lunes, 21 de septiembre de 2015

Pena

No consigo quitarme la imagen de la cabeza.  Los brazos repletos de arañazos, la cara y el cuello, allí medio ocultos por las servidumbres del paso del tiempo. Pero en la cara y los brazos morenos resaltan  y escupen la pena. Y los ojos que no resisten ni una lágrima más y deciden dejar de contener lo incontenible. No consigo quitarme la imagen de la cabeza, la pena más descarnada y rabiosa.

Ella es asombrosamente pequeña, diminuta. Camina siempre como si el mundo se fuera a acabar en ese instante, una faena que resultaría insoportable, con la cantidad de cosas que tiene por hacer. Va calle arriba y calle abajo empujando el carrito de su segunda nieta, lleva a la mayor al cole, da una vuelta a su casa, luego a ver a su padre, apañarle un poco, después la comida, las niñas, su marido y su hijo que vienen del campo cansados, y a la tarde, a limpiar en otra casa. 

Al salir pasa por la residencia a ver a su madre. Esta sentada en su silla de ruedas en el comedor, mirando por la ventana, ajena a la televisión y a las conversaciones de los vecinos, ajena al mundo que ve por la ventana. Ajena a su propia hija. La coge la mano y la besa. Huele a orina. Pide a una auxiliar que por favor la cambien el pañal. Aún no es la hora y además si quiere cambios fuera de hora tendrá que traerse los pañales de casa porque están contados. Se calla y traga saliva. Saliva que quema la garganta. Entonces descubre en el brazo un par de erosiones y un hematoma que no estaban allí ayer.  Se ha debido agitar a la hora del baño matinal. También le ocurría en su casa, pero allí, ella se armaba de paciencia y se tragaba las lagrimas que le provocaban los improperios obscenos y vulgares que salían de la boca desdentada y también ajena, a ella e incluso a su propia madre. 

Esa mujer fuerte que puso en pie aquella familia, que atemperó los gritos con que hablaba su marido trasformándolos con cariño y paciencia, apenas puede ponerse en pie. Vuelve a preguntar a la auxiliar, que está agotada y despeinada, restando los minutos que faltan para que llegue el turno de noche. Sospecha que esta demasiado medicada, que algo más está ocurriendo. La auxiliar se muerde la lengua para no soltar lo que está pensando, porque sabe que se juega su trabajo, y tampoco están las cosas como para irse al paro. Al final se contenta con asegurarle que solo se le da la medicación pautada y que si cree que puede tener otra cosa, que hable con el médico. 

Se despide con un beso en la cabeza que apenas provoca un parpadeo en su madre. Le coloca una horquilla y se marcha a su casa con su mismo paso atropellado de siempre. Antes pasa por la de su padre. Ella está acostumbrada a su tono de voz, que siempre fue parecido al de un pregonero, pero que a la vejez ha adquirido un tinte cascado y metálico que impresiona al que no lo conoce. Está intranquilo porque también la notó muy parada y apenas si le había mirado un par de veces a pesar de su estentoriedad. 

- Mañana iré a hablar con el medico para que nos quedemos tranquilos.

No le gusta dejarle solo pero no hay quien le mueva de su casa y al fin y al cabo no llegaran a doscientos metros de distancia de puerta a puerta. Son pocos, pero a veces se convierten en un mundo salvador, y otras desesperanzador. Aprovecha una llamada de su hija para pedirla que coja cita al día siguiente con ordenador. Las moderneces son un avance, pero para ella han llegado algo tarde. 

Esa noche, rendida en la cama, no encuentra un hueso, o un músculo que no la duela. Pero como tantas otras, el sueño no es misericordioso con ella. Y aunque se esfuerza en vaciar su mente y relajarse, no puede expulsar las imágenes de su madre lanzando manotazos, clavando las uñas donde encuentra carne que arañar, escupiendo palabrotas que no tenía ni idea que conociera. Recuerda el calvario como si ella hubiese sido el Cireneo, o el mismísimo Jesucristo, por lo que pesaba la cruz. Los olvidos, tontorrones y hasta divertidos al inicio, y oscuros y tenebrosos mas adelante. Las búsquedas por los caminos con el corazón en la boca y el alivio de encontrarla mirando un horizonte que solo veía ella.

