domingo, 27 de marzo de 2016

No lo vi venir

No reconocí su nombre en la lista. Unos apellidos corrientes que lo único que me decían es que había una paciente nueva esperando, un vistazo rápido a una historia clínica demasiado vacía, con apenas unos ibuprofenos y unos paracetamoles recetados.

La vi en una esquina de la sala de espera, sin hablar con nadie. Levantó la cabeza y me regaló una sonrisa con el poder de transportarme en el tiempo casi veinte años atrás, a épocas donde el agotamiento extremo recibía un chupito extra de oxígeno con una sonrisa igual a aquella. Me hizo un gesto que quería decir inequívocamente, trátame como una más, entraré cuando me corresponda, como no podía ser de otra manera. 

Desde aquellos años duros y felices, nuestros caminos se habían cruzado y separado tantas veces como las huellas en la playa. El azar nos había llevado a convertirnos en vecinos de centros de salud, y nos veíamos ocasionalmente en las reuniones con los jefes y algún que otro curso con ese apellido que recuerda tanto a la basura reutilizable. Y ahora la tenía esperando al otro lado de la puerta. Y yo me sentía nervioso e intranquilo. 

La recibí en la puerta, como a todos los demás. Volvimos a intercambiar esas sonrisas teletransportadoras, y ya con la puerta cerrada, dos besos de amistad sembrada hace años. Se sentó a mi lado y soltó un par de comentarios admirativos sobre la amplitud de la consulta y la sensación de intimidad que ofrece la cercanía de las sillas sin la barrera de la mesa. Casi no tuve que decir nada. Se notaban sus años de entrenamiento en las relaciones humanas, el manejo fluido de las distancias cortas que se desarrolla en la trinchera diaria de la consulta de la medico de cabecera. 

-No quería contar nada a mis compañeros del centro de salud, aunque me llevo muy bien con ellos. Ya sabes que son casi todos de otra generación. He estado dándole muchas vueltas y al final he decidido  ponerme contigo como médico de cabecera. Han pasado muchos años pero estoy segura de que podrás entenderme. 

La sombra de una consulta sagrada estaba instalada sobre nosotros casi desde el minuto uno. Y ella necesitaba pocas palabras y muchas orejas. Así que mis intervenciones se limitaron a dar pie e ir escuchando respetuosamente. 

-Cada vez me cuesta más concentrarme. He cometido un par de errores de novata y pedido perdón sonrojada como una adolescente. Mis pacientes perciben que algo no va bien. Me convierto inconscientemente en una máquina de hacer recetas, en una derivadora incapaz de asumir responsabilidades. Soy un peligro y cuando salgo de la consulta hasta que llego a casa voy sufriendo por haberme convertido en lo que nunca quise ser y se me hace un nudo en la garganta como el que tengo ahora mismo, un nudo amargo que se resuelve cuando siento el sabor salado de las lagrimas que me han empañado las gafas sin que me haya dado cuenta. Agradezco cada uno de los veinte minutos que tardo en llegar a casa porque esas lagrimas me vienen estupendamente, son una válvula de escape que me resulta imprescindible para enfrentarme a lo que me espera.

Los pañuelos de papel empiezan a adquirir protagonismo, al tiempo que parezco convertirme en una enorme oreja escuchante. Casi puedo ver cómo se van desmoronando los muros de aquella mujer acostumbrada a poner parches en las almas y cuerpos de sus pacientes y que se ha vuelto consciente súbitamente de su fragilidad. 

