lunes, 27 de junio de 2016

El día después

El médico se despierta sin hacer ruido. Sus hijos acababan de debutar como vacacionales y su mujer, rendida a medias jornadas por cuidado de criaturas, tendrá que apechugar con los cuatros pequeños salvajes, que empiezan a dar rienda suelta a las energías propias de los primeros calores. Y cualquier minuto arañado al sueño se convierte en oro puro. 

Así que toma una ducha breve minimizando los ruidos propios y ajenos y baja con los zapatos en la mano las escaleras hasta la cocina. La Nespresso monta un jolgorio del carajo, pero queda amortiguado por las puertas y las distancias. Se sienta en una silla para beberse el café despacio, acordándose de la OMS mientras se quema los labios. Las costumbres son difíciles de cambiar desde Ginebra. 

Al abrir la puerta del garaje agradece el fresco de un sol todavía soñoliento. Ya llegará su hora, piensa al mirar el cielo raso, de un azul todavía trémulo. Luego afronta la carretera como todas las mañanas, con las radio escupiendo análisis y respondiendo a sus propias preguntas, pasando de una emisora a otra siguiendo sus propias sistemáticas. Costumbres otra vez, animales de costumbres. 

Hay segadoras cosechando el trigo, levantando polvo. Si hace aire, el polvo llegará a los pueblos y los alérgicos tendrán que seguir con sus mocos, sus pastillas y sus Ventolines, piensa. Como cada día, se asombra de lo cerca que parece la sierra, de lo diáfana que se muestra la llanura, que permite ver recortadas las montañas que delimitan el horizonte a más de ciento cincuenta kilómetros. 

El coche enorme va tragándose la carretera como si fuera autónomo. Las rutinas han reducido la conducción a un acto casi subconsciente. Pasa por el primero de sus pueblos. En la radio oye al candidato más votado soltar sus agradecimientos a unos y otras. Piensa que tendrá que buscar un hueco para ir a ver a ese paciente que acaban de dar de alta después de su último infarto. Y a la anciana tan preocupada por tener en la pierna lo mismo de lo que murió su marido, y que tiene intensos dolores cuando la noche se alarga hasta el infinito, en esas horas de vigilia en la que esperas aterrada que se te presente la parca 

Más cosechadoras. El trigo está alto y dorado. Ve a uno de sus pacientes agachado en su huerta. Saluda con la mano a otro que camina por el arcén aprovechando los frescos robados al secarral y al verano. Sabe que tendrá que parar cada seiscientos o setecientos metros porque el dolor de las pantorrillas le muerde como un perrillo inquieto. Agita la garrota para devolverle el saludo y el médico sonríe al mismo tiempo que otro de los candidatos promete cumplir con sus responsabilidades con la ciudadanía. Otro cambio de sintonía. 

Llegando al otro pueblo distingue el edificio de la residencia de ancianos. Sus pensamientos se van hacia la anciana que está agotando su vida. La semana pasada fue todos los días a verla. Poco a poco la conciencia iba abandonando los ojos que, cada vez, abría con más dificultad. Es difícil abandonar la vida a veces, pero allí todo el mundo ha asumido el pacto por preservar su dignidad, y los cuidados son delicados y exquisitos. El médico sabía que el fin de semana sería largo y lento. Un analista experto plantea sus hipótesis, otro le corrige y otro más expone que las suyas son mucho más fundadas. En el siguiente dial, otro candidato reconoce que podría haberle ido mejor pero encuentra motivos para estar satisfecho. El médico aún no sabe si la vida se detuvo en la residencia o no. 

Por fin llega al centro de salud. Hay un compañero esperando marcharse después de una dia agotador. Digamos que su cara no está para anuncios de cosmética. Saluda a las administrativas y pasa a la cocina a servirse otro café. La encargada de la limpieza es como una madre, le pregunta por los niños y le hace un comentario sobre los resultados, que el médico responde con un encogimiento de hombros, una sonrisa y un sorbo de café, otra vez demasiado caliente. Después se sienta frente a un ordenador y busca las listas de pacientes de la mañana. Reconoce a todos los nombres, incluso los tres o cuatro veraneantes de cada temporada. 

