperar el aliento mientras una auxiliar la llevaba al interior de la pequeña sala de recepción que usaba siempre para hablar con los residentes a solas y hacerles alguna que otra exploración poco complicada. 

Me senté a su lado y me agarró la mano, con un nuevo desafío a la hipotonía. Me contó lo mal que se había sentido de pronto esa mañana tras levantarla de la cama y el miedo terrible que le asaltó cuando pensó que aquello era más que una breve indisposición. Mientras tanto, yo trajinaba con mi fonendo y mi pulsi, sin dejar de cogerla la muñeca delicadamente, apoyando dos dedos sobre una arteria arteria radial débil y bastante dislocada. Ella, de vez en cuando, recuperaba su jaculatoria de menos mal, menos mal, qué alegría de verte, mientras yo oía a su corazón fibrilar cansado. 

Habían pasado bastantes años desde que se presentó con su hijo en mi consulta, malhumorada, violentada por sentirse obligada al destierro de una residencia en un pueblo que no conocía, por ese médico joven que después de tres o cuatro consultas había empezado a quitarle pastillas que llevaba años tomando, e intentaba convencerla que estaría mucho mejor sin tantos potingues. Se habían echado encima los últimos años de la vida, los que parecen arrastrar días de cuarenta y ocho horas, y noches en las que cierras los ojos sin saber si esas sombras serán el fin definitivo de la serie o quedara aún algún capítulo. 

Con ese tiempo de granito gris, nuestra relación se había consolidado y en el cajón de mi armario esperaban los fríos invernales una bufanda de lana morada podemita, y sobre la cama de mi hijo pequeño, un osito de peluche heredado de una de sus nietas. 

Ya no había visita a la residencia que no viviera como algo personal, en la que no buscara al menos una breve palabra o me robara un beso en la mejilla que le sirviera para contar orgullosa a las otras compañeras que el medico siempre encontraba un momento para ella, porque la daba un trato especial. Y yo mantenía esas pequeñas vanidades porque me daba la gana, porque me parecía que aquella mujer tenía derecho a soñar con lo que le diera la gana. 

- ¿Has empezado a hacerme ya la bufanda?- le pregunté mientras terminaba el repaso comprimiendo sus tibias con mis pulgares. 

- Ya me ha comprado mi hijo la lana, no te creas. - Pescó mi mano en el aire como un oso cazando salmones y me obligó a agacharme acercándome a su cara. Me miro desde detrás de sus cristales y desde dentro de sus ojos glaucomatosos y turbios, y me susurró como un secreto de enamorados - Al hospital no, por favor. Al hospital ni hablar. 

No apartó su mirada ni aflojó la presión de su mano hasta que negué con la cabeza y adivino la determinación de mi mirada. 

-"No te preocupes, tendré acabada tu bufanda antes de que se echen los fríos". 

Hay compromisos que se sellan con una mirada, compromisos inquebrantables que nos transforman en héroes aunque en realidad no seamos nada más y nada menos que personas. 









domingo, 2 de octubre de 2016

Gritos

María era, como se decía antiguamente con esas expresiones rancias de Matías Prats padre, de natural simpática. Había vivido su vida con una sonrisa en la boca, sonrisa que había ido erosionado los rasgos de su cara hasta quedarse incrustada como la expresión pétrea de un Lincoln en el Monte Rushmore, pero sin perder en ningún momento ni un átomo de calidez.

María era de natural feliz, con esa felicidad que parte de un radiador caliente en pleno invierno, al que todos se acercan extendiendo las manos y resoplando, y donde todos terminan sonriendo. Así había sido de niña, así había sido en el colegio, y así había sido mientras estudió enfermería, unos estudios que parecieron elegirla a ella, una atracción de agujero negro hawkiniano, el principio cero de la termodinámica: un cuerpo que irradia felicidad puesto junto a otro que la necesita, intercambian sus sentimientos hasta que sus temperaturas se igualan. Nadie puede resistirse a la termodinámica, y por supuesto, María tampoco. 

Cuando terminó sus estudios, se recorrió todas las bolsas de trabajo de hospitales y primaria de su provincia y los alrededores, con un cerro de fotocopias debajo del brazo y tres bolis BIC de punta fina, soportando con resignación sonriente los requisitos reiterativos y echándole más paciencia que el santo Job. Agotó los tres bolígrafos. 