-Lo que más me duele es no haberlo visto venir. Yo, que cada día me enfrento a cincuenta personas que encierran secretos del cuerpo y del alma, que sabes que me dedico a esto con pasión, y no he sido capaz de verlo en mi propia casa. 
Llevo toda la vida a régimen, como mi madre y mis hermanas. Somos rechonchas y con tendencia a ganar peso, y sufrimos porque nos encanta comer, y nos saltamos el régimen con una mezcla de remordimientos y felicidad transgresora. Y así, una y otra vez. Pero somos felices, siempre lo hemos sido. 
Mi niña, la tercera, después de dos mocetones altos como su padre, fue regordeta desde niña. Reconocí en ella enseguida los genes de las mujeres de mi familia y me propuse que fuese feliz, como lo habíamos sido nosotras. Fue mi orgullo, capaz de sacarme una sonrisa con solo mirarla. Estudiosa, cariñosa, la niña perfecta. En casa siempre hemos comido sano, con nuestros pecadillos veniales, nada del otro mundo. Yo seguía con mis operaciones bikinis, mis cremas de adelgazamiento, y mi ropa deportiva desempolvada cada primavera, sin darme cuenta de que mi niña iba creciendo transformándose en una jovencita que se enfadaba cuando no encontraba talla en Zara y que miraba arrobada a las modelos con sus delgadeces extremas enfermizas. 
Día a día con los ojos cerrados a los kilos que iba perdiendo, a sus pómulos afilados, a la ropa de tallas cada vez más pequeña, a no sentarse a la mesa con nosotros. Una ciega que se ha sacado los ojos de sus órbitas voluntariamente porque su cerebro se niega a aceptar el sufrimiento que tantas veces he aliviado en otros. 
Ahora ya no sé si puedo ser médica, no sé siquiera si puedo ser madre. Soy un absoluto fracaso. 

Hubo un tiempo en nuestras vidas en que creímos ser súper héroes, en que pensamos que consolaríamos, aliviaríamos, curaríamos, acompañaríamos, como solo nosotros sabemos hacerlo. Hubo un tiempo en que fuimos orgullosos e inmortales, un tiempo de inconsciencia juvenil. E inevitablemente, llega un tiempo en que somos paridos a nuestra fragilidad, a nuestra futilidad. Y como todos los partos, el dolor nos aturde y nos descoloca. Y, sobre todo, nos escupe de nuevo a nuestra pobre, pero tierna, condición humana. 

Algún día, tal vez dentro de cien años, como ha ocurrido con el tabaco, nuestra sociedad asuma su responsabilidad y el paradigma comercial de la belleza física deje de regir nuestras vidas, y las personas volvamos a ser felices con nuestros cuerpos normales y nuestras tallas comunes y corrientes. Y quizás ese día, lloremos por tantas y tantas personas que quemaron sus vidas en el fuego mentiroso de una sociedad hedonista y cruel. 



La foto corresponde a los vergonzosos maniquíes que exhibe ese paradigma del triunfador en una de sus miles de tiendas. 


lunes, 21 de marzo de 2016

La vida es hermosa

Benita no sabe gestionar el tiempo. ¡Qué cojones! Lo que le pasa a Benita es que se enrolla más que las persianas. Pero como soy su médico de cabecera, la sonrío complaciente y pienso: "¡qué mal gestiona el tiempo, la jodía! Sigue sentada a mi lado sin inmutarse, absolutamente ciega a mi acúmulo de señales, carraspeos, insinuaciones, hasta silencios largos que se convertirian en incómodos para otra persona cualquiera, excepto, por supuesto, para Benita.

Como ya tengo asumido, Benita se levantará y dará por terminada la entrevista en el momento exacto en que le plazca, que, probablemente resulta lo más razonable. Al menos para ella. Igual la transformación en rugido de marabunta de lo que empezó siendo un  run-rún leve en la sala de espera quiera decir que al resto de los esperantes la gestión del tiempo de Benita les parece algo menos razonable. 

Yo no la he oído jamás emitir una disculpa. Ni en la consulta ni al despedirse, mientras recibo en la puerta a su exasperado sucesor. A Benita la opinión de sus convecinos se la trae al pairo. Y se lleva bien con ellos, que conste, son casi cincuenta años viviendo allí, desde que su marido decidió hacer las maletas y largarse de la ciudad, harto de los empleos con que tenían a bien explotarle. "Para que te exploten, mejor el campo, que por lo menos no respiras la mierda de la ciudad". Así que cogió a una Benita mucho más silenciosa que ahora y a sus tres preciosidades y se vino para acá. Antes de diez años había muerto el pobre de un cáncer de pulmón. Menuda ironía: se había quitado el monóxido de carbono y no había podido quitarse nunca el humo del tabaco negro. 