La vida sigue. Y el médico sigue a la vida. 

La imagen pertenece a la película Un doctor en la campiña que por fin pude ir a ver este fin de semana. Una película que refleja de forma acertada la medicina rural. 


lunes, 20 de junio de 2016

Respeto y cariño

Hacía años que no recordaba una primavera lluviosa, especialmente en este secarral en el que me desenvuelvo. Campos de trigo que amarillean, olivos y vides, y perdices cruzando torponas los caminos con sus perdigones detrás. No niego que a veces siento cierta envidia de los compañeros que van a los domicilios cobijados bajo la sombra de los pinos en  la sierra, o los que ven el mar asomándose por la ventana de sus consultas. Pero no me quejo.

Recibí la llamada un lunes a primera hora. El alivio en su voz era palpable, ese alivio tan reconfortante que percibes, basado en la confianza, y que guardas como un tesoro. Fue un resumen de la situación algo caótico, enturbiado por las horas de insomnio pasadas en vela y seguramente por las lágrimas premonitorias.

No quise demorarlo demasiado y encontré la fórmula de acudir enseguida. Tuve que coger el camino largo, porque el más corto atraviesa un arroyo que se revoluciona con las lluvias, y que remata en una cuesta empinada que se convierte en un lodazal sólo apto para tractores e Indianas Jones. El camino largo es más amable, tiene un breve puentecillo que soporta bien las bravuras del riachuelo y aunque parece que se recuperara de un bombardeo de los de la guerra, queda todo en un molesto traqueteo y dos kilos de mierda en la carrocería del coche.

Aprovecho las obligadas lentitudes para bajar la ventanilla y sacar la cabeza. Huele a gloria y tierra húmeda, hay amapolas blancas en las cunetas y el verde se ha tragado al sempiterno amarillo. Se pone uno algo bucólico, pero es lo que tiene ser médico de pueblo. Los de ciudad que se canten una de Sabina.

Me reciben los tres perrazos con los ladridos de rigor, y casi haciéndome caer mientras intento avanzar hacia la puerta,  entre los golpes de sus rabos contra mis canillas. Me espera su hija sin ánimo para componer una sonrisa que disimule la angustia que le genera la situación. Escucho su relato, interrumpiéndola sólo con dos o tres preguntas con las que intento centrarme y poner en marcha los automatismos en los que todos nos encontramos tan seguros.

La habitación es tan cálida como siempre, las sábanas siguen reluciendo con esa invitación a la caricia y ella descansa en una aparente fragilidad que tiene toques augustos, reflejos plateados en el pelo solo ligeramente desordenado, un sueño que me da miedo interrumpir. Le pongo suavemente la mano en un hombro de cristal, porque su hija ha levantado la persiana y el sol mañanero se ha hecho cargo de las labores de despertar que no conseguíamos nosotros con nuestros saludos a pleno pulmón queriendo vencer la fastidiosa sordera.

Al fin se gira y al reconocerme me sonríe con esa sonrisa centenaria que me encanta en el sentido literal de la palabra, porque me emboba y me deja cara de idiota. Me da la mano mientras la saludo acercándome al oído porque los gritos me incomodan en medio de todo aquel remanso de tranquilidad. Percibo el cansancio en sus ojos claros, un agotamiento profundo rendido al tiempo y a la naturaleza. Me despido de ella después de los trajines habituales con la promesa de volver en cuarenta y ocho horas, y me devuelve una mirada inteligente que está repleta de contratos no escritos entre nosotros, una mirada  de respeto y de cariño.

