lunes, 25 de mayo de 2015

Otra vez a perder el partido, sin tocar el balón...

Escribir una entrada en una noche electoral, una entrada que no leerá nadie, salvo mi mujer y mis residentes, entregadas ellas en mis brazos literarios por motivos diferentes, pero en cualquier caso igual de nobles.
Escribir mientras aún se resisten los últimos escrutinios, mientras algunas familias sientes peligrar sus  trabajos, encadenados vulgarmente a la simpatía de los que todo lo pueden, y de repente dejan de poderlo todo. Personas que han vivido pegadas a un móvil, a una agenda, haciendo kilómetros en coches oficiales y recordando al oído del interfecto el nombre de ese señor encorbatado que se acerca a darle la mano.
Escribir, en fin, desde el pellejo de un medico de pueblo, cada vez mas viejo y menos sabio, que purgó afinidades políticas hace años, y que lleva una vida significándose, aunque no debe hacerlo tan bien cuando aún alguien le mira descolodado cuando le habla en pelotas sobre sus ideas y convicciones.
Escribir es vivir, aunque como decía uno de mis maestros, la vida se me va con lo que escribo. Pero la vida se nos va entre los dedos como la arena, queramos o no, así que, si somos capaces, sembremos de alguna palabra hermosa el reguero que nos llevará hasta la muerte.

Recuerdo a una joven llorando en mi consulta, hace años. La recuerdo con sus enormes ojos claros, perdonen ustedes mi daltonismo para no ser más explícito, como grifos inagotables, contándole a su entonces más joven médico de cabecera cómo en el ayuntamiento en que trabajaba la maltrataban, como la arrinconaban en una habitación horrible sin ventanas, donde consumía su jornada laboral hasta que el amargor le quemaba la garganta, mientras se tragaba las lágrimas que luego dejaba desbordar libremente en mi consulta.

Yo la dejaba llorar mientras la proporcionaba pañuelos de papel porque aquel vendaval de sentimientos aún me pillaba con mi corteza de psicólogo un poco tierna, y la explicaba un discurso que había perfeccionado bastante acerca de una balanza entre nuestros recursos y lo que la vida nos trae, un discurso que me sonaba vacío pero que era lo poco que tenía entonces que ofrecer. Y al final ella sonreía mientras se sonaba los mocos, y yo la arropaba con mi capa de empatía de médico de cabecera y notaba que ella se sentía a gusto allí debajo.

Y los días pasaron hasta que llegaron otras elecciones municipales y los blancos fueron negros, y los negros blancos, y aquella joven del despacho sin ventanas se convirtió en concejala, y después en alcaldesa. Y no sé si alguna vez ella relegó a alguien a un despacho sin ventanas a tragar hiel, porque yo abandoné ese pueblo donde consumí siete años de mi vida y donde estuve a punto de dejarme la vocación.

Recuerdo a un alcalde que quería que el médico, el cura y él, formasen un trío de mosqueteros "como los de antes", un alcalde añorante de tiempos pretéritos, de pareja de Guardia Civil con capote y carajillo matutino en el bar del pueblo, quién sabe si cacería en el coto. Pero este medicucho nuevo no quiere esos sones, no ha venido al despacho a rendir pleitesía. La juventud se pierde, ¡ay, cómo se pierde!

Y recuerdo a un cura alto, con acento andaluz y sotana negra de mil botones, un cura que nunca pedía cita para su madre, siempre se presentaba al final de la consulta con una sonrisa de disculpa y una queja poco misericorde hacia alguno de los fieles, que le hacían el vacío como si todos se hubieran convertido al luteranismo, porque se le ocurrió cantarles las cuarenta en bastos, y eso en un pueblo pequeño no se perdona.

Y aquel curita, al que no echaron al pilón porque no usaba cleryman, y la sotana aún retiene su iconografía mítica e inviolable salvo en revoluciones, que no era el caso, se atreve a decirle a ese alcalde que "las ovejas se las manda el Señor, pero los amigo los eligo yo". Y semejante desplante termina siendo su ruina, porque el que manda durante muchos años, cuando manda, manda, y un traslado a su tierra es lo mejor para todos.