Recuerda la manía del mal sabor de boca, que le hizo beber colonia un par de veces, y por la que le obligaba a llevarla al médico al menos dos veces por semana.  Y las alucinaciones, terribles en su realidad paralela, que la hacían llorar como una niña aterrada, y que no desaparecieron hasta que dejó de tomar aquellas pastillas que querían ayudar y encerraban esos horrorosos disparates.

Recuerda la consulta empapada en llanto en la que confesó al médico que había alcanzado su límite, que afrontar aquel dolor era demasiado para ella sola, y que habían decidido probar la opción de la residencia del pueblo. Fue una consulta repleta de vergüenza que no alivió ni la actitud comprensiva del médico ni la racionalidad que le brindaban los arañazos de su cuerpo cansado.

El despertador es un chisme inútil en su mesilla de noche, hace años que no necesita ponerlo. La rutina diaria es demasiado tirana como para permitir reflexiones relajadas, y además es inmisericorde con los insomnes. No importa. El sol sale de nuevo y todo recupera sus ritmos egoístas.

Llega tarde a la consulta, pero como no  hay listas en la puerta, el médico la hace entrar nada más verla esperando. Sabe lo que le va a decir: que la enfermedad avanza, que esas desconexiones serán cada vez más prolongadas, que es difícil acostumbrarse a vivir en un ambiente tan diferente. Lo sabe todo. Intenta no llorar, pero para qué, ya está más que harta de tener que hacerse la dura. Al menos allí tiene unos minutos para masticar el dolor.

Se lleva un papel para una analítica con efectos relajantes sobre las conciencias de todos, y se marcha escupiendo su propia confesión: que ella tampoco se acostumbra a la residencia, que quiere entregar de nuevo sus brazos, su cara, su cuello a esa destrucción lenta y terrible a la que la naturaleza a condenado a su madre.

Sale a la calle empujando el carrito de su nieta como si no hubiera mañana, aunque sabe que sí lo hay, y que por ahora, seguirá siendo igual de desesperanzador.


El 21 de septiembre es el día elegido por la OMS para difundir y dar a conocer en todo el mundo  información acerca de esta enfermedad. La demencia afecta a 47,5 millones de personas según cifras de la propia OMS, y cada año se calcula que se registran 7,7 millones de nuevos casos. Aunque la demencia ha sido considerada como una prioridad de salud pública mundial, hay dos vertientes que a mi juicio aún requieren de un esfuerzo máximo de parte de las instituciones y de la propia sociedad: el impacto abrumador sobre las familias, y la protección de los derechos humanos de los afectados.


Y ésto sin olvidarnos de que contemplamos este panorama desolador desde nuestros sistemas sanitarios y sociales del mundo desarrollado. El 58% de las personas con demencia viven en países de ingresos medios o bajos. Creo que no somos capaces de imaginarnos las situaciones de desamparo y miseria que puede acarrear. No somos capaces ni siquiera cuando nos duelen en nuestras consultas, seguro que no lo somos, hasta que nos da de lleno.




martes, 8 de septiembre de 2015

El médico sin médico

Sus gafas siempre habían sido su barrera, y él lo sabía. Y jugaba esa baza, porque con esa cara de nieto de Dorian Grey, a veces, demasiadas, a la gente le costaba trabajo tomarle en serio. No es que no las necesitara, sin ellas no veía un pimiento, pero necesitaba aún más el aire de respetabilidad que le ofrecían. Porque él era y siempre había querido ser, un tipo serio. Desde el colegio. No es que no se hubiera corrido sus juergas. Para esas sí que se quitaba las gafas, y durante mucho tiempo, costaba que le dejaran entrar en los garitos. Pero él quería ser un buen médico, y creía imprescindible envolverse en un halo de seriedad, que transmitiera confianza a sus pacientes.