Benita había sacado a las niñas adelante, porque la vida en el campo puede comprimirse como si quedara envasada al vacío, sin soportar el peso de la futilidad que nos asalta a cada paso en las ciudades. Y eso era una inmensa ventaja para alguien como Benita, incapaz de gestionar el tiempo, pero capacitadísima para gestionar las cuatro pesetas que ganaba limpiando casas, con el alquiler de las pocas olivas que había dejado su marido y la pensioncita de habilitada de las clases pasivas. 

Yo, a Benita, la conocí ya con las hijas dispersas por las capitales, cuatro muelles en unas coronarias antiagregadas, un tintazo rubio de peluquería que hacía daño a las pestañas y una verborrea incontrolable. Me traía religiosamente sus tensiones arteriales, el azúcar que se tomaba quince o veinte veces al mes sin ser diabética y una retahíla de viernes de dolores donde se entremezclaban unos escozores retroesternales que ella menospreciaban y yo macroapreciaba. Era su rutina con el anterior médico y lo fue conmigo como heredero de la congestión de consulta que su paso dejaba el día que correspondía. 

Eran visitas, como decía de tiempo impredecible, pero largo, y que sin embargo a mí siempre me parecían tristes, me dejaban un poco cortada la digestión del desayuno, como se suele decir. Cuando reflexionaba sobre ello llegaba a la conclusión que ese poso amargo me lo dejaban frases que soltaba Benita como minas antipersonas. Frases que se quedaban enterradas y que cuando las pisaba más tarde, me reventaban el depósito de la tristeza. Y eran frases de soledad. Siempre de soledad. A pesar de las visitas de las hijas, de las nietas, a pesar de los viajes del INSERSO a Benidorm, donde bailaban pasodobles y congas y se comían cuatro platos en el bufete mientras hacían bromas sobre mi, a pesar  de las novenas y su Misa de domingo, a pesar de sus ciento cinco de azúcar en ayunas y su doce siete de tensión, a pesar de todo eso, ella seguía soltando minas revienta-tristezas cuando menos me lo esperaba. 

Y esta era nuestra relación, básicamente. Hasta que un día, la nefasta gestión del tiempo de Benita no trajo ni una de esas minas, sino una sonrisa permanente como si quisiera enseñarme una dentadura postiza recién estrenada. Era una risa tonta, de adolescente guasapeando un sábado por la tarde. Yo no la quitaba ojo porque la evidencia de su alegría era tal que si no hubiese sido por sus setenta y muchísimos le habría preguntado si es que estaba embarazada. Había conseguido con el paso de los años reducir el sufrimiento de las yemas de sus dedos a dos picotazos al mes, y también había conseguido sosegar las ansias de registro tensional, pero siempre a costa de mucho empeño (mío) y muchas advertencias y miedos (suyos). Pero aquella vez me soltó que no tenía ninguna gana de andar con hojitas apuntando numeritos, que la vida era demasiado breve. Y que mirara muy bien la fecha en la que la iba a citar, porque "tenemos previsto un viaje". 

"Una nueva excursión con la Asociación"- le pregunté. 
"No. Nosotros"- y la sonrisa me dejó ver las treinta piezas marfileñas y dos de oro de las arcadas inferior y superior. 


Seis meses después conocí por fin al responsable de la sonrisa y de la derrota del programa de actividades preventivas, Eugenio, un joven atildado de unos ochenta y pocos, que conservaba cubiertos casi todos los temporales y parietales, raleando solo un poco por el occipital, y disfrutaba de una salud de hierro en toda su anatomía, excepto en las rodillas, que eran su talón de Aquiles particular, y a las que mimaba con rodilleras y Réflex para poder seguir cerrando con Benita las pistas de baile de los hoteles de Torrevieja. 