Recuerdo una alcaldesa que viene mi primer día a la consulta para ponerse a mi disposición, lo que agradezco caballeroso, y asombrado por los contrastes. Y que, respetuosa, me invita a la inauguración del nuevo consultorio, que han criticado la otra mitad del pueblo, pero que yo agradezco después de haber estado durante un año pasando consulta en una habitación de una casa, con una lámpara redonda en el techo, una camilla detrás de una puerta y una ventana abierta a un callejón. Y allí acudo con mis dos hijos (los que tenía entonces) y la gente cariñosa los agasaja, los pellizca los mofletes y los besuquea, y los pobres aguantan con una paciencia que solo puede recompensar unas cuantas chuches.


Recuerdo aquel día en que, ya en el consultorio moderno y luminoso, la alcaldesa me pregunta tímida si quiero salir a saludar a una preboste que ha tenido a bien ir a pasear por el pueblo a ver sus logros. Y yo acepto educadamente, y allá que nos vamos el enfermero y yo a plantarla dos besos, sin saber que en un futuro próximo acumularía tanto poder, y tanto sobre nuestras vidas.


Así es la política para un médico de pueblo. Partidos que se pierden o se ganan, quien sabe, pero eso sí, sin tocar el balón. Somos malos jugadores, o hay otros mejores que nosotros, o simplemente, no estamos a este partido.

Escribir un post en una noche electoral. En fin. Querida esposa, encantadoras residentes mías, espero que os haya gustado.


Por escribir esas frases que tanto nos inspiran a los mortales, el maestro Joaquín.




lunes, 18 de mayo de 2015

Hijos de un dios menor

Vuelve a ser esta una historia de precariedades, en esta ocasión de precariedades testosterónicas, que parecen doler menos, pero también están ahí, y que, al fin y al cabo, fueron las que me tocaron lidiar en su día. Azares cromosómicos, debe ser.

Andaba yo trasteando en mi primer año post-residencia, un año dedicado a folgar en su máxima expresión. Sustentaba tan digna aspiración en un trabajo a dedicación plena como médico en un equipo deportivo, combinado con unas guardias nocturnas pateando los madriles con un vehículo a motor (a Dios gracias) pero solitario como la madre que lo parió, que me llevaba de universo en universo domiciliario a la hora de las putas y los infartos de miocardio.

Para rematar la faena, que la folganza requiere buena bolsa, estaban todos esos apaños que nos iban saliendo sustituyendo  a esa generación de entre los nuestros que, por circunstancias históricas, se habían dejado los lomos inventandose la primaria y a ellos mismos y podían al fin disfrutar de sus merecidas  vacaciones, moscosos y bajas variadas, contribuyendo así a mantener el mínimo nivel de empleo entre los jóvenes recién entitulados. 

Como dijo el cabronazo de Dickens (perdón por el insulto, pero es que jode que se le hayan ocurrido a él antes las mejores frases) era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos. Cero de responsabilidades y una cabeza hueca es lo que tienen. 

Aquella Navidad venía a reventar de una gripe pesada y extendida que mantenía un flujo en las consultas cansino y eternizante. Y cuando finalizaban, las administrativas sonrientes te acercaban tres o cuatro papelillos escritos con boli BIC que me costaba entender. Mi mejor amigo y yo sustituíamos a dos compañeros en el Centro de Salud del casco antiguo. La población que sobrevivía a la invasión de tiendas de souvenirs acumulaba años y deterioro (físico y cognitivo) y tendían a mimetizarse con la historia de las piedras sobre las que vivían. 

