lunes, 30 de mayo de 2016

El atlético

Había vivido mil vidas, y algunas de ellas me habían tocado, aunque hubiera sido de refilón. Otras tantas formaban parte de mi imaginario particular, convenientemente deformadas por brochazos de fantasía, la propia, y la de quienes las contaban. Ya se sabe que las historias pertenecen a quienes las relatan.

Y así, su viaje en petrolero alrededor del mundo se convertía para mí en la inspiración de un Herman Melville describiendo el Pequod y al capitán Achab. Su viaje en Vespa por la Europa de los bloques se transformaba en un Steve McQueen escapando del campo de concentración nazi a bordo de su Triumph, o en un Gregory Peck enseñando a montar a la Hepburn por vía Veneto. El diploma que mi abuela conservaba en el salón de su casa, considerándole parte del proyecto Apollo XI, repleto de sellos de la NASA y con las firmas de Armstrong, Aldrin y Collins le guardaba en mi imaginación un hueco en Cabo Cañaveral con camisa blanca de manga corta, corbata estrecha negra y gafas de pasta, delante de un ordenador antediluviano. 

La realidad era mucho menos glamourosa, desde luego, pero ese es un empeño de ella, una manía de pragmatizarnos contra la que estamos en obligación de rebelarnos al menos de vez en cuando. Y yo, desde luego, con él, siempre me negué a que se me estropease la ficción. 

Luego, en el medio de aquel maremagnum de fantasía, salpicaban retazos de realidad que a la larga iban difuminándose en sus contornos, entremezclándose en mi memoria de tal forma que juraría sobre la Biblia haberlos vivido, incluso aunque otros de sus protagonistas persistan en su intención de desmentirme. Entre estos recuerdos, sigo viéndome pequeño, con pantalones cortos, un 15 de mayo de 1974, contemplando a mi héroe de leyenda dar volteretas sobre la alfombra de un salón repleto de humo, gritando y llorando mientras Scwarchzenbeck salta con los brazos en alto vestido con la camiseta roja del Bayern de Múnich, transformada en gris oscura por efecto de los tubos católicos de los setenta. 

Puedo que aquello no ocurriera nunca, o puede que me lo hubieran relatado tantas veces que en mi mente conseguí transportarme a ese rincón donde veía asustado llorar a hombres que para mí eran como rocas. 

Los años fueron erosionándo mi imaginación como les gusta hacerlo, casi con sadismo, a pesar de nuestra resistencia. Y esa erosión deja muchas veces a nuestros héroes en Abanderados, y así es difícil mantener los mitos. Pero el mitocidio nunca consigue llevarse por delante el cariño, que se vuelve más tierno cuando se empapa de las imperfecciones. 

Le recuerdo eternamente con el Marca y un cigarrillo en la mano, con el que encendía el siguiente, envuelto en una nube de humo resistente a las más duras leyes antitabaco. Recuerdo sus conversaciones de tasca, repletas de improperios al rival eterno, detallando planes de futuro futbolístico o rescatando recuerdos de sus farras con legendarios jugadores de bigote y rojiblancas en blanco y negro. 

La vida había ido pasando, empujando con fuerza centrípeta a casi todos sus seres queridos, así que de tanto en tanto volvía al refugio de nuestra cercanía, siempre con su cigarrillo quemando los manteles y con su Marca mucho más colorido pero quizás mucho menos sentido. A mí me seguía gustando charlar con él con esa soltura que se ganó en la barra del Miguel Ángel de los cincuenta y muchos sirviendo cócteles a los marquesitos y sus conquistas. Pero esa vez me alertó un tinte de dolor en su voz que este perro viejo de las cabeceras ha aprendido a olisquear como un buen sabueso. Tenía una buena médica en su ciudad, a la que iba de tarde en tarde para obtener su permiso de Sintrom reglamentario, y que había pasado por aquellos dolores con las primeras y prudentes maniobras de rigor. 