Ahora los dos tenían un pueblo adoptivo, y repartían sus vidas entre ambos, y el catálogo de excursiones del INSERSO, como repartían sus cariños con sus hijos e hijas, naturales o hijastrados, que tuvieron que rendirse a una felicidad que no admitía réplica. Benita sigue gestionando el tiempo como el culo, qué le vamos a hacer, pero ya casi no me deja preguntarla por esos escozorcillos de rechinar de stents. La última vez que lo hice me miró con media sonrisa, dando por concluida la reunión, y me dijo mientras abría la puerta y la freían a miradas furiosas: "de algo hay que morir, querido doctor, de algo hay que morir". 


Dedicados a todxs aquellxs médicxs que estén pensando en ser médicxs de cabecera y hayan podido pensar, leyendo algunas de mis historias, que este es un trabajo triste y penoso. La vida, queridxs amigxs, siempre tiene capacidad para ser hermosa. Y la Medicina de Familia es la vida misma. 

La música es de Luis Ramiro, un regalo de José Tomás Mateos, un enfermero manchego por tierras de Ecuador, con mil agradecimientos.





lunes, 14 de marzo de 2016

Llamada a las siete treinta

Las siete de la mañana de un domingo de invierno. El timbre del teléfono sale escupido desde la mesilla de noche hasta mis neuronas por caminos que solo él conoce. Los años de automatismos son fieles aliados, y es raro que llegue a oírse el segundo timbrazo. Las noches de los sábados son poco misericordes, ni siquiera con cuerpos que acumulan horas de vuelo como para dar varias vueltas al planeta. A mi compañera le quedan cinco años para la jubilación. Las tres veces anteriores que nos hemos levantado estaba adormilada, le notaba en la cara un cansancio extremo. Le había dicho que no se moviera, que ya la avisaría si hacía falta, pero supongo que la mezcla entre rutinas y deber es más poderosa que la llamada del sueño.

Apenas hemos enlazado un par de horas seguidas entre las sábanas, acostados con los pijamas de presidiarios, ásperos y desagradables al tacto, sin quitarte los calcetines por si las prisas, una auténtica delicia. Recuerdo siempre las noches de residente en la urgencia, descabezando sueños de hora y media a veces en la cama que dejaba libre otra compañera, y sonrío pensando que siempre se puede estar peor. Y mejor, claro. 

Digo "Urgencias" como una muletilla salvadora, aunque me figuro que se parecerá más al gruñido de un grizzlie que a otra cosa. Me contesta una voz de mujer en un tono brusco, hablando atropelladamente. O igual me hablaba despacio y eran las palabras las que se atropellaban en mi cabeza esperando que espabilara la corteza cerebral. Por fin parece funcionar el engranaje adecuado y consigo entender que en la residencia de ancianos del pueblo de al lado ha fallecido una anciana. El cansancio de las veinticuatro horas de guardia y mi condición humana me traicionan, y mi cabeza cae egoístamente sobre la almohada escupiendo pensamientos de inoportunidad, mientras cuelgo el teléfono. 

Me tomo unos momentos para abrir los ojos y reprocharme mi insensibilidad, y me levanto sintiéndome culpable, sin hacer ruido, para dar cuartelillo a mi compañera y que pueda descansar los minutos en que tardo en buscar la historia clínica de la paciente, y ponerme al día de sus antecedentes. Noto el frío madrugador, aún nocturno, que me promete un buen catarro, y compruebo que la anciana apenas llevaba cuatro días en la residencia, recién llegada de la capital, sin más anotaciones ni informes, tan solo una pastilla para la tensión, de las flojas, y la obligatoria píldorita de dormir, y eso sí, noventa y un años a sus costillares. 

No puedo demorarlo más y llamo a la puerta de mi compañera, que sale al cabo de unos minutos balanceando la cabeza y echando humo por las ojeras. Con un pañuelo rojo al cuello y un periódico enrrollado en la mano me hubiera sentido talmente en la cuesta de santo Domingo el siete de julio. Es un broma, porque la pobre no puede con las pestañas, y además se ve obligada a conducir por unos vértigos crónicos que la comen la moral. Y es verdad que hacía un frío del carajo. 

Cuando llegamos a la residencia apenas dejamos fuera de los chaquetones fluorescentes los ojillos llorosos. Entramos saludando a las madrugadoras que han empezado a arremolinarse en las cercanías del comedor y seguimos a la auxiliar por los pasillos, que desprenden un olor amargo a orín y noches de supervivencia. 