Nunca me desagradaron las visitas domiciliarías. Al contrario, me daban una sensación de desnudez, de regreso a la sencillez de la Medicina que me enternecía y me apasionaba. Y eso que hay una corriente vergonzosa dentro de nuestro gremio a  rechazarlos, o a cargarlos en otros, urgencias, unidades hospitalarias, compañeros por turno. Una lástima y una deshonra, pero es lo que hay

Así que aquella mañana, pastosa y húmeda, el final de la consulta prometía patear empedrados y recetar paracetamoles. Como terminamos más o menos al mismo tiempo, y compartíamos parte del camino, decidimos salir juntos por aquello de un ratito de risas y chanzas que teníamos por costumbre entre nosotros. El primer aviso de mi amigo era una casa situada a unos cien metros de Centro. Nos extrañó la cercanía pero presumimos serios problemas de movilidad, y como estaba tan cerca, decidí acompañarle. 

Nos abrió la puerta una joven veinteañera que nos explicó que el enfermo era su hermano de diecisiete años (igual eran dieciocho pero no creo que afecte la  veracidad del relato). Las miradas que nos cruzamos mi amigo y yo fueron suficientemente significativas como para que no pasasen desapercibidas por aquella joven, pero no dijimos nada. 

Llegamos a la habitación y un adolescente estaba plácidamente descansando en el lecho del dolor. Se desesperezó al vernos y mi amigo inicio su intervención salvadora. En un arrebato  muy propio de su cachaza (un día le dedicaré un post entero, o mejor un libro, que es lo que se merece) pidió una cuchara y una linterna, como si éste fuera un útil presente en todas las casas en los cajones de la cocina (tiempos antiguos aquellos sin móviles con luces incorporadas: ¿existieron alguna vez?)

Como era de esperar no tenían linterna y tuvimos que desenroscar la tulipa de la lámpara de la mesilla, y con ella en ristre le iluminaba las fauces mientras mi amigo  le deprimía la lengua con el mango de la cuchara. Sí, vale, éramos los Pepe Gotera y Otilio de los médicos de familia. 

Prescrito el oportuno antibiótico para luchar bravamente contra tamaño exhudado purulento, nos íbamos con viento fresco cuando, ya en la puerta, se me ocurre hacer un comentario más que naif sobre priorizar la visitas domiciliarías a los ancianos tan necesitados en aquella época del año, instando a jóvenes fuertes en la flor de la edad a acercarse en cualquier momento a unas instalaciones distantes la friolera de un hectómetro. 


No recuerdo como siguió aquella mañana ni las siguientes. Pero uno de aquellos días, mientras contestaba amablemente al interés de los pacientes por el destino de su médico de cabecera y trataba de superar su desconfianza hacia aquel chavalillo mal peinado con mi atractivo personal (o sea, malamente), entraron en la consulta un matrimonio de mediana edad, es decir, que la mediana de su edad estaría por los cincuenta  y tantos. Trajeado él y enjoyada ella, pero con un gesto adusto que no presagiaba precisamente empatías varias. 

- Usted no sabe quién soy yo - me soltó antes de que abriera la boca. 
- Pues ni idea, la verdad - y es que era la verdad. Ni puñetera idea, aunque la frase y el aspecto dibujaban en mi imaginación un comisario de la política de Franco. O un delegado del movimiento recién salido de la Adoración Perpetua con su mujer. 

Creo que mi nada fingida ignorancia le calentó más de lo que venía, tal vez porque cuando uno se cree importante asume mal que los insignificantes no les conozcamos, y debió interpretar mi ignorancia como un gesto de chulería. Infundado, aunque me hubiera encantado. 

Pues resulta que semejante matón era el papá de la tierna criaturita que había investigado sobre qué especie de animal sin sentimientos había hecho comentarios desagradables y maleducados a sus rorros, precisamente en aquella situación de desamparo y enfermedad. 

Son esos momentos en que si llego a tener a mano unas lagrimitas artificiales me hubiera instilado a chorro cada ojo para que no me ardieran de lo ojiplaticos que los tenía. La realidad estaba tan desvirtuada que me costaba localizar el desplante, pero cuando ya no me cupo la menor duda, intenté desinflar aquel basilisco explicándole el tono y el contenido de la famosa "reprimenda". 