Pero su alma de golondrina, su culo inquieto, no era la mejor compañía para la adecuada longitudinalidad, y la consulta sucesiva se había esfumado mientras el dolor había ido aumentando. El tinte dolorido de la voz hacia mal juego con las ojeras, y la preocupación de mi madre hizo el resto. Dejó de lado el Marca el tiempo suficiente para que me localizara el dolor cerca de su hombro, mientras me aseguraba que este sería el año del Cholo y el Atleti, que aquello de Oporto había sido demasiado duro y que era imprescindible una revancha. 

Yo alternaba la anamnesis marañoniana con la conversación colchonera, y de aquel marasmo, salió el compromiso de una infiltración que aliviara dolores y ahorrara medicinas más peligrosas.  Pero el dolor insistía en abofetearme en la cara, como si quisiera empujarme a mirar al cigarrillo. Así que, sin dejar nuestro tema impenitente, conseguí enviarle a hacerse unas radiografías. Aquel fue el último día que pasó fuera de un hospital. Los acontecimientos se empeñaron en atropellarse como si hubieran estado esperando la señal de salida. Quizás el tumor que ocupaba la parte superior de su pulmón derecho hubiese decidido darle una oportunidad. Quién sabe. Cuando fui a visitarle el mismo día de su ingreso, solo había junto a él uno de sus dos compañeros infatigables, el otro no había podido superar las lógicas barreras. Abrí el periódico, arrugado y releído, y empezamos nuestra habitual conversación sobre Griezman y el golazo que había metido en la última jornada, mientras veía unos comprimidos de diclofenaco sobre su mesilla para el dolor, según me dijo. La defensa está impresionante con Godín y Jiménez, eses chavalito vale muchísimo, ya lo verás. Sí, esta mañana hice la caca negra, y me fatigo un poco. El grupo de la Champions no es tan difícil, seguro que pasamos fácil. 

Sin aspavientos ni alarmismos fui al control de enfermería. Pregunte por el médico. No era el mejor momento y las caras con las que se recibieron mis preguntas no auguraban nada bueno. Opté por sacar esa identificación tan horrible "de la casa" y me pidieron con cierto fastidio que esperara en la habitación. Después vino una conversación con un residente al que se le había asignado el paciente lo suficientemente reciente como para no haber advertido fibrilaciones, anticoagulaciones, ni melenas. 

Cuando a la vida le da por consumirse, en ocasiones adquiere una velocidad inusitada. Y aunque esa velocidad sea dolorosa, a veces trae la ventaja de comprimir el dolor, y también genera la suficiente fuerza centrífuga como para atraer hacia ti a quienes se habían alejado. Aquella vida insólita, aquel ser protagonista de mil fantasías y realidades, se agotó con sus Marcas acumulados sobre la mesilla, sus charlas de café del Paseo de los Melancólicos, y quién sabe si en el delirio de la morfina, reaparecieron   Capón o Ufarte para acompañar sus últimos debates sobre la Copa de Europa que la historia nos debe. 


En este fin de semana de ilusiones y enormes decepciones, en tantos momentos se me ha ido mi mente hacia él, y hacia otros como él con los que compartí sueños, que, aunque doloroso y dolorido, le debía este homenaje. Porque a los sentimientos nunca se renuncia. 








domingo, 22 de mayo de 2016

La pobreza y la muerte

Llovía como si no hubiera llovido en siglos, llovía una lluvia monzónica parida de un cielo de panza de burra. Llovía con una lluvia empecinada en mantener arrinconadas las enfermedades en sus casas. Así que yo sonreía mirando por la ventana los torrentes amenazantes en la puerta de urgencias del centro de salud, con la cara apoyada en el cristal que protegía mi mejilla de la bofetada que parecía empeñada en atizarme la lluvia, con sus ráfagas salvajes, a lo mejor porque le fastidiaba la sonrisa con que la recibía, acostumbrada a improperios y maldiciones.

Pero no quiero engañar a nadie. Cualquiera que haya estado en mi lugar sabe que agradecemos inmensamente cualquier inclemencia del tiempo capaz de tamizar para las personas lo verdaderamente importante, de tragarse dudas y desasosiegos, de demorar banalidades. Si, torrenteras, nevadas, nieblas, heladas o calores saharianos son aliados de los que estamos de guardia. 