A las cinco y media roncaba plácidamente, me va contando la misma persona que me había llamado, y que, efectivamente, tiene una voz bronca y brusca, como sus modales. Dentro de la habitación el olor a orina es aún más intenso. Una de las dos camas está vacía. En la otra, una anciana de cabello plateado parece dormir de lado sobre la almohada. Tiene los ojos cerrados y una medio sonrisa en la boca. Me sorprende que parezca bien peinada, seguramente mejor que yo, que he sido incapaz de componer un aspecto semi decente. Le pido a la auxiliar que me traiga los informes que figuren en su historial, y se marcha diciéndome a grito pelado que apenas la conocía, que llevaba solo unos días allí.

Miro alrededor, por esa vieja costumbre de observador. Me llama la atención sobre la mesilla de noche una pequeña compresa limpia y un transistor, ochentero, con unos auriculares igual de antiguos, de los que terminaban en duras prótesis de plástico. La radio está puesta. Oigo al locutor hablar monocorde, ajeno a las vidas que se han detenido mientras le escuchaban. ¡Qué curiosa es la cotidianidad!

Cuando regresa la auxiliar, ya he comprobado que la vida ha abandonado a aquellos viejos huesos nonagenarios, y parece haberlo hecho dulcemente, como pidiendo perdón, sin querer molestar. No hay nada llamativo en su historial, ninguna pista sobre quién era esa persona. Sólo un teléfono de contacto. Un móvil con un nombre al lado y una palabra entre paréntesis: hija. 

Pregunto sobre el estado en que llegó, sobre sus días en la residencia. Me dicen que estaba perfectamente: ni pañal usaba, fíjese. El poder mear y cagar en la taza del water es el top social de las residencias de ancianos. 

Les pido el teléfono y marco el número. Son las siete y media de la mañana. Suena cinco, seis veces. Responde una voz de mujer con tanto sueño como el que yo tenía media hora antes. 

- Buenos días, soy el médico de guardia del centro de salud C...
- Y eso, ¿dónde está? 
- Es el centro que atiende las urgencias del pueblo donde está la residencia de su madre. 

A partir de ahí la llamada se precipita hacia el llanto y la incredulidad. Yo callo mucho más que hablo, porque a las lágrimas no conviene interrumpirlas. Siento una pena tremenda y la incomodidad de sentirme un extraño absoluto en medio de aquel dolor. No sé qué decir salvo que lo siento, pero son esos momentos en que las palabras, tantas veces aliadas,me dejan con el culo al aire. 

No sé de qué ha fallecido su madre, lo lamento, no puedo darle respuestas. Sí, entiendo que usted hablara con ella anoche y le contara que se encontraba perfectamente, feliz sabiendo que vendrían a verla hoy con los niños. Sobre la mesilla de noche aún tiene su radio encendida. 

Noventa y un años es una vida larga, sin duda. Y seguramente muchos de nosotros firmaríamos un final así. El problema es que no tengo respuestas a las preguntas de su hija, no puedo decirle de qué ha muerto su madre, no puedo rellenar un certificado que diga que había llegado su hora. Se me agolpan en la cabeza abotargada mil interrogantes y me siento incapaz de saber cuál es la decisión correcta. Al final, pienso en una familia que no hace tanto había dejado a su madre lejos de su hogar, y que apenas  unos días después recibe la llamada de un extraño de madrugada diciéndoles que ha muerto. Pienso en las mil preguntas que se harán cuando la pena se atenúe un tanto, las que les traerá la lógica y las que les escupirá tal vez la culpa. 

Decido activar la vía judicial a pesar de los reproches de una médica coordinadora que me echa en cara la edad de la paciente. 

Me voy a casa sin dejar de pensar en esa radio encendida con sus auriculares antiguos, en la sonrisa plácida de la muerte reposando sobre la almohada, y con un amargor de conciencia que no creo que quite el café con churros. 






domingo, 6 de marzo de 2016

Una persona, una mujer... O todas

- Mi madre se llevó el gran disgusto de su vida cuando le dije que estaba pensando en convertirme en médica de familia. Me dijo: ¡hija, pero con lo que tú vales!