Ya en la puerta, con los perros de nuevo machacándome las piernas, dejo algunas medidas escritas en un folio con letras enormes de amanuense, mientras elaboramos entre su hija y yo un discurso repleto de tristeza y de inevitabilidades. Tener una vida larga y plena, no hace menos angustiosa la partida para quienes te rodean, y las horas en la noche tienen ciento ochenta minutos, la respiración parece pausarse y todo queda en suspenso, colgado del miedo y de la soledad. Dejo mi número de teléfono:

- Llamadme si lo necesitais.

Fueron varios días, un par de semanas. El coche fue acumulando barro mientras el amarillo se merendaba el verde como lo hacen los abusones, seguros de su victoria. El campo seguía oliendo a gloria y a primavera y los perros invariablemente me ladraban y fustigaban. La conciencia se fue despegando despacio del esqueleto regio y los ojos apenas se entreabrían, ya sin brillo. Las palabras se comprimían al mismo ritmo que se expandía el cariño que sumaban nietos y familiares. Yo llegaba a casa triste. La muerte no tiene prisa, es de una implacable tranqulidad.

Una madrugada de sábado me sobresaltó el teléfono. Me habían llamado sólo en una ocasión anterior, una tarde. Dos llamadas en quince días. Fue una conversación breve, un par de instrucciones sencillas con más de faro en una costa tormentosa que de otra cosa. Aún hubo tiempo para otra visita un par de dias después. La lucha terminaba.

- Si ocurre esta tarde. o esta noche, avisadme y vendré a primera hora a firmaros los papeles que sean necesarios. 

 Hay contratos con nuestros pacientes que debemos cumplir inevitablemente. Respeto y cariño. Y dignidad. Ella era mi paciente más anciana, seguramente yo fui su médico más joven. Espero, sé, que estará descansando en paz.




lunes, 13 de junio de 2016

El calor del fracaso

Hacia un calor terrible en el funeral. Y era extraño porque mi imaginario particular ha asociado siempre los funerales con el frío y la lluvia. Y yo sudaba allí de pie, en la parte de atrás de la capilla del tanatorio, con el ataúd presidiendo la reunión entre coronas de flores y llantos en los primeros bancos.

Nos habíamos conocido mil años antes. Eran mis tiempos de novato, de devora kilómetros por la estepa. Cubría una guardia en un Centro de Salud. Llegaba con mi bolsón de emergencia, el que echaba al maletero en un santiamén en cuanto me avisaban los de personal. Una muda, como decía mi abuela, cepillo de dientes, una toalla, pijamia y zuecos y algo de comida preparada. Eran otros tiempos y nunca sabías lo que te ibas a encontrar, así que la breve experiencia te iba concediendo alguna posibilidad de supervivencia. 

Aquel era un Centro de Salud bastante antiguo, construido en medio de un pueblo que había vivido una expansión algo improvisada al calor de una industria que más que caída del cielo había salido de las entrañas de su tierra. Arcilla y ladrillo. 

Me habían llamado casi a las tres del viernes y yo no rechazaba nada, porque entonces, si te ponías señoritingo, no volvían a llamarte y éramos un centenar buscando hacernos un hueco a codazos. Llegué pronto porque no sabía lo que me iba a encontrar, o dónde. Eran tiempos de guía Campsa, no de GPS. Siempre me daba un poco de corte presentarme, me hacia sentirme pequeño e insignificante. Cosas de las inseguridades. 

Llevábamos un rato tomando café con leche en vasos de cristal Duralex dos enfermeras y yo, echando las primeras risas preparatorias, cuando llegó el. Podría haber sido el padre de cualquiera de nosotros tres. Se disculpó por el retraso mientras me daba la mano, presentándose. Saludó despreocupadamente a las enfermeras, que desde que le habían visto aparecer no habían dejado de lanzarse miradas cargadas como los dados en Las Vegas, que cuando yo interceptaba me provocaban sudores fríos. 