Aunque la cara B del disco se llama teléfono. A veces parece sonreír con aires de superioridad sabiendo que puede arruinar con un gorgoteo el falso oasis de tranquilidad que nos ha concedido la meteorología. Y como se ponga a sonar la cara B, ni el mismo Zeus lanzando sus mejores truenos puede hacerle sombra. 

Y aquella tarde le dio por sonar a ritmo de marcapasos, escapándoseme al mismo tiempo una extrasístole y una palabrota de las de restregarte tu madre la lengua con guindilla. Creen que ha fallecido, el nombre y los apellidos, una edad desconcertante y una dirección. Escueto, como lo es a veces el morirse. La muerte elimina las prisas, con ese afán tan suyo de ponernos a cada cual en nuestro sitio, con la pedantería que da el ganar siempre. 

Su historia clínica es un desastre indescifrable, pero al menos descubro que ha tenido un par de visitas recientes de su enfermera. Encuentro algún informe hospitalario y en el marasmo me parece adivinar el hilo ariádnico que le ha llevado marcharse en este día del diluvio final. Abusando de la confianza de los años juntos y aprovechando el confínamiento generalizado de los seres vivos, hablo por teléfono con la enfermera. Al contarle la noticia, noto esa tristeza en su voz que sale del nudo gordiano de su humanidad alimentado por llevar en el pueblo toda la vida. Y me cuenta los datos que cuesta registrar en la frialdad de la pantalla, las vidas que se esconden tras ese "creen que ha fallecido", ese nombre, esos apellidos, esa edad desconcertante y esa dirección.

Los limpiaparabrisas no dan abasto. Achinamos los ojos acostumbrados a años de jugárnosla en las carreteras. La casa parece llorar su pobreza, destartalada, sucia. Entramos en una pequeña habitación. Hay un sinfin de cachivaches atropellándose unos a otros con la dejadez inimitable del abandono. Una televisión atronando y una figura tumbada en la cama, de medio lado, con las manos recogidas bajo la almohada. La vida esperó al sueño para marcharse definitivamente, como queriendo conceder un útlimo favor, quizás un único.

Hay dos varones presentes. Uno más joven, fuma sin parar, inmutable, sin moverse de un sillón. Es el familiar directo. Otro algo mayor, inquieto, se acerca y se aleja de la cama y en algunos momentos no puede reprimir las lágrimas. No les unía ni rastro de ADN.  La pena no se reparte uniformemente ni te la garantiza la genética. Así es la vida. Y la muerte.

-"Nosotros no tenemos dinero para enterrarle. ¿No pueden llevársele al hospital?"

No hay restos de dolor en la frase, solo la constatación de un hecho. Me piden que solucione el problema, con esa confianza ciega en la omnipotencia de un tipo vestido con un pijama blanco y un logo sanitario. Intento explicarles que no hay nada que pueda hacer, que probablemente será el Ayuntamiento quien tenga que echarles una mano, pero eso será mañana y ellos quieren la solución ahora. Yo solo puedo pensar en el dolor que habrá arrastrado esa vida y en lo indigna que se le está haciendo la muerte.

Regresamos al centro casi sin hablar, la lluvia no da tregua. Más tarde, mucho más tarde, a la hora de los sustos, suena el timbre de la puerta. Al cielo no le ha amedrentado la noche y sigue diluviando. El joven aguanta el chaparrón, fumando bajo el paraguas. Me trae el impreso rutinario.

-"Hemos encontrado una funeraria muy barata en un pueblo de la provincia de al lado. Se lo llevan esta misma noche. Mi cuñado se hace cargo de los gastos."

Relleno los campos reglamentarios pensando en ese tanatorio en un pueblo perdido, en la soledad a la que obliga tantas veces la pobreza. Le doy un pésame que me sale rabioso pero que le resbala como el agua que va cayendo a regueros de su paraguas cuando se pierde calle abajo.