No agachar la cabeza y reconocer mi error le enervo aún más y las frases finales fueron de lo más encantadoras: 
- Dígame su nombre y apellidos que me voy a encargar de que tenga usted muy difícil trabajar en esta provincia! 

Por aquel entonces empezaba yo a repasar mentalmente las fotos del Hola de la familia real por si acaso se me había ocurrido molestar a algún cuñado importante. Pero como no era capaz de ubicar al menda, me dispuse a zanjar el rapapolvo ahora ya sí con un punto de chulería. Ya que me defenestraban, al menos por mi parte que fuera con estilo. 

- Lo que hice y en la forma que lo hice lo volvería a hacer en las mismas circunstancias. Puede usted pedir la hoja de reclamaciones a las administrativas antes de irse. Buenos días. 

Se levantaron y se marcharon envueltos en aires de ofensas y con la mala educación de dejar la puerta abierta. 

Fui a buscar a mi amigo, que pasaba consulta un piso por encima mío. Cuando le conté el sucedido, sonreía pícaramente y me confesó: 

- Te he vendido, amigo. Era el concejal de Urbanismo y como me estoy haciendo la casa en el casco, no he querido meterme no sea que me pare las obras. 

Nos descojonamos durante un buen rato porque entre nosotros no cabían los malos rollos, ni en su corazón la más mínima maldad hacia mi. El era así. 

Yo nunca volví a ver a ese energúmeno. Ni siquiera rellenó la hoja de reclamación, seguro de que tendría otros medios más dañinos de hacérmelo pagar. Pero yo seguí maltrabajando sin noticias de ese Gurb postfranquista ni de su maldición gitana. 

Pero los azares del destino, azarosos son, que diría el disléxico de Joda, y muchos años después, aquel jovenzuelo blandurrio fue encumbrado por la meritocracia de su partido a un cargo en mis servicio de salud, desde el cual sistemáticamente cumplió su venganza, claro que sin comerlo ni beberlo, la extendió atómicamente como un Hiroshima  sanitario. 

Lidiar con politicastros es un mal necesario para los médicos de cabecera. Sobre todo para los médicos rurales, las relaciones a veces se estrechan y en las distancias cortas todos olemos, unos mejor y otros peor. Eliminar la dependencia de las autoridades locales fue en muchas ocasiones un avance, pues la auténtica Medicina sólo se puede y se debe hacer desde la total autonomía.

Luego somos humanos, tenemos nuestras filias y nuestras fobias, pero la inmensa mayoría de nosotros tenemos la gallardía de reconocerlo, y, olvidando siglas y colores, al fin los humanos devienen a su condición de tales y allí deben encontrar a su médico de cabecera.

Por otro lado, se discute mucho sobre la rigidez contractual de nuestro sistema sanitario, presuponiéndola un problema, y tal vez lo sea. Pero sustituirla por contratos de mierda que te impiden llevar la cabeza alta (por el cansancio y la necesidad perpetua de estar mirando la cuenta corriente) no debe ser el camino. La estabilidad laboral es imprescindible, desde luego por múltiples motivos sanitarios, tanto de la población como de los propios trabajadores, y también es necesaria para mandar a freír puñetas a determinados fanfarrones, aunque, a sus ojos, seamos hijos de un dios menor.




(fotograma de la película Hijos de un dios menor, de 1986, con William Hurt y Matlin)

PD: la precariedad es una lacra. Seguiremos informando, aunque nos quede sólo la narrativa

Os adjunto el enlace al Manifiesto en contra de la precariedad laboral sanitaria, un punto de partida de los profesionales implicados en la salud de la población, una postura por encima de intereses políticos, cuyo único fin es hacer visible un problema que, con otros que también se ponen negro sobre blanco en el escrito, ponen en riesgo un sistema hasta el momento vertebrador de la sociedad  y garante de la equidad. Quien lo crea oportuno, puede adherirse al m mismo. Os garantizo que ha nacido de la buena fe.