Tardó en descubrir el poder de la sonrisa en la consulta, venía con esos frenos difíciles de soltar. Cuando empezó a hacer la residencia de Familia, cayó en un grupo donde transitaban dos o tres de esos residentes un tanto desvergonzados, dados al chascarrillo y a la desdramatización. Le chirriaba bastante, pero no pudo evitar la atracción de la camaradería que irradiaban, y terminó integrado en el grupo. Eso sí, daba el contrapunto de seriedad sin caer en la pedantería ni el aburrimiento, así que al final, se hacía querer.

Después del inevitable purgatorio hospitalario, cayó en las manos tutorizantes de una eminencia con bigote, de las que hay que adivinarles la sonrisa con los pacientes, una de esas fotocopias de Ramón y Cajal, que luego en la cocina del centro de salud y con la taza del café en la mano sueltan unas barbaridades del siete. Así que parecían hechos el uno para el otro. Se cortaba la formalidad con un cuchillo. Pero él estaba a gusto, había tenido suerte.

Fue de los primeros entre sus compañeros en desembarcar en una consulta, y no como un invitado, sino para quedarse unos cuantos años. Los pacientes le miraban al prinicpio recelosos, y él se parapetaba un poco tras sus gafas salvadoras y su bata. Les ofrecía serenidad, profesionalidad y fiabilidad. Quizás echaban en falta ese toquecito empático (aunque no supieran muy bien cómo definirlo) pero hasta a los serios se les coge cariño con el tiempo, y a él se lo cogieron porque era buena persona y un excelente médico de cabecera.

Durante años escuchó, trató de entender, utilizó sus conocimientos para conducir a sus pacientes por una camino tranquilo, a pesar de los asaltos medicalizadores, de las tentaciones tecnologicistas, y de los miedos, los de ellos mismos, los de la sociedad en la que vivimos y los propios, pues los demonios habitan en nosotros, que digo habitan, campan a sus anchas como Pedro por su casa.

Fue un médico sensato, con el primun non nocere tatuado. Un buen bagaje. Hasta que un día empezaron a temblarle las manos, un temblor tontorrón, pero molesto. Se las miraba sin quitarse las gafas, como para darse a sí mismo seguridad. Siempre había sido un tirillas, pero de pronto empezó a percatarse que la ropa bamboleaba, y puso en valor los comentarios sobre su excepcional delgadez de los pacientes, sobre todo los de sus muchas fans de edad mediana, por lo indeterminada.

Una analítica extraída en su centro una mañana reveló un tiroides peleón y nervioso. Era de esperar. Se rellenó el mismo una interconsulta con los endocrinos, pero la dejó a su caer, no quería que le arrollara el síndrome del recomendado. Siguieron unas cuantas visitas amables con una endocrina que utilizaba un tono paternalista y docente que le incomodaba, pero como era de buen corazón (él, la endocrina no tenía ni idea) pensó que era más bien un problema de sus propios prejuicios que una realidad.

Y un día aparecieron los primeros fármacos: antitiroideos. "Vamos a ponértelos a dosis bajas, a ver cómo va tu tiroides". Sin más. Que no le hablara de efectos adversos posibles lo atribuyó a su consideración con un compañero. No es que fuera un pastillero, pero nunca le había hecho ascos a un ibuprofeno, o a un omeprazol si hacía falta, así que tampoco le dio mayor importancia. El problema vino cuando empezó a notar un desagradable cosquilleo en la pierna derecha. Hacía unos años, tras un par de ciáticas molestas por lo limitantes, había acabado con una resonancia de espalda escupiendo una bonita hernia discal, que el traumatólogo, y el no repetirse las ciáticas dejó en el limbo del olvido.