Si la muerte pisa mi huerto. Una pequeña joya de Serrat. No os perdáis su letra. 



lunes, 16 de mayo de 2016

La enfermera valiente

Llegó a la enfermería con una única idea clara en ese cerebro post-adolescente y desnortado, que no quería ser médica. Había tenido unos tránsitos inútiles por los pupitres del derecho y la psicología, pérdidas de tiempo concedidas a unos progenitores incapaces de apreciar la valía de una diplomatura, que se rindieron convencidos de lo absurdo de su actitud ante el brillo decidido que apreciaron en ella cuando por fin fue capaz de poner las cartas sobre la mesa. 

Luego vinieron años duros de teorías y prácticas, exámenes y aprendizajes, horas echadas al saco de la experiencia, demasiado liviano como para que todavía empezara a pesar en los hombros. Y la juventud, que ridiculiza al esfuerzo con su insultante energía, que puede absolutamente con todo. 

Cuesta trabajo encontrar tu sitio en una profesión cuando pareces una trabajadora golondrina: un mes sustituyendo en esa planta, una quincena en atención primaria, dos meses en urgencias, un teléfono siempre cerca para cubrir un hueco de ultima hora, un turno abandonado de la mano de Dios. Por eso la primera interinidad te cae encima como el gordo de Navidad. Te falta salir a la puerta del servicio de personal a celebrarlo con una botella de champán, enseñando el décimo premiado a la cámara. Y, al igual que el afortunado ganador de la lotería, que no se preocupa por los impuestos o los intereses en los bancos, la nueva interina solo quiere marcharse a su casa con su planilla bajo el brazo, esa en la que ya pone su nombre y apellidos, y dejarse los ojos mirando ese galimatías que solo entiendes si eres hija de Nightingale, por mucho que una se esfuerce en explicarlo tipo Barrio Sésamo al común de los mortales. 

Luego llega la adaptación al medio, un rechinar de costumbres que la experiencia va engrasando con la naturalidad de la profesionalidad y el indispensable aderezo del buen ambiente, que nunca está de más. Pero en la historia que nos ocupa, los pacientes que entran y salen de las habitaciones de ese pasillo donde nuestra enfermera por fin encontró su acomodo, son seres humanos asomados al abismo de su fragilidad, llegan allí con sus mejillas hundidas y sus miradas vidriosas y un miedo que exhuda como un sudor tropical. Y la enfermera les sonríe y poco a poco les va reconociendo por sus nombres, por sus maridos y sus mujeres, por sus padres y sus madres, por su hijos e hijas que han ido a cogerles de la mano y tiran de ellas como queriendo huir de esa aberración que no se parece en nada a sus casa y donde en su inocencia, no entienden muy bien por qué se empeñan en quedarse. 


Y cuando llega a casa busca la escucha comprensiva porque las palabras siguen siendo bálsamos, y sienta bien que salgan y suenen fuera de la cabeza, aunque a veces se queden colgadas de una lagrima de esas que cierran por un momento el gaznate. 

Los días pasan y los dramas se van acumulando, porque los dramas rodean y envuelven la vida, pero en aquel pasillo se empeñan en ser protagonistas únicos. Aunque ellas, todas, cuiden y repartan las risas que puedan para demostrarles a los dramas que ahí están, en la trinchera, hundidas en el barro de la tristeza hasta media pierna, haciendo su avance más lento y cansado, pero sin conseguir detenerlas. 

Hasta que las fuerzas empiezan a agotarse en la lucha, y antes que rendirse, se empieza a ceder despacio, lentamente, y se deja crecer un caparazón duro y vergonzoso, pero que solo busca la supervivencia. Un escudo que rechaza las lágrimas, que no quiere conocer a los hijos, que prefiere no mezclarse en cada historia. Una armadura que resiste siete horas, pero que cuando se deja caer en casa, lo llena todo de pena, de dolor y de vergüenza. 

Y esa enfermera que llego aquí sin saber cómo, aquella joven que no sabía que su sonrisa se convertiría en la cura más deseada para tantos, esa mujer incapaz de soportar el peso de un caparazón que la despoje de su humanidad, un día decide aceptarse como persona capaz de sufrir, pero incapaz de traicionar a todas aquellos que esperan de ella mucho más que la fría profesionalidad. Así que, reconociéndose valiente en su cobardía, la enfermera decide buscar otras cabeceras a las que acercarse sin el peso axfisiante de ninguna armadura, sin trampas ni cartón, en su extraordinariamente compleja simplicidad. 