Gracias a Juan Gérvas y a Joan Carles March por sus aportaciones (y la infinita paciencia de soportarme alguna que otra vez)







domingo, 10 de mayo de 2015

Lo he tenido fácil.

Yo vengo lo que se dice de una familia bien, de orden. De esas en las que el padre mete el voto en el sobre a sus hijos y se van a Misa luego todos juntos después de llevarlos a las urnas. Y no nos los llevaba él porque las leyes sin pies ni cabeza se lo prohibían, algo según él, vergonzoso, que duda cabe.

Tuve una niñez y una adolescencia en mi pequeña ciudad de provincias de faldita de tablas, carpetas forradas con Leonardo di Caprio y mensajitos escritos (sí, en papel, alguna vez fueron así) de los guapitos de la clase. Bueno, y algún besito, sin que entremos en escala de castidades. 

Pero tuve la suerte de que en mi ciudad no se podía estudiar Medicina, así que me fui a la capital con enorme pena de parte de mis padres que hasta me hicieron la matrícula y me encontraron una residencia acorde a mi fachada de señorita provinciana. Y aquello fue el acabose. Descubrí las fiestas, las manifestaciones, las cafeterías de las facultades, y, en fin, la libertad sexual y el derecho, el mío, a disponer de ella. Fue la repera. 

Pero una vez repuesta del huracán de novedades, con un saco de suspensos, y la amenaza de dos hostias bien dadas de parte de un padre que jamás me había puesto una mano encima, saqué la cabeza del culo y me lié a estudiar como una loca. Fue sólo un año perdido, o ganado, ahora que lo veo en perspectiva.   

El caso es que el esfuerzo me puso un título de Licenciada en Medicina en las manos y un lío en la cabeza de impresión, porque en realidad no tenía nada, salvo la certeza de que me tocaba estudiar un cerro para poder decidir mi futuro, ahí es nada, mi futuro. 

Pues mi futuro fue un verano sin ponerme un bikini, blanca como un vampiro, pero con mucho menos glamour, me había dejado la mitad del poco que tenía en las gafotas que tuve que terminar poniéndome cuando se me empezaron a cruzar las líneas (que no los cables)

Y llegó el gran día, y la gran corrección, y la gran elección. Y la decisión poco fundamentada, por ser finos, de ser médica de familia. Y después de una cascada de amigos, de compañeras y compañeros de piso, de amores hospitalarios y primarios (no sensu estricto, sino de localización) me llegó el amor por la medicina de cabecera casi al mismo tiempo que le conocí a él. Debe ser que los amores nunca vienen solos, digo yo. Médico también, aunque de los que se aterran si el paciente tiene fiebre, en vez de mucha tristeza y ganas de llorar. Sí, psiquiatra, qué le vamos a hacer. 


Y de repente aquello dejó de venir y aquello empezó a crecer, y cuando quisimos darnos cuenta estábamos llorando delante de la pantalla del ecógrafo y riéndonos cuando la "R" de nuestro año de gine nos señalaba la cola del enfant tèrrible. 

Lo que pasa es que las risas se fueron trocando en tobillos hinchados y un dolor  de patada en los riñones cuando las horas de pasillo de urgencias se iban acumulando, y en una pesadez de Caballé al intentar salir del coche de urgencias del centro de salud. Y él atendiendo depresivos primaverales en sus guardias no ayudaba precisamente. Pero en fin. 

Luego para casa durante seis meses donde el fonendo acumulaba polvo y la bata olor a naftalina. Y a mi se me olvidaba lo mucho que me gustaba y lo que había peleado por ser lo que era (lo poco que era), se me olvidaba cuando el cabroncete me echaba una risita mientras se enganchaba a los pezones, como dice el clásico sucedido médico, "como un adulto". 

