lunes, 31 de octubre de 2016

El congresito

Era una pandilla de amiguetes. En realidad sólo eran un grupo de chavales y chavalas asustadísimos que se concocieron en medio de un frenesí de información, de un trasiego de caras de las que convenía aprenderse los nombres, pero que olvidaban sistemáticamente. Eran unos tiernos borregitos trashumantes a los que les colocaban pilas de papeles sobre sus brazos hasta que casi no podían verse las caras.

Pero en el interior de cada uno de esos grupos suele esconderse el guardián del espíritu de la unidad y la confraternización, y si el grupo sabe descubrirlo a tiempo, germina como una semilla mutante envolviéndoles a todos de esa camaradería tan confortable que te permite sobrevivir tan a gustito, como cantaba el torero. 

Aquellos residentes habían sabido encontrar casi desde el comienzo su argamasa, y se habían entregado alegremente al confort que les proporcionaba esa cementación, y así habían podido ser un poco más felices.

Aquellos jóvenes habían vivido cuatro años duros, habían aprendido a fuerza de palos, de tobillos hinchados y dolores lumbares, a consumir horas en los pasillos de unas urgencias de hospital, se habían tragado más de una vez las lágrimas de la impotencia y del agotamiento, o no habían sido capaces de tragárselas y les habían ensuciado las mejillas cuando un adjunto envalentonado había ejercido la viole-doce-ncia.

 Aquellas muchachas y aquellos muchachos habían ido mimando sus lazos invisibles de colegeo y buen rollo, esa ilusión infantil de trabajar algún día juntos en un centro de salud, ese creer en los Reyes  Magos con una inocencia que a los ojos de los viejastrones es tan tierna que sólo un canalla se atrevería a enfrentarles a la realidad. Inmersos en un ambiente exigente, entremezclados con el sufrimiento humano, saliendo del cascarón de la ignorancia, lastrados aún por la inexperiencia, esos reductos de adolescencia tardía o de juventud naif eran defendidos como la pequeña aldea gala de Astérix.

Y aquellos residentes estaban llegando al final, estaban a un paso de que un hermano mayor les enseñara dónde guardan los padres los juguetes, podían adivinar los nubarrones por encima de la empalizada de la aldea gala.

Hay tradiciones no escritas que tiene más peso que los sesudos papeles de un ministerio, tradiciones que se comen con patatas al osado que pretende hacerles frente. Son tradiciones que parecen un nucléotido más del ADN, que seguramente quiso dejar escritas Noah Gordon pero se lo prohibió la editorial. Los cachorros de la Medicina de Familia, los jóvenes y no tan jóvenes, miman amorosamente una de ellas, la trabajan desde el minuto uno, la enarbolan como una bandera irrenunciable, la pelean y defienden con uñas y dientes: el congreso nacional del último año de residencia.

Así que el último año se convierte para nuestros jóvenes médicos en una tarea de Sísifos, una busqueda incansable del patrocinador dispuesto a apostar a futuro. En sus reuniones de los viernes elaboran sus estrategias; no hay voces disonantes porque, sencillamente, llevan cuatro años nadando en el mismo mar y a ninguno les extraña que esté salado. Algunos han resultado buenos aprendices de sus tutores, los titulares y los que partían desde el banquillo; han aceptado las normas no escritas y han sido iniciados ya en la hermandad secreta. Otros, más tímidos, se desenvuelven peor en el juego, pero conocen las reglas y, aunque sean torpes al jugar su mano, los demás jugadores son mucho más hábiles y saben llevarles por el camino que les interesa.

Algunos piden ayuda a sus mayores, y entonces unas sonrisas cómplices y unos cafés suelen arreglar las cosas, porque los peajes son subterráneos y aunque huelan como las aguas residuales, hay que tener una vista de águila para percibirlos en el marasmo diario. Otros, muy pocos, puede que ninguno, han recibido como respuesta un cierre de ojos culpable adormecedor de conciencias. Y excepcionalmente, pero con la excepcionalidad de un albino en Zimbawe, a alguno se le viene encima una charla de alto contenido ético y baja en grasas saturadas, de las que te producen cierto escalofrío interior que rápidamente arrinconas no sea que vaya a fastidiarte los planes recreacionales.


Y así, los días pasan y las hojas de inscripción empiezan a desaparecer de las mochilas y de los bolsos, y las sonrisas francas de los amiguetes que ven como poco a poco se va haciendo realidad esa reunión final de fin de la inocencia, queda algo cohibida cuando ciertas miradas se entremezclan con tres o cuatro palabras estratégicamente lanzadas para recoger su diezmo sin tardanza.

Pero la juventud tiene la memoria asombrosamente frágil y el ego insultantemente hipertrofiado, tanto como para cubrirles de un barniz de invulnerabilidad, y al fin y al cabo ésta será la última oportunidad de estar todos juntos, y la realidad si se empeña le puede echar un pulso a apestosa a la mejor de las basuras.

Luego habrá fotográficas de caras sonrientes y abrazos en papel satinado o selfies con móviles de un trillón de megapíxeles, eso es sólo una diferencia de años y tecnologías. Un simple asunto de forma, un asunto que apenas rozará nunca el fondo. Viejos tiempos, nuevos tiempos. Malos tiempos para la lírica.















1 comentario:

Enrique dijo...

Yo confieso. Lo reconozco, también lo hice, pero el peaje por ese proceso iniciático se me atragantó para siempre.
Ahora la vergüenza ajena y la pena es lo que sale de mis canas cuando veo estos congresillos.