El 12 de mayo de 1820 nació en Florencia la fundadora de la enfermería moderna, Florence Nigthtingale. Y el 12 de mayo se celebra en todo el mundo el día mundial de la enfermería. Yo no sería el médico que soy, para bien o para mal, sin las enfermeras y los enfermeros que me han rodeado, tanto en mi vida profesional como en mi vida personal. Por su valentía, por su lucha porque se visibilice su tremenda labor, en un mundo que se ciega en demasía con el fulgor de la Medicina, por su maravillosa tarea de cuidar y por su profesionalidad. Desde aquí, mi particular homenaje. 










lunes, 9 de mayo de 2016

El resiliente

A Wilson su nombre no le ayudaba mucho. Nunca creyó que aquello fuera a convertirse en algo tan importante, pero la verdad es que era así. Cuando decides dar el salto y aterrizar en la vieja Europa, tratas de convencerte a ti mismo de que los seis años consumidos en la Central de Quito, y el diploma bajo el brazo que te convierte en licenciado en Medicina te salvaguardarán de la discriminacion, de las risas o los comentarios dichos en el tono justo para que sean adivinados. 

Piensas que estarás entre iguales, qué demonios, que todos habéis hecho el juramento hipocrático, que todos habéis soñado con ayudar a los necesitados, con mitigar sus penas, con evitarles sufrimientos innecesarios. Piensas en todo eso mientras besas a tu mujer en el aeropuerto, sonriéndola para tranquilizarla, aunque la camisa no te llega al cuerpo, mientras abrazas a tu niño pequeño al que se le caen los mocos que limpias una y otra vez con el kleenex hasta que queda casi deshecho. 

Y no das mucha importancia a las miradas inquisitoriales de los funcionarios de aduanas porque tú lo que traes en tu maleta es un precioso diploma que pone Wilson, sí, pero que también pone que eres médico, y eso te permite jugar en otra liga. Y en casa de tus primos te ceden una de las mejores habitaciones porque ellos saben reconocer tu estatus, mientras acudes a las gerencias con una carpeta debajo del brazo solicitando inscribirte en sus bolsas de trabajo, y allí parece importarles poco el que te llames Wilson, porque les falta tiempo para devorar la fotocopia comprobando su autenticidad, y registrar tu precioso potencial en su libreta de trabajos tapa huecos. 

Luego las cosas comienzan a marchar, despacio y con algo de ruido rechinante, como el coche de quinta mano que te has comprado para poder ir allí donde te llaman, aunque sea a las ocho de la mañana deprisa y corriendo, que para eso ha venido uno al otro lado del mundo, para trabajar, faltaría más. Y tu mujer suspira satisfecha cuando le cuentas por Skype que vas ahorrando algo de dinero porque al ritmo que te tienen trabajando tu único gasto es la gasolina del coche y las ruedas que has tenido que cambiarle. 

Entonces te das cuenta de que tienes que subir otro escalón, que no has venido aquí para ser el paria del sistema sanitario y decides presentarte al MIR, porque sólo así podrás igualarte a los que se llaman Carlos, o Marcos o Sonia, y dedicas cada minuto de los que te dejan libre a estudiar, como en los viejos tiempos. Y tus ojeras reciben la recompensa de aprobar. Y sentado en el salón de actos del Ministerio, el Wilson resuena por los altavoces como un canto celestial, y sales de allí con tu destino debajo del brazo. No te importa mucho dónde, porque al fin y al cabo, donde vayas por fin tendrás lo más parecido a un hogar que has tenido en los últimos años, y a tu mujer y a tu hijo para que la felicidad sea completa. 


La mayor parte de tus compañeros tiene historias similares a las tuyas. Algunos son viejos conocidos de las rutas de la guardia incómoda y la sustitución inoportuna. En el hospital parecen acostumbrados a recibir una hornada de inmigrantes, y el juego de sutilezas tarda en manifestarse. Pero está ahí. Eso es indudable. Se percibe como el rún rún de unas termitas minando tu confianza, convirtiendo en sospechosas y dolorosas las miradas y los silencios. Wilson solo quiere aprender, aunque conoce sus limitaciones, que ahora se le rebelan como si las llevara tatuadas en rojo en su frente. Así que se esfuerza al máximo, a pesar de que en su casa su hijo aún llora por las noches, con la sensibilidad inconsciente de los niños desubicados, a pesar de que su mujer tiene un velo de tristeza empañando el brillo de sus ojazos negros, porque es duro estar tan lejos de casa. 

Y durante el día está muerto de sueño porque entre llanto y llanto del niño nota a su mujer inquieta y él no termina de coger el sueño. Pero allí está, el primero de todos, todas las mañanas, todas las tardes cuando tiene cursos, todas las noches cuando tiene guardias, y las mañanas siguientes, aunque se siente en la última fila y apenas le dé para abrir los ojos, y las tardes siguientes aunque parezca dormido y su cabeza de vez en cuando le obligue a su atlas a un esfuerzo agotador para no desnucarle. 

Porque Wilson solo sabe que vencerá todas las dificultades a las que se enfrente, solo sabe que superará los comentarios hirientes, las miradas desconfiadas, las chanzas sobre su nombre. Sabe que él es un resiliente, y que le sobra voluntad para doblegar a la vida. Y sabe, está seguro, de que lo conseguirá. 

Especialmente dedicado a todas aquellas personas que piensan que es fácil abandonarlo todo y marcharse a un país desconocido a cumplir el sueño de ser médico. A todas aquellas personas que han vivido la diferencia como una amenaza, que han menospreciado solo por haber nacido en un lugar diferente, o por llevar un nombre poco habitual. Dedicado a todas aquellas personas que creen que se es peor médico solo por tener un acento extraño, o un color más oscuro de piel. A todas ellas les deseo que algún día puedan conocer de verdad a todas esta gente tan valiente. 















lunes, 2 de mayo de 2016

El buscavidas

La Medicina es un terreno para piratas. Sí, sé que suena duro, y que quizás entre todos hayamos contribuido a rodearla de un áura virginal, pero si buceas un pelín, pero vamos, a poca profundidad, tipo snorckel, nada de irse a una sima con bombona a la chepa, te encuentras la cruda realidad: que la Medicina es carne de cañón para los espabilados, como casi todo en la vida.

El joven protagonista de esta historia había llegado al inicio de su residencia ya con bastante polvo en los zapatos. Eran, desde luego, otros tiempos, y a poco que anduvieras espabilado, te dabas cuenta de que en los márgenes de la medicina oficial había una cancha importante donde uno se podía desenvolver si conocía a las personas adecuadas y estaba dispuesto a echarle horas, y a veces un poco de cara. Y es que en nuestra sociedad, hay una y mil cosas para las que se necesita un médico, y alguien tenía que hacerse cargo de semejantes servicios. 

Por si alguna persona mal pensada ha deducido erróneamente que se trataba de asuntos ilegales, lamento decepcionarla. La cosa era concatenar trabajos de medio pelo que exigían un titulazo y un número de colegiado, pero que tenian más bien poco del espíritu marañoniano que todos venerábamos en las facultades. Como decía, en aquel entonces había médicos a mansalva engordando una bolsa histórica  donde pescaban los conseguidores de trabajos de cuarta, pero trabajos al fin y al cabo, de los que al final iban engrosando poco a poco la cuenta corriente. 

Y al otro lado del Mississippi estaba el MIR. Aprobarlo era desinfectarse en el Ganges sagrado, limpiar impurezas anteriores y saltar en brazos de la Medicina de rostro hermoso y reputación intachable. Pues bien, ese joven protagonista, en un golpe de suerte azaroso se tropezó, zambulléndose en el Ganges y renaciendo a la formal y purísima residencia, en este caso de Medicina de Familia. Atrás quedaban los compañeros de farra con los que se había ido abriendo paso en los desprestigiados márgenes de la sanidad: ahora pertenecía a una casta superior, y aunque, como ocurre siempre, echara alguna vez con morriña un vistazo a la amante golfa abandonada, se había encaminado para siempre y definitivamente por la senda del bien entre los aplausos de sus pares. 

Pero entonces el joven protagonista de túnica (bata) áurea y virginal, al que aún le responde el olfato de perro vagabundo, le huele que debajo de todas esa bonhomía hay alguna que otra cloaca que hace tiempo no se ventila. Y, aunque no hace nada, porque sería impropio de su nueva condición, permanece atento a las señales, que las hay, y muchas. Y un buen día, alguien le propone participar en una tontería que se viene haciendo toda la vida, un negociete con el que se hace la vista gorda, quizás porque interesa, y en el que solo entran los afortunados que caen en gracia a los manejantes de turno. 

Y el protagonista se pregunta por qué precisamente a él, y no le queda más remedio que reconocer que bajo el nuevo hábito de respetabilidad, sigue agazapado el monje buscavidas y pillo al que le parece lo más normal del mundo complementar un poco el exiguo sueldo de un residente. Y se ve una tarde de sábado en el asiento de atrás de un coche, conducido por un señor mayor que habla sin parar con otro más o menos de su edad y al que parece conocer de hace tiempo. Luego, más adelante, en el único de bar de un pueblucho perdido recogen a un tercero que se repantinga a su lado detrás, y que habla con los dos de delante como si hicieran esto cada fin de semana. 

El caso es que el joven protagonista conoce a casi todos los de aquel negocio, por el nombre o de vista, es lo que tienen los hospitales pequeños de las ciudades pequeñas. Hace todo el viaje callado, sin pretender ser simpático. Contesta a las poco interesadas preguntas de sus compañeros de viaje con el mismo poco interés, así que el diálogo no da para gran cosa. 

Al cabo de una hora de estepa, se detienen en un pueblo. Hay ambiente en las calles, farolillos y gente dirigiéndose hacia una plaza de toros portátil, de esas de paneles anaranjados desgastados, que cruje con ruidos metálicos cuando subes los escalones. Cuando el grupo llega a la plaza hay una ambulancia esperándoles, con un conductor de uniforme al pie, charlando con alguien del pueblo, una autoridad, a juzgar por la chaqueta y corbata, penitencia del cargo, sobre todo en una tarde de calor como aquella. Todos le dan la mano, presentándose. Después entran y se acomodan en una zona reservada. 

Las gradas se van llenando. El joven protagonista ha echado ya dos o tres miradas nerviosas a una gran bolsa negra que ha bajado del coche el conductor, y aunque se había prometido a sí mismo estarse calladito, empieza a preguntar a sus acompañantes por sus "funciones".

- Tu tranquilo. Lo mejor es que reces para que no pase nada. 

La frase induce automáticamente una taquicardia y unos sudores fríos compatibles con una angina de pecho, que sin embargo se queda en una triste crisis de ansiedad que el joven debe tragarse como el que se traga una cucharada de aceite de ricino. Después empieza el espectáculo de novillos y toreritos atropellados con afición y alguno hasta con valor. A estos últimos, nuestro protagonista los hubiera inflado a bofetadas si hubiera podido, y no dejaba de hacerlo mentalmente mientras las vaquillas les revolcaban por la arena. La taquicardia se prolongaba en el tiempo hasta que, aproximadamente cuando el joven se preguntaba por quincuagésima vez si merecía la pena para ganar cuatro perras más, el público se puso en pie y el acto terminó sin más incidente que dos o tres hematomas mostrados con orgullos por los bizarros aprendices de torero y un temblor de piernas molesto en nuestro protagonista que le hizo bajar las escaleras de la plaza bastante inestablemente. 


Días más tarde, una autoridad en el hospital de las que se ven a lo lejos comiendo en la cafetería en las guardias, se acerca al joven residente, le pasa el brazo por el hombro y le da un sobre con un dinero negrísimo que cuando lo guarda en el bolsillo de la bata, parece un manchón de tinta china en su blancura inmaculada. Y después, se percata asombrado de que hay una especie de club de las sonrisas en el que ha sido aceptado, un club que se maneja bien en las carreteras secundarias de la Medicina, y al que, sorpresivamente, pertenece más gente de la que podía imaginar. 


La imagen es del genial Paul Newman, en El buscavidas (The Hustler) de 1961