Y cuando después de medio año volví a ponerme la bata, me pareció un traje a rayas con un número en la pechera que me separaba de mi niño. Y el fonendo, una bola de acero atada a mi tobillo que me impedía ir a rescatar a mi pequeñín de ese orfanato de brujas maltratadoras que en realidad era sólo una pobre guardería. 

Y que volviera a latir (y no a fibrilar) mi corazón de médica tuvo que ser a base de descargas de 360 julios que me dió el  bueno y paciente de mi tutor. Pero las guardias me seguían doliendo porque la separación de mi niño se unía a un desapego por la Medicina transversal que me habían imbuido y no era ya capaz de escupir. 

Y cuando el resto de mis colegas eran paridos en primavera a las bolsas de trabajo, y a las urgencias hospitalarias y de las otras (las de las Casas de Socorro echanicianas), yo aún tenía por delante seis meses de sueldo fijo que ocultaban al menos un par de años más que mis ex-compañeros de adherencia a la precariedad. No sé si he contado entre medias las horas de guardias con las tetas a reventar y las lágrimas a flor de piel por tener que abandonarle con mi suegra, hay que ver el instinto maternal las pasadas que nos juega. Por no hablar de las mañanas salientes de guardia que le robaba al sueño para pasear por el parque y no sentirme mala madre y perra dejándole en la guardería estando yo en casa (aunque mirara de reojo y con deseo el sillón del salón). O de las noches en vela de apiretales y ronquidos del froidiano de los cojones que luego se despertaba tan cariñoso y encantador como era, cada vez mejor psiquiatra, y yo cada vez más vieja, más cansada y peor médica.

Se transformó en un pis-pas en adjunto, aunque su contrato se firmaba cada tres meses. Qué faena, me dijo, al tiempo que me insinuaba que por fin podríamos ir a por la niña. Podríamos adoptar mejor una de 20 años y que supiera planchar, que me hacía más apaño, le contesté, y me hizo un psicoanálisis a vuela pluma al que sólo le faltó el acento argentino para que le hubiera reventado la virilidad de una buena patada.

Y cuando por navidades me escupieron por fín al frío del mercado laboral (que estaba helado hacía ya muchos años) eché en la bolsita del carrito del niño el cúmulo de promesas que me hicieron mis antiguos jefes, y cayeron encima del ansia que tenía por ser médica de cabecera, todo bien en el fodo. Luego puse encima los pañales y me fui a casa a hacer la comida, aunque ese día me ahorré la sal por motivos obvios para cualquiera que tenga algo de romanticismo en su alma.

Así que allí estaba, madre feliz, eso es cierto, amantísima esposa (también, en serio, el psiquiatra me hartaba de vez en cuando pero tenía su punto), y médica de cabecera ya vocacional, pero en paro.Y como aquello no debía durar, para no hacer un feo a tantísimo político preocupado porque cotizáramos, acepté lo primero o segundo que me ofrecieron, porque aunque no quería abandonar mi meta de vivir mi propia consulta, se me empezaban a olvidar los principios activos y hasta los pasivos, así que me vi de adjunta de urgencias rellena huecos en época de gripes para que no me coma la prensa (gerente dixit). No me gustaba pero al menos sanaba, a veces, trataba de humanizar siempre que podía y hasta de racionalizar si me dejaban. Incluso me atrevía con una pizca de docencia, aunque si abusar, que no me veía aún yo quién. Luego vino el despido por e-mail, que para finos y tecnológicos, nosotros, que se note que somos potencia mundial, y llegar a casa acordándome del padre que los engendró a todos y de las teas de la Bastilla, y, tras el sosiego, las consultas de un día coche para arriba, coche para abajo, y hasta las de media jornada, que aunque me costaban dinero, al menos me servían para acumular tiempo trabajado.