Me llamó desde el primer momento chaval, y me hizo un breve interrogatorio más cortés que interesado que contesté como pude aún a sabiendas de su inutilidad, mientras se repantingaba en un sillón. Tenía ojeras y el pelo algo alborotado, pero gestionaba un aire decadente que la verdad, le sentaba fenomenal. Era, sin duda, un auténtico encantador de serpientes. 

El timbre dio poca tregua aquella mañana veraniega y, sin embargo, la charla iba lentamente afianzando una sintonía rollo maestro-pequeño saltamontes que me fascinaba. Parecía saber mucho de muchas cosas, y esa cualidad, para un pardillo como yo, tenía cualidades irresistiblemente atrayentes. Era hábil con las suturas y en las dos o tres que nos rondaron, pululé a su alrededor como en los viejos tiempos estudiantiles, y hasta me enseñó un par de trucos de perro viejo. Luego, el calor asfixiante nos dio la tregua que esperábamos para sacar nuestros ajuares y prepararnos el condumio, mientras él se disculpaba por no haber tenido tiempo para preparar nada y me dejaba anotado el teléfono del bar de la plaza donde le conocían y comería un buen menú casero. Le dejé marchar pidiéndole que se tomara las cosas tranquilamente, mientras se hacía un silencio opresivo entre las enfermeras que no supe interpretar. 


-"No le conocías, ¿verdad?"- Ante mí negativa con la boca llena de bocadillo de atún en aceite, me dejó el último recadito. - "Pues igual tarda un poco en volver, pero tranquilo, que al final vuelve"

A partir de ahí se envolvieron en un silencio misterioso que duró lo que duró la tregua del calor. El sopor se lo llevaron por delante un par de sustos y un sinfín de trivialidades de esas de las que renegamos con los años, pero que nos daban tanta tranquilidad en nuestras mocedades. Yo ojeaba el reloj de tanto en tanto, y miraba preocupado a las enfermeras que me devolvían gestos de "te lo dije" en todas sus posibles versiones mímicas. A las ocho o las  nueve apareció por fin, con la bata sobre el pijama y un vaso de tubo en la mano con unos restos de aguachirri y hielos tintineando. Se disculpó con la voz pastosa y me aseguró que él se encargaría de la guardia en las próximas horas. Pero se desplomó en el sofá como si la bata fuera de plomo, dejó el vaso sobre la mesa y en segundos roncaba plácidamente. 


Mi cara de desolación debió, por fin, provocar algo de pena en las dos enfermeras, que compadecidas, me pusieron al día de los antecedentes del pobre despojo que dormía en el estar: me contaron cómo le habían despedido del hospital en que llevaba tantos años trabajando como cirujano porque no tenía título, cómo el despido le había costado su matrimonio, cómo su mujer y sus hijas vivían ahora con un antiguo compañero, mientras él cada vez se perdía más en la bebida. Me contaron que ya llevaba varios años trabajando en lo que le querían ofrecer, en cualquier sitio y a cualquier hora, en el único sitio donde, entonces, los requisitos eran mínimos y menos aún las preguntas. Era un buen tipo, pero estaba más que condenado. 


Casi de madrugada apareció en la sala de urgencias. Despeinado pero con el encanto recuperado, volvió a disculparse aduciendo jornadas maratonianas salvando el culo a la gente de personal tapando huecos sin apenas descanso. Nos sentamos en el estar, solos. Las enfermeras habían decidido aprovechar una breve tregua. A mí, los nervios apenas me dejaban conciliar el sueño. Rebuscó en el congelador y encontró unos hielos. Sacó dos vasos y preparó dos copas con una botella de whisky que llevaba en su bolsa. Me puso una en la mano, aunque yo la había rechazado insistentemente. 


Luego charlamos horas, sobre las copas que le quitaban el temblor de las manos antes de entrar al quirófano, las que tomaban sus compañeros durante las guardias, y no iba a ser menos, las que después de un día duro le anestesiaban los dolores que había dejado la Medicina y, más tarde, los que le había ido dejando la vida. 