Ahora reaparecieron sus fantasmas, pero cuando, a la mañana siguiente, el runrún amaneció también en el brazo derecho,  y hasta en la pierna izquierda, las alarmas se pusieron en defcon cuatro en su cabeza. Al terminar la consulta se presentó en el hospital buscando a la endocrina. Ya se sabe, privilegios de ser de la casa. "No, es casi imposible que sea de la medicación. Si además la tomas a dosis muy bajas".

Salió de allí con una interconsulta con los neurólogos que decidió abreviar por la vía del amiguismo. Esta vez el síndrome del recomendado le importaba ya un carajo. Fue a degüello a abusar de un conocimiento que remató la pertinenete exploración neurológica pidiendo unos potenciales evocados y una resonancia magnética nuclear cerebral, así, como el que pide uno con leche.

Aquella noche no pegó el ojo. Fantasmas con caras de sillas de ruedas, de sondas nasogástricas para tragar, de amigos compungidos disimulando mal la pena. Los hormigueos llegaban ya hasta la coronilla, su cuerpo entero era un criadero de hormigas, la jodida marabunta. Desde su atalaya de serenidad intentó hacer frente a los infaustos pronósticos autoimponiéndose una resignación islámica. Pero aquel esfuerzo de contención contribuyó poco a disminuir los sudores nocturnos. A la mañana siguiente cogió el teléfono y llamó a uno de sus amigos, de aquellos que fueran en su día jóvenes juerguistas despreocupados, y que ahora peinaba canas en un pueblito estepario.

Le pidió su opinión profesional sin intentar disimular su angustia, ni su falsa resignación ante lo inevitable. Y aquel amigo se calzó las botas de sosegar, y despacio, sin atropellos, le cogió de la mano y le trajo a la senda de la serenidad, sin que sintiera en exceso la patada en el culo que le estaba propinando.

"¿Qué habrías hecho, qué le habrías dicho tú a un paciente si te hubiera consultado con este problema?  ¿Por qué le cuesta tanto creer a tu endocrina que la aparición de unos síntomas claramente  registrados como  efectos adversos en su ficha técnica, aunque se presenten con poca frecuencia, puede ser la explicación más posible? ¿Acaso lo vive como una amenaza, un descrédito de su decisión? ¿No hubiera sido más razonable suspenderte el medicamento un par de semanas para ver si existe relación causa-efecto?"

Y la pregunta más importante de todas: ¿por qué no tienes médico de cabecera?

Cremos que el hecho de ser médicos nos exime del miedo y la angustia, nos confiere la capacidad para mantenernos fríos y distantes si nos enfrentamos a nuestra enfermedad, o la de nuestros seres queridos, pero no es así. Somos usuarios con tarjeta oro de Sanitas, decidimos a qué especialista debemos acudir porque, quién mejor que nosotros. Nos engañamos. Porque la enfermedad desnuda nuestras miserias, y se nos nota el miedo debajo de la piel, y el raciocinio se va a tomar por culo.

Lo que deberíamos hacer es utilizar nuestros conocimientos para encontrar un gran médico de cabecera. y permanecer fielmente a su lado como cachorrillos, ni siquiera como iguales, ni como amigos. Estamos viviendo en un permanente riesgo de hacernos daño. Será mejor que abandonemos cuanto antes ese camino. Si no lo queremos para nuestros pacientes, como razonaron en su día Juan Gérvas y Mercedes Pérez Fernández en el magnífico blog de Rafa Bravo Primun non nocere, no lo queramos para nosotros mismos.

Me comentaba no hace mucho el propio Gérvas que en Nueva Zelanda, uno de los indicadores de calidad utilizados a la hora de valorar a un médico de cabecera, era si éste disponía así mismo de médico de cabecera. Vale que Nueva Zelanda está en nuestras antípodas, pero ójala fuera así sólo en el sentido geográfico.

El dibujo, maravilloso como siempre, es de mi gran amiga Monica Lalanda