Mi querido esposo seguía firmando contratos cada 3 meses, porque la lista de espera se desbordaría si les echaban, me decía, y eso, antes de elecciones es terrible. Y yo seguía acumulando mala leche que fermentaba con el deseo de volver a ser madre justo cuando empezaban a encontrar algo menos esclavo mis compañeros de promoción, primero los hombres y luego las sin hijos, menos exigentes a la hora de optar por una horario infame. Y cuando alguien me decía aquello de "menos mal que a tu marido no le falta", entonces tenía que venir a detener mi brazo Hipócrates y toda la comisión deontológica de la OMC para que no le rebanara el cuello con la cureta de extirpar moluscos, y aun les costaba.

Sí, soy una mujer, soy una médico, soy una madre, soy una trabajadora precaria. Lo he tenido fácil.



Sobre la precariedad laboral de los sanitarios, especialmente en Atención Primaria y en Salud Pública, las dos hermanas tontas de la Sanidad en nuestro país, y más concretamente en las más perjudicadas, como en tantos otros terrenos, las mujeres, hay dos textos básicos enredados en las redes más recientes, el de Juan Irigoyen en sus tránsitos intrusos, y el de Sergio Minué, en su Gerente de Mediado.  Fue este último, y su demoledor título, Se nos ha ido de las manos, el removedor de conciencia que algunos necesitábamos para despertar de nuestro letargo vergonzante y adquirir compromisos que nos tocan de cerca. No sé ustedes, pero yo necesito dormir con la conciencia tranquila. Ya lo decían los miles de compañeros marchando por las calles de Madrid: "sí se puede"














lunes, 4 de mayo de 2015

Existir es apostar a no perder?

Que vinieran los dos juntos a la consulta era un hecho excepcional. Por eso me sorprendió verles entrar esa tarde de primavera precoz repleta de pólenes y estornudos. Yo acababa de poner en marcha mi gran proyecto de musicoterapia,  consistente en ponerme en el ordenador una lista inacabable de música relajante a un nivel apenas audible, pero que creía ingenuamente contribuía a amansar a las fieras interiores, exteriores y hasta las mediopensionistas. Estaba en un momento realmente malo de mi vida profesional, atascado en un turno de tarde que me consumía el amor por la medicina de cabecera al mismo ritmo que crecía mi primer hijo, y cagándome cada noche al terminar en la madre que parió al que inventó la conciliación familiar sin tatuaresela a fuego en las nalgas a algunos políticos y gestores.

Pero eso es otra historia. Volvamos a la tarde trufada de moqueo líquido y canciones de Kenny G, y a aquella pareja de cincuentones que se sentaban delante de mi mesa. El traía una mirada entre asesina y ausente por encima de su bigote de comunista de preguerras que presagiaba rayos y truenos. Ella le lanzaba miradas como saques de McEnroe cabreado, que a mi me iban preparando para lo peor. En realidad me hacia una idea de sobre qué versaría tamaña consulta, y ojeé preocupado la lista, temblando por lo que aún me quedaba fuera y deseando, sí, lo reconozco, que el grueso fueran mecánicas y salvadoras recetas (qué futuro tan disparatado me parecía entonces la existencia de recetas electrónicas)

Ella había venido un par de veces a la consulta preparando el terreno. Me di cuenta por sus miradas, sus gestos, o sus silencios, que valoraba la sensibilidad que podría yo desplegar, que validaba mi empatía antes de lanzarse en paracaídas. Sí, yo llevaba unos años en el pueblo y me había labrado fama de buen escuchante, empujado por mi aversión al pastilleo, era la única opción que se me ocurría en un maremagnum de desarreglos sociales, económicos, laborales. Y eso que aún no nos mordía la crisis económica, pero pellizcaban la soledad, la incultura y el desapego, y como las cuarenta en el tute, no joden pero atormentan. En fin que ella me probó como si fuera un echador del tarot de tele cutre de madrugada, y debió gustarle la experiencia, porque allí estaba al lado de su marido, esperando a que la diera pie con alguna de mis frases de médico bien educado.