- "Hay veces que a la vida le da por torcerse, y esa mierda no hay quien la enderezca". 


Nuestros caminos se separaron y no volvimos a coincidir en una guardia, aunque seguí oyendo hablar de él en alguno de los sitios a los que iba. Entendía los comentarios y me parecían lógicos y racionales, pero no podía dejar de pensar en esa vida abocada al desastre sin una mano capaz de ayudarle. Y en todo eso pensaba en esa calurosa tarde de entierro, en que alguien que no conocía lloraba amargamente frente a su ataúd, quién sabe si con la misma sensación de fracaso que andaba yo sudando. 


La imagen es de Nicolas Cage probablemente en su mejor (quizás única salvable) película: Leaving Las Vegas. 









lunes, 6 de junio de 2016

El novato

Ahora que se reabren debates, ahora que se reflexiona a mano alzada desde potentes tribunas que dejan tus vergüenzas al aire, ahora que se cuestionan modelos con la misma ferocidad que se defienden, embarrándonos en trincheras, en las que nos hemos sentido tan cómodos desde Viriato, no puedo evitar repasar algunos recuerdos de abuelo cebolleta, recuerdos seguramente endulzados, como si los hubiera recubierto de una bonita capa de fondant ocultando miserias que ya no escuecen o ya no importan.

Terminé la carrera con un título precioso bajo el brazo con el autógrafo del rey, en plan rock star, y una foto con la beca amarilla que mi madre adoraba y yo aborrecía con el mismo nivel de intensidad. Eran tiempos de cambio de modelo, tiempos de bolsas históricas de médicos en paro recorriendo las carreteras secundarias y tratando de mantenerse en sus servicios hospitalarios utilizando los codos ante la imparable avalancha de los engolados mires. Eran tiempos donde lo moderno devoraba a lo antiguo escupiéndolo después con asco, pues su sola presencia contaminaba y avergonzaba a una sociedad que quería estar a la última, significase aquello lo que significase, y se llevase por delante lo que se llevase. 

Tiempos peligrosos. Me pusieron en el mercado con una vergonzosa dosis de audacia y tiempo por delante, el que me concedían deudas militares pendientes de saldar para poder enfrentarme por fin al futuro. Así que me eché a la carretera, rebuscando en las oportunidades de fin de temporada un pequeño resquicio por donde meter el pie antes de que se cerrara la puerta. 

Era un pueblo grande, de los abandonados en medio de la estepa, seis u ocho mil habitantes, dos o tres pueblitos satélites a su alrededor, que le aportaban aceitunas a sus cooperativas de aceite y uvas a las de vino. La mancha manchega. Los tiempos modernos se esforzaban por rematar las obras del Centro de Salud, construido en el camino del desarrollo, en medio de calles urbanizadas delimitando parcelas áridas de matorrales resecos por donde llegaría a no tardar la esencia de la modernidad en forma de adosados y monovolúmenes. 

Y los tiempos pasados se esforzaban en igual medida en torcer el hocico cuando se les nombraba la bicha, en refunfuñar mascullando algún que otro juramento mientras se apuraba la copa de coñac en el casino o se cantaban las cuarenta en bastos. Y aún sabiendo perdida de antemano la partida, sonreían mientras seguían yendo a ver a sus médicos en las consultas encima del hogar del jubilado, y pagaban religiosamente las igualas a don Félix y doña Pilar, el matrimonio de médicos del pueblo de toda la vida. 

Pues allí llegué con mi cara imberbe y más miedo que vergüenza en el maletín de cuero que me habían regalado mis padres al terminar, que ya le hubiera parecido vintage a la doctora Quinn. Apenas cabía algo más que el miedo, el fonendo, un bolígrafo y un sello de caucho con el número de colegiado que me había apresurado a encargar en una papelería de las de toda la vida. Había un ajetreo de mil demonios en las consultas, gente atropellandose en la sala de espera común, y el ruido de cristales y conversaciones del bar del hogar sobre el que se sostenía todo el invento. No consigo recordar haber hecho otra cosa que rellenar montañas y montañas de recetas. Supongo que haría alguna cosa más, pero, como he dicho, los recuerdos recubiertos de fondant son más benévolos, y no me dejan ver más allá de jarabes, Frenadoles y Clamoxyles. Mejor así. 