- Usted no sabe doctor lo que es estar encerrada en este pueblucho de mierda viendo las mismas caras día tras día. Estoy harta de las pastillas. Todo se me quitaría si pudiera volver a ver mi selva aunque fuera sólo unos días.

- La otra noche estuve en urgencias en el hospital. Me atendió un chico joven alto, tímido. Yo estaba atacada de los nervios, estaba en ropa interior debajo de una sabana áspera, sóla, esperando que alguien se asomara apartando las cortinas, con un dolor de cabeza que pensaba que me iba a estallar. El chico era muy tímido, parecía que no podía con el montón de bolis, libretas y libros que llevaba en los bolsillos de la bata. Le costaba mirarme a la cara. Casi no le oía y al final se me saltaron las lágrimas del dolor. Se puso muy nervioso, se notaba a la legua. 

- No puedo tener este niño, doctor. Ya tenemos tres, la pequeña no llega al año. Apenas tenemos para comer con lo que saca mi marido haciendo chapuzas, sin seguro, sin nada. No puedo pagarme el aborto, no puedo pagar ni los anticonceptivos que me recetó. Ya vio usted mi casa el otro día.

- Necesito empezar más tarde la consulta, tengo que llevar a los niños al cole por la mañana. Mi marido con sus turnos lo tiene casi imposible, y a los niños les gusta que les lleve su madre. No te preocupes, luego me quedo hasta más tarde, te lo prometo.

- No se cómo decirle a mi marido que en casa sólo siento una enorme tristeza. Me gustaría estar a cien mil kilómetros. Prefiero estar en el trabajo, a pesar del asqueroso de mi jefe. No me creerá, no querrá hacer nada para arreglarlo, y casi me alegro, ya no queda nada que arreglar. Pero no tengo valor para decirle nada.

- No sabe lo que es, doctor, que se te muera un  hijo. Fue hace más de carenta años y no paso un día sin recordar su cara. En realidad, cuando más sufro, es cuando tengo que mirar sus fotos porque empiezan a difuminarse los recuerdos. ¡Qué traidora es la memoria, que te juega esas malas pasadas!

- Lo que peor llevo es que sea la supervisora la que me esté amargando, que sea incapaz de ponerse en mi pellejo. Que necesito disponer de mi vida, que tengo derecho. A los políticos les falta tiempo para hacer leyes de conciliación, que son sólo quimeras que quedan bien en los papeles y en las palabrería que te sueltan los sindicatos. ¡Qué lejos queda todo de la realidad! Y no poder quejarte porque eres afortunada de tener un trabajo fijo. Pues me quejo, estoy harta y me quejo. 

- No pienso tomar ni una pastilla más, doctor, estoy más que harta. Sólo quiero que alguien me escuche, que alguien deje de mirarme con desprecio por estar gorda, de culparme por estar enferma. Ya sólo quiero que me dejen en paz. Por favor, no me mande a ningún especialista, sólo he venido a presentarme y a explicarle por qué voy a dejar todos los tratamientos.

- Con esta tripa inmensa tengo que hacer guardias en el hospital, tengo que estar veinticuatro horas pasillo abajo y pasillo arriba, saltando de un paciente a otro, con las piernas hinchadas y meándome a reventar. Pero si dejo de hacer guardias, después me quedará un sueldo de mierda durante los cuatro meses de maternidad. 

- La neuralgia me vuelve a dolor y me tiene loca. Aborrezco las pastillas porque me marean y la lengua se me pone como una zapatilla, reseca y pegajosa. Tengo cincuenta y un años, en mi vida he estado tan gorda, aunque usted siempre me diga que me ve fenomenal, me pesan terriblemente las tetas, y el imbécil de mi marido se cabrea cuando me ve abanicarme y abro la ventana del dormitorio.