La noche anterior a su debut en un consultorio local a tropecientas millas de su casa no quedó un centímetro cuadrado de su cama sin arrugar ni una uña que roer. Tuvo que esperar más de media hora a que apareciera el médico del pueblo, sentada sin oír la radio puesta dentro de su Seat Ibiza de cuarta mano, y tardó en reconocerle porque era más joven de lo que se imaginaba y llevaba vaqueros, la camisa por fuera y unas Nike blancas sin abrochar. Pero la dio dos besos, la enseñó su consulta, dónde  estaban las cosas, y le pidió por favor que entrara a hablar con él tantas veces como lo necesitara sin miedo a molestar. Un tío majo al que de cerca se le notaban las arrugas cuando sonreía y que saludaba a los pacientes por su nombre y cogía a los niños en brazos. Así que María se plantó su batita blanca de manga corta y se puso a irradiar felicidad como mandan los cánones de la termodinámica, sin medida. 

Cuando llegaba a casa por la tarde contaba y no paraba y sus padres sonreían porque delante de ella era difícil hacer otra cosa, y porque los padres son así desde el inicio de los tiempos. Fue uno de esos debuts de los que se suele decir que despejan todas las dudas, siempre y cuando las hubiera tenido, que no era el caso. 


Las cien mil semillas de papel sembradas tenían obligatoriamente que dar sus frutos. Y lo hicieron. Al fin y al cabo estaban regadas con tinta de boli BIC de primera calidad. Apenas una semana en casa como un piloto de pruebas en bóxes mirando el circuito y llamada del hospital general. A la administrativa de personal le dio la sensación de que acababa de colgar el teléfono cuando tenía enfrente de ella a aquella risueña jovencita mirándola fijamente. No la quedo más remedio que sonreír. María estaba acostumbrada. 

Llegar media hora antes no suponía ningún sacrificio para ella, era parte de la rutina de su vida. La recepción en la planta no se pareció demasiado a su experiencia previa: las ojeras de la enfermera que le dio el parte amenazaban con ser declaradas monumento nacional y la llamada de su cama no le dejaba oír la necesidad de consejos y recomendaciones que María necesitaba. Su compañera de control aterrizó bastante más tarde, cuando ya no quedaba ni el perfume de la enfermera de la noche. Hizo un gesto de resignación al verla y tras un gruñido salutatorio, se puso a ojear el parte nocturno como las páginas de sociedad del Hola. 

María espero pacientemente fortalecida tras su sonrisa, hasta que su compañera decidió un reparto de tareas que aceptó sin rechistar. En las habitaciones de los pacientes estaba en su salsa, ahí es donde brillaba como una súper nova, donde el intercambio de calor se sublimaba. Antes de que empezaran a aparecer los médicos con sus pijamas verdes, los pacientes y los familiares ya la llamaban por su nombre. 

Era un cirujano mayor, delgado y algo encorvado. Entró en el control sin decir ni pío y se sentó frente a una de las mesas. Empezó a trajinar con un teclado con esa ligera torpeza revenida de quien nació en la era de las estilográficas. 

- A ver, quién ha bloqueado este ordenador, que haga el favor de desbloquearlo que no hay quien empiece a trabajar. 

La bloqueadora había sido María, por un mero accidente cronológico. Estaba en la habitación contigua cargando medicacion intravenosa y su pequeña e inevitable demora provocó un concierto de improperios descompasados y sobreelevados que hicieron asomar varias cabezas en las puertas de las habitaciones, al tiempo que el resto de los pijamas blancos parecían esfumarse como por ensalmo. 

El educado "perdón" que dijo María mientras introducía sus claves a toda prisa sirvió solo como pararrayos atrayendo otra bronca sin sentido. 

A María nunca la habían gritado. No concebía que pudieran gritarle en el trabajo. El resto del día anduvo por el pasillo como esos ramos de rosas que aún resisten el paso de los días en el jarrón, pero en los que ya puedes adivinar de una forma extraña su aspecto marchito. Solo se reanimaba ligeramente cuando entraba en las habitaciones, y ello porque la ley de la termodinámica funciona siempre en las dos direcciones, y quien da y deja mucho, al final le llega de vuelta. 

La cena de aquella noche fue más silenciosa de lo habitual, porque sus padres adivinaban también las flores marchitas casi sin mirar al jarrón. A la mañana siguiente había reunión con la supervisora. María esperó hasta el final para decir que no entendía por qué podían gritarla tranquilamente sin que pasara nada. Las demás enfermeras sonrieron condescendientes con la novata. La supervisora se limitó a preguntar ¿bueno, y qué pasa?

Y María se sintió, de natural, marchita.