Pero sí recuerdo bien aquella primera guardia. Un compañero, otro sustituto más bregado en las cloacas de la Medicina, apiadándose de mi cara de miedo me enseñó una cama mueble que había en una de las consultas. En toda la planta donde estábamos había un único teléfono, un primo hermano del construido por Bell, que reposaba sobre un pupitre de escuela en la otra punta del local. Yo miraba la cama imaginándome una noche de insomnio sentado junto al teléfono y viendo las condiciones mazmórricas del lecho, tampoco me importaba demasiado. 

La tarde resultó más o menos amena, pasada casi toda entre cafés en el bar de los viejos, junto al enfermero del pueblo, que vivía dos calles más abajo. Tardé un par de horas en enterarme de que era mi pareja de guardia. Recuerdo vagamente muy pocas visitas, apenas cuatro o cinco, algo que veinte años después me parece un error de mi memoria. El bar se cerró con horarios europeos, los madrugones en el campo no respetan la edad de jubilación. Mi compañero de guardia se despidió de mí con una palmada en la espalda y apuntándome su número de teléfono por si le necesitaba para alguna cosa. Yo lo cogí como si me estuviera dando un rollo de papel higiénico, que era lo que realmente necesitaba. 


Que la noche es silenciosa no puede decirlo nadie que haya intentado dormir en un local enorme encima de un bar. Mi cabeza registraba sonidos a ritmo de murciélago e imaginaba escenas terroríficas para hacer siete entregas completas de Scream. A las dos o tres horas de sillón de médico, hasta una cama mueble en una consulta te parece una cama de suite del Ritz. Escrúpulos entomológicos aparte, los huesos reposan mejor en decúbito supino. El ring del teléfono no tuvo que despertarme. Agradecí salir al fresco de la noche de julio. Encontré la casa malamente, con el viejo truco de hacer esperar a algún familiar en la encrucijada más cercana. Parecían molestos, pero lo atribuí a la extrañeza de ver a tan joven e inexperto (y seguramente despeinado) chavalillo con el maletín de salvaje oeste en la mano. 

Había una mujer mayor en camisón, quejándose en un sillón de orejas. Me miró raro, pero me dejó explorarla mientras contestaba a mis preguntas. No consigo recordar de qué se trataba, pero algo banal, aunque doloroso. Preparé la jeringuilla. No haría ni un mes que había aprendido a poner inyecciones en el trasero, y en mi supina ignorancia, detectaba el alivio que experimentaban las gentes en los pueblos con la parafernalia del pinchazo, así que era uno de mis recursos prínceps. 

Cuando me estaban buscando el socorrido algodón, apareció maletín en ristre, pero maletín de verdad, de los caros con compartimentos y cuero reluciente, el médico del pueblo. Al verme, se disculpó aduciendo que le habían ido a buscar a su casa por la costumbre, pero que, por descontado, él se marchaba por donde había venido. Los familiares de la señora le consultaron los síntomas, mientras ella le lanzaba dos o tres ayes doloridos, pero él, elegantemente, respaldó mi diagnóstico y tratamiento llamándome colega, como en las facultades de Medicina decimonónicas. Luego se despidió disculpándose de nuevo y se marchó por donde había venido. 


No olvidaré nunca aquella noche de miedos. Ni otras similares. Los nuevos tiempos atropellaron a los viejos con los mismos miramientos que a un arbusto rodante en medio de una autopista. Desde entonces hemos peleado en mil batallas. La cuestión es si estaremos perdiendo la guerra. Y entonces, ¿qué será de nosotros?