- Sólo me quedan tres años para jubilarme. Llevo desde que tenía veintitantos trabajando como una mula, pero me encanta. No creo que haya otra cosa que me haya dado más satisfacciones. Los hijos, los nietos. ¡Cómo no! Pero una matrona tiene miles de hijos y nietos, y miles de hijas asustadas creciéndoles las barrigas que sólo quieren que alguien las sonría para sentirse menos sólas. Y ahora que necesito cuidar a mi marido, la empresa no encuentra la manera de dejarme terminar estos tres años, de dejarlo como siempre había imaginado. Tengo que irme casi como una presa que saliera de la cárcel, de un día para otro, sin nadie esperándola allá afuera.

- Todos me gritan porque se creen que estoy loca, me aturden, no me dejan en paz. Ya sé que madre se va a morir, o se piensan que soy gilipollas. Sólo quiero que se olviden de mi, qué necesidad tienen de estar restregándomelo todo el día por la cara.

- Hace un par de meses estuvimos en el despacho tomando unas cervezas y un aperitivo que se pagó mi co-R porque va a ser padre. Le dejaron entre todos las espalda roja como una cereza. Yo la verdad  no tengo aún ninguna gana de ser madre, ni siquiera se si mi relación seguirá adelante, cada vez me parece más improbable. Pero he visto las caras que pusieron cuando la nueva adjunta dijo que estaba embarazada, y he oído comentarios de refilón. Mientras tanto, hay que echarle horas en el quirófano, en la planta y en la consulta, la que más. A ver cómo les digo que me gustaría tener más tiempo para mis cosas.

- Claro que me acuerdo de lo que hice ayer de cena: una tortilla francesa y me puse una manzana en el microondas. No, no se me olvida nunca apagar el fuego. Pues claro que le echo de menos, no hace ni un mes, pero el tiempo pasa y me apaño bien sola, en mi casa. Mi nieta está estudiando y los bisnietos están de graciosos, usted no sabe, y cómo se crían de hermosos. 

- Mi marido me engañaba con una chica de su trabajo. Estoy destrozada, pero no voy a hacer nada, no con los niños a esta edad. El dice que ha sido una tontería, una inmadurez. No tengo cabeza para concentrarme en lo que me dicen los pacientes, me da miedo meter la pata, y no se qué hacer.

- Doctor, ella nunca quiere venir a verle, pero cuando estamos durmiendo por la noche a veces se le para la respiración. Son unos segundos pero a mi se me detiene hasta el alma. Llevamos viviendo juntas casi veinte años y hasta que no se le retiró la mestruación y empezó a coger algún kilito nunca le había pasado. Pero cuéntaselo tú. Seguro que ahora le dice que como yo fumo toda la habitación huele a humo. Si lo pienso dejar el día de tu cumpleaños, de regalo. 

- El MIR me ha salido fatal, estoy muy decepcionada. Llevo seis años estudiando a mil kilómetros de mi casa y estoy más que harta. Ni siquiera tengo claro si lo que siempre he querido ser sigue siendo lo que quiero o es  sólo la propia inercia de tantos años con la decisión ya tomada. ¡He desubierto que me gusta tánto la medicina de familia!

- Ya he abortado. Todo ha sido muy rápido. Me encuentro bien, sin molestias. Por favor, vuelva a mandarme los anticonceptivos. Sacaremos el dinero de donde sea. No, el no quiere hacerse la vasectomía, le da miedo. Los hombres son unos chiquillos.

- Al final he decidido no abortar. no se cómo saldremos adelante, pero no soportaba la tristeza. No otra vez. 

- Qué pinto yo ya en esta vida, doctor, dando guerra a la familia en esta residencia, haciendo a los pobres venir a verme con lo atareados que están con sus cosas y sus niños. Y haciéndole venir a usted cada dos por tres. Aunque les diga que no le avisen no me hacen ni caso. Por favor, no me mande usted al hospital, ya sabe la que se lía, total para nada.

 Gracias a todas y cada una de las mujeres que han pasado y siguen pasando por mi vida. Tengo cuatro hijos, todos varones. Y el compromiso personal de esforzarme en hacer una sociedad más igualitaria, en mi día a día, y especialmente donde puedo tener un efecto de futuro y multiplicador, en la educación de mis hijos. Feliz día, mujeres.