Yo volví a ojear la lista de Schindler, que volvió a parecerme eterna, y, acorralado, solté el ocurrentísimo: bueno, pues vosotros me diréis, que me quedó como el culo. Aquello desató la torrentera. Al principio, tibias acusaciones de falta de entendimiento respondidas con meneos morsianos del bigotón, y despacio pero sin pausa, frases cada vez más hirientes que el silencio y los vaivenes del mostacho inflamaban como si Homer Simpson encendiera una barbacoa. Yo dejaba hacer, aunque subía iluso unos puntos el volumen de la música, pero aquel acorralamiento empezaba a semejarse a la caza de la foca por apaleamiento (la imagen me ha venido sin querer, qué le vamos a hacer) así que me pareció oportuno meter una pequeña cuñita.

- ¿Y tu qué tienes qué decir?- Tardó un tanto en hablar, porque aún le cayeron dos o tres interjecciones del tipo de ¡eso! ¡habla! ¡a ver que milonga cuentas ahora! que tampoco es que ayudaran  demasiado a la armonía, pero finalmente aquella boca invisible soltó su ración de olvidos, desaires y cuitas que habían acumulado polvo y rabia durante años.

Recuerdo el relato con el que pretendía ilustrar, y vaya si lo hizo, su queja sobre el abandono sexual en que vivía hacia siglos. - Doctor, ¿sabe lo que me dice si le digo que se venga a la cama a hacer el amor? Veté yendo tu y te la vas cascando que yo estoy viendo este programa de la tele. Cuando termine ya si eso voy. 

Supongo que la historia os estará dando una idea del miura que me tocaba lidiar aquella tarde. Para entonces, ya tenía claro que ni toda la música de la sección chillout de El Corte Inglés , vamos, ni unas camas balinesas en una playa de Ibiza me iban a valer para nada. Así que, primero me maldije por no ser el típico médico amargado al que no le darían ni los buenos días, y después, arremangandome el alma, me dispuse a sacar el arsenal de buen rollo que tenía hace diez años (algo quedará aún por ahí, tranquilos).


- ¿Cuánto tiempo hace que no habláis el uno con el otro de algo que no sea vuestros hijos? - Se miraron  (como diría Sabina) como dos desconocidos, abrumados por la respuesta que no me dieron. - Siento decirnos que sois unos perfectos extraños el uno para el otro. Ya no sois capaces de reconocer a ese morenazo ni a ese pibón que os enamoraron. Sólo tenéis dos opciones: o volvéis a salir juntos, o tal día hizo un año. 

Y me quedé tan pancho oyendo un bolero que lloraba en aquel momento desde los altavoces de mi ordenador.


Al médico de cabecera le manchan las babas que nos chorrean en las almohadas mientras dormimos. El médico de cabecera no siempre encuentra el diagnóstico en el CIE-9, porque la vida suele venir más emborronada que como escriben Harrison y sus chicos. Pero el médico de cabecera a veces se mancha los pantalones de lodo, no puede evitarlo. Nos decimos una y otra vez que no debemos implicarnos, que somos médicos, no terapeutas, sexólogos, confesores, camareros de puticlub, peluqueros, porteras, y hasta fontaneros. Pero a veces, tantas, lo somos.


Hoy sólo quería reflexionar sobre la dificultad de permanecer al margen cuando los años se acumulan en medio de un grupo de gente que ríe, sufre, goza, muere, folla, miente, traiciona y ama. Así que hoy, hay pocas referencias bibliográficas, si acaso, esta reciente que liga el divorcio al incremento del riesgo de infarto, sobre todo en mujeres, vaya por Dios con las jodidas discriminaciones. Y encima, ni siquiera se arregla con volverse a casar. Aunque, ya se sabe, aquello tan manido de "para lavar calzoncillos a otro"

En realidad, me apetecía contar una historia de desamor. ¡Quien puede resistirse!

El título de la entrada es de la excelente canción del maestro, don Luis Eduardo Aute.  Aquí os la dejo interpretada por ese otro genio que es Pablo Milanés, en el disco homenaje que le dedicaron hace años  y que por motivos personales ha sido clave